9
—¡IMAGÍNATE, umm Alí: el señor ha invitado al emir al banquete! ¡Y quiere que tú toques el laúd!
Fátima estaba fuera de sí de entusiasmo, excitación y orgullo por su alumna; al fin y al cabo, gracias a su ayuda Beatriz había mejorado su interpretación e iba a salir a escena por primera vez.
Beatriz no compartía del todo su alegría, sin embargo. Hasta ese momento, Mammar nunca la había invitado a tocar el laúd. ¿Y pretendía que lo hiciera ante el emir? Quién sabía lo que se proponía el anciano. Además, todavía no se había acostumbrado por completo a su nuevo nombre, el que utilizaban todas las muchachas del harén para dirigirse a ella: umm Alí, madre de Alí. Era como si Beatriz Aguirre hubiese dejado de existir, como si todo su ser se hubiera visto reducido al increíble honor de haberle dado un hijo al amo del harén. Y el nombre sarraceno del encantador niño de ojos azules tampoco le parecía adecuado. No quería que su hijo llevara el nombre de un califa. Si bien tenía claro que no podría evitar que fuera educado en la fe musulmana, habría preferido bautizarlo con un nombre decente y cristiano. Para ella era Álvaro, como su padre.
—¿Qué pasa con Mahtab? ¿Por qué no es ella quien toca para el emir?
Mahtab era una música formada; tocaba mejor que Fátima y seguro que tres veces mejor que Beatriz.
Fátima se encogió de hombros.
—El emir domina la lengua española; tal vez le agrade que lo entretengas con melodías castellanas; al menos será un cambio, y quizás eso pretende el amo: siempre se esfuerza por ofrecerle algo excepcional al emir cuando este le hace el honor de visitarlo.
«O quiere presentarle a su futura segunda esposa y confía en que no lo contradeciré ante el príncipe», pensó Beatriz.
En realidad, aquella astucia habría sido más propia de un castellano que de un sarraceno, puesto que los árabes ocultaban a sus mujeres incluso de sus mejores amigos. Pero ¿quién sabe? Beatriz no se fiaba en absoluto de Mammar y seguía tan indecisa como antes; todas sus amigas le aconsejaban que cediera al deseo del anciano, pero ella seguía empecinada en encontrar una solución.
Bien, quizá pasar de odalisca a música le diera una oportunidad. A lo mejor lograba hechizar al emir con sus canciones hasta tal punto que la compraría para su propio harén y, al igual que Ayesha, solo la emplearía para entretener a sus huéspedes. Beatriz no pudo menos que sonreír. ¡Vanas ilusiones! Era una tonta. Tenía que resignarse a su destino y punto.
—¿A qué viene tanta ceremonia? De todos modos, el emir no nos verá —dijo Beatriz, sacudiendo la cabeza malhumorada. Susana y otras dos sirvientas llevaban más de dos horas peinándola y maquillándola. Empezaba a cansarse de permanecer sentada y quieta—. Sería mejor que volviera a ensayar.
—¡No finjáis! Sois capaz de interpretar esas dos tonadas incluso dormida —dijo Susana—. Y claro que el emir os verá, aunque no sea más que a través de una cortina de gasa. Tenéis que estar preparada para cualquier circunstancia. Ahora, estaos quieta, pronto habremos acabado.
Beatriz y las otras intérpretes llevaban un atuendo precioso y unos velos muy finos que apenas les ocultaban el rostro, suavizando sus rasgos. Jóvenes expertas dedicaron horas enteras a pintar motivos florales en sus manos y pies con alheña. Cuando por fin Susana se dio por satisfecha, todas tenían un aspecto muy bello, pero Beatriz descollaba sobre todas ellas.
—Brillas como la luna entre las estrellas —dijo Soraya, y no parecía enfadada: al contrario, su expresión era cordial y amable, lo que desconcertó a Beatriz.
Hacía unos días que la actitud de la primera esposa había cambiado. Soraya se comportaba de un modo mucho más sincero, ya no parecía tan tensa y carcomida por la envidia como en los primeros momentos tras el nacimiento de Alí.
—¡Te deseo mucha suerte, umm Alí! —dijo por fin. Sus palabras acabaron de desconcertar por completo a Beatriz: hasta entonces, Soraya nunca se había dirigido a ella usando ese título.
Efectivamente, la cortina tras la cual tocaban era de finísima gasa. Las siluetas de las mujeres y los colores de sus vestidos y su cabello se veían perfectamente. Las muchachas también tenían la oportunidad de echar un vistazo al visir y sus huéspedes bajo el velo. El emir apareció con un séquito reducido: solo lo acompañaban su amigo Hammad y dos guardias de corps.
—Es increíblemente apuesto, ¿verdad? —cuchicheó una joven.
El emir era joven, mucho más de lo que Beatriz había supuesto, y algo en sus movimientos le resultaba vagamente conocido, aunque tal vez el velo la confundía. Un tanto divertida, pensó que era el primer hombre intacto a excepción de Mammar que veía desde hacía meses. Con razón le recordaba a otros jóvenes caballeros.
Las muchachas habían recibido la orden de empezar tocando unas sencillas melodías para acompañar el yantar del visir y sus visitas. Criados ricamente ataviados sirvieron platos selectos. A una exquisitez seguía otra. Sin embargo, las muchachas, atisbando tras la cortina con curiosidad, comprobaron que ninguno de los hombres parecía tener mucho apetito. La conversación tampoco era fluida; el ambiente parecía más bien tenso y expectante.
Por fin el emir se lavó las manos y dio por finalizado el banquete. Mammar llamó a los criados, que procedieron a llevarse los platos casi intactos.
El emir se volvió entonces hacia la cortina tras la cual Beatriz y las demás interpretaban melódicas canciones; el joven parecía emocionado, casi acechante. A Beatriz le sorprendió su actitud, porque los sarracenos consideraban una absoluta falta de cortesía mirar fijamente a las mujeres, sobre todo si pertenecían al harén de otro. Aquel joven, no obstante, no lograba despegar la vista de las siluetas borrosas de las muchachas ocultas tras la cortina; en realidad, parecía estar haciendo un esfuerzo por no arrancarla.
Por fin se incorporó.
—Déjame escuchar la voz de la esclava a la que supuestamente compraste como cantante, Mammar al Khadiz —ordenó el emir en tono cortante—. Debe de ser muy excepcional. ¿O habéis creado vuestra propia orquesta?
—Me la regalaron —contestó el visir, eludiendo la pregunta.
Feya, una de las mejores cantantes del harén de Mammar, también obsequio de un amigo, consideró que la pregunta se refería a ella. Sonrió, saludó a las demás con la cabeza, se inclinó hacia su amo y cantó una antigua y triste canción árabe: la historia de una muchacha que en el harén de un príncipe se consume de amor por un pordiosero.
El emir la escuchó con impaciencia apenas disimulada, tamborileando en la mesa con expresión nerviosa.
—¡Te lo advierto, Mammar! —bramó por fin—. No oses engañarme. Esta no es la muchacha de la que me habló el eunuco. ¡Ordena que cante la castellana o arrancaré esa cortina y yo mismo comprobaré si se oculta o no entre tus mujeres!
—Perdona, mi señor, pero... —Mammar se dirigió apresuradamente a las intérpretes—: El emir desea escuchar una canción en castellano.
Beatriz cogió el laúd. El corazón le latía aceleradamente. ¿Qué diablos estaba pasando? ¿Qué quería el emir de ella?
—¡Y quiero verla! Supongo que lleva melfa como manda la decencia, ¿no? —exclamó airado el emir y, una vez más, Beatriz creyó reconocer aquella voz clara y autoritaria, aunque era imposible.
—Señor... —suplicó Mammar, pero cedió al deseo del príncipe—. Sal, Beatriz —dijo, y su voz ya solo era un áspero susurro.
Beatriz apartó la cortina y entonces vio a los hombres con toda claridad. El emir... Aquellos ojos..., Notó que la miraba fijamente, que con la mirada le acariciaba el pelo, el cuerpo bajo los velos, y vio que las llamas del deseo encendían su rostro.
¡Pero no! ¿Qué estaba imaginando? Aquel hombre era el emir y ella solo una cantante. Además, recordó que una muchacha debía bajar la mirada con timidez en presencia de desconocidos, tanto en Castilla como en Granada. Así que bajó los párpados y se concentró en el laúd y en la música.
Con voz clara, entonó la historia del paje Reinaldo, que amaba a la hija del rey y una noche la raptó de sus aposentos. Beatriz adoraba esa canción. ¡Qué agradable soñar que era esa princesa y escapaba de los muros del harén en brazos del amado!
El emir la escuchaba, hechizado. Su rostro reflejaba su excitación.
¡Era Beatriz! ¡Estaba allí! Tras meses de zozobra y culpabilidad, por fin la había encontrado, y ni su belleza ni el amor que sentía por ella habían sido obra de su fantasía y del acaloramiento tras la lucha, como había tratado mil veces de convencerse a sí mismo para poder olvidarla. No: la cabellera relucía como el oro rojo; sus ojos reflejaban las profundidades del mar y su cuerpo prometía la suavidad y la dulzura de una fruta madura. Los meses transcurridos en el harén habían hecho florecer sus encantos. Amir anhelaba beber de sus labios y convertir su cuerpo en el recipiente de su amor.
—Mammar...
No, no era lo correcto que la voz le temblara. Amir se rehízo.
—Mammar al Khadiz. El canto y el cuerpo de esa esclava me subyugan. Quiero que me la regales —dijo, expresando un deseo que en realidad era una orden.
Mammar dio un respingo, como si lo hubiera golpeado. Las muchachas soltaron grititos de sorpresa. A Beatriz se le cayó el laúd.
¿No se equivocaba? ¿De verdad se le abrían las puertas de la libertad y lograría salir del harén de Mammar? Pero no. Aunque el visir atendiera las exigencias del emir, para Beatriz solo significaría cambiar de cárcel. No cabía duda de que el emir también poseía un harén, y quizá los muros de la Alhambra fueran todavía más difíciles de superar que las rejas de las ventanas de Al Khadiz.
Suspirando, Beatriz volvió a coger el laúd.
Sin embargo, Amir había notado su estremecimiento y el brillo de esperanza de su mirada. ¿Acaso ella compartía sus sentimientos? ¿Lo había echado de menos? ¿Anhelaba su amor? Desde luego no tenía el aspecto de una muchacha que echa de menos a su amado, aunque era imposible que Mammar hubiera conquistado su corazón: un anciano y una joven tan llena de vida...
En el caso de Mammar la cosa era muy distinta. Le bastó un vistazo para comprobar que el viejo estaba completamente enamorado de Beatriz. Su rostro palideció cuando Amir manifestó su deseo. Era como si algo se hubiese quebrado en su interior. ¿Acaso Beatriz era la muchacha que hacía semanas que le impedía conciliar el sueño? ¿Era ese el motivo por el cual había mentido e intentado ocultársela? Mammar había reaccionado con excusas fantasiosas cuando Amir le había hecho reproches. ¿Una pequeña cantante regalada por un colega como si tal cosa? ¿Ignoraba realmente Mammar la suma alcanzada por Beatriz en la subasta?
Los peores temores de Amir se confirmaron cuando el visir se arrojó al suelo.
—¡Quítame todos mis puestos y toda mi fortuna, señor! Quítame la vista, si eso te complace, pero déjame a esa mujer. Te he mentido. Es más que una simple cantante. Ya me pertenece, me ha dado un hijo.
Así que Beatriz era la madre del pequeño y renombrado heredero de Mammar. A Amir se le encogió el corazón, pero se apresuró a pasar a otra cosa: al fin y al cabo, sabía que cuando recuperara a Beatriz ya no sería virgen. Le propondría al visir educar a su hijo en la corte. Era un gran honor.
—¡No digas tonterías, Mammar! ¿Qué haría yo con tus ojos? No servirán para calentarme el lecho. ¿Y qué harías tú con esta muchacha, cuya belleza ya no podrías contemplar?
Beatriz trató de concentrarse en la música, pero no dejaba de echar vistazos a los dos hombres, que discutían acaloradamente. Cuanto más estudiaba al emir, tanto menos lograba negarlo: conocía a ese joven alto de cabello oscuro. El brillo de sus ojos negros... No: no eran negros, eran castaños con chispitas doradas. Los rasgos afilados y los músculos ahora ocultos bajo su túnica de brocado... Ella sabía cuánta fuerza tenía. Aún podía sentir aquellas manos aferrando su cuerpo, pero no recordaba el pelo negro. ¿O sí? Una mano apartándose los rizos de la frente tras la lucha; el viento nocturno agitando la cabellera de un jinete al galope... Cierto que un paño le cubría el rostro y que llevaba yelmo, coraza de cuero. Pero aquellos ojos de mirada burlona asomados por encima de la tela que ocultaba la mitad inferior de su cara...
Al reconocerlo, fue como si una lluvia ígnea se derramara encima de ella.
Debería haberlo reconocido de inmediato, pero ¿cómo iba a pensar que Granada enviaría a un príncipe para vengar el robo de un caballo? ¿Cómo relacionar el árabe gutural y apresurado del emir con el correcto castellano de su raptor?
A Beatriz el corazón le latía apresuradamente. Ese era el hombre que la había tomado prisionera, que se había burlado de ella y la había maltratado, pero que también había evitado que la violaran. Le había dado algo parecido a la esperanza, además, aunque hubiera sido engañosa. No, él no había comprado su libertad ni ella había logrado escapar de la pasión impuesta por la fuerza.
Beatriz desvió la mirada con determinación. ¡Basta de sueños! Aquel hombre no quería ni podía ayudarla. Ya fuera en el harén de la Alhambra o en la casa del visir, seguiría siendo una prisionera.
Entretanto, Hammad intervino en la discusión cada vez más violenta entre Mammar y su emir. Había que ponerle fin: el visir estaba a punto de perder la cabeza y Amir necesitaba a su consejero más importante; era impensable que ambos acabaran enemistados a causa de una mujer.
—¡Contrólate, Mammar! —exclamó el joven guerrero dirigiéndose al anciano—. Deberías oírte. Suplicas como un niño al que quieren quitarle su juguete. Plantéate el asunto con objetividad. El emir te pide un favor y deberías apresurarte a complacerlo. Además, esa esclava no puede ser tan importante, porque, de lo contrario, hace tiempo que la hubieras convertido en tu esposa y sería intocable. Tal como están las cosas, no es más que una esclava. ¡Entrégasela!
Beatriz montó en cólera y olvidó todo lo aprendido en el harén. Volvía a ser la indómita castellana.
—¡No soy una muñequita que uno regala! —les espetó—. Solo yo decidiré a quién tomo por esposo, y no quiero tomaros a ninguno de los dos. Ni al viejo que abusó de mí, ni al joven que incumple sus promesas. El hombre al que amaba está muerto y mi mayor anhelo es seguirlo al paraíso. En todo caso, ¡nadie volverá a ponerme la mano encima!
El rostro de Beatriz ardía, sus ojos lanzaban destellos azules, acerados como la hoja de un puñal. Había arrojado el laúd a un lado y la fina gasa de su atuendo se agitaba en torno a su cuerpo tenso.
Mammar suspiró y le echó un último vistazo. Aquella mujer jamás lo amaría.
—Puedes llevártela —dijo en voz baja.
—¡La Alhambra! ¡El harén del emir! —Susana estaba casi fuera de sí de emoción—. Y ¿de verdad queréis que os acompañe? ¿Habláis en serio? ¿Creéis que el amo me dejará marchar? —La esclava, con manos temblorosas, desprendió las perlas de la cabellera de Beatriz.
—Lo pondré como condición —dijo Beatriz en tono sereno—. Si no quieren sacarme a rastras de este harén tendrán que ceder a mi deseo.
—¿Y el niño? —preguntó Fátima—. El amo no querrá renunciar a su hijo así, sin más.
—Estuvieron discutiendo sobre ese tema interminablemente —terció Feya.
Beatriz no había sido capaz de entender la rápida conversación entre el emir y Hammad, así que escuchó la traducción de la muchacha con el mismo interés que las demás.
—El amo quería que el niño se quedara aquí. Decía que era la luz de su vejez, que el ama Soraya podía criarlo. Pero el emir se negó rotundamente. Dijo que tú no querrías separarte de tu hijo, Beatriz, que el niño debía acompañarte a la Alhambra. Por fin acordaron que Mammar podría visitarlo todos los días si así lo deseaba, porque, a fin de cuentas, trabaja en el palacio. Un criado se lo llevaría en cuanto lo deseara. Pero el pequeño permanecerá a tu lado, umm Alí, al menos durante los próximos años.
Al pensar en los años que pasaría en el harén, Beatriz suspiró, pero, quién sabía qué más podía ocurrirle aún. De momento, el hecho de poder abandonar a Mammar al Khadiz no la entristecía; claro que el emir ocuparía su lugar y seguramente con las mismas exigencias, pero un emir estaba muy ocupado. A lo mejor Amir no se molestaría en presionar y tratar de conquistar a una esclava rebelde en la misma medida que el anciano. Seguro que en su harén había cientos de muchachas bien dispuestas. A ello se sumaba que no dejaban de hablar de disturbios, tanto en Granada como en la frontera con Castilla. Amir estaba obligado a acabar con ellos, a iniciar una campaña militar. Podía ausentarse durante meses, incluso caer en el campo de batalla.
Beatriz procuró aferrarse a esa posibilidad, pero no lo logró. No quería imaginar los ojos oscuros y llenos de vida de Amir quebrados por la muerte. Recordaba su mirada curiosa y despierta que la excitaba, que la enfurecía pero también la conmovía.
Mientras las otras charlaban y cotilleaban, Beatriz cerró los ojos y se entregó al hipnótico placer del cepillado con el que Susana mimaba su cabellera, evocando la noche en la que había escapado de Amir. Volvió a sentir la presión de su brazo en la cintura cuando la alzó y la montó en el caballo, su aroma a canela y a caballo y el cuerpo musculoso contra el que se apoyó y se durmió. En aquel entonces le había proporcionado seguridad y, al día siguiente, había dado crédito a sus palabras traicioneras. Beatriz se esforzó por regresar al presente. ¡No, jamás volvería a hacerse ilusiones! Allí todo eran mentiras y engaños, también la aparente cordialidad del joven emir. ¡Qué encantadora actitud! ¡Permitir que conservara al niño a su lado! Todas las mujeres estaban entusiasmadas por su bondad, pero Beatriz no se dejaba engañar. En última instancia, se trataba de volverla dócil y, en aquel caso, el agradecimiento era la mejor solución.
¡Pues no se mostraría agradecida! No tenía motivos para hacerlo. Aquel hombre la había raptado. ¡Había permitido que la subastaran como a una res! ¡No, no se entregaría a él, como tampoco se había entregado a Mammar! Beatriz alzó la barbilla, decidida, y Susana le dijo que se quedara quieta.
¿Y si Amir se comportaba igual que Mammar? ¿Y si el deseo le hacía perder el control? ¿Y si la forzaba?
Por un instante, Beatriz volvió a sentir las manos fuertes del joven guerrero, su cuerpo duro y musculoso contra el suyo, la erección que había ocultado, avergonzado, mientras ambos cabalgaban.
Si intentaba poseerla a la fuerza... Se imaginó luchando contra su embestida a mordiscos y arañazos, con el sudor de él en la piel, rebelándose contra la fuerza de aquellos músculos de acero solo para acabar rindiéndose... la dulce sangre de la entrega, las puertas abiertas de la fortaleza...
Beatriz borró aquella imagen de su mente con energía. Los necios sueños de una virgen. ¡Como si no le hubieran robado la inocencia y el anhelo hacía tiempo!
No amaría a Amir, como tampoco había amado a Al Khadiz. Intentaría mantenerlo a raya y, si se entregaba a él, sería a regañadientes.
Pasara lo que pasase, sin embargo, sería mejor que la mirada lasciva de Mammar, sus labios húmedos y sus dedos demasiado diestros que prometían placeres cuando en verdad solo ofrecían carnes marchitas y besos sin fuerza.
Beatriz acunó a su hijo.
—Mañana, pequeño mío, escaparemos de estos muros. ¡Mañana conquistaremos la Alhambra!
Con el corazón acelerado, Mustafá, el joven eunuco, entró en el paraíso. Aún inseguro con el nuevo y precioso atuendo de seda y brocado, el mismo que llevaban todos los criados de la Alhambra, siguió al jefe de los eunucos hasta las habitaciones de las mujeres del palacio con la pequeña bolsa repleta de dinero que el emir había hecho que le entregaran, junto con su máximo agradecimiento, apretada contra el pecho. Pero eso no era todo lo que había logrado gracias a su curiosa misión: ¡Amir ibn Abdallah le había ofrecido un puesto en el palacio del emir! El joven eunuco apenas podía creer su suerte: no tener otra cosa que hacer ni que temer que dedicarse a mimar y entretener a las odaliscas. Un trabajo fácil y muy deseado; un alojamiento cómodo; baños propios y habitaciones paradisíacas. A Mustafá incluso las habitaciones de los criados le parecieron principescas. Los jardines y patios interiores que recorría lo dejaban sin aliento. Fuentes, plantas exóticas, rincones tranquilos en los que las mujeres se instalaban para tomar café y charlar. En todas partes, el embriagador aroma de las flores y los sonidos armoniosos. Un grupo de músicos interpretaba melodías sin cesar con el fin de acentuar el ambiente de liviandad onírica que había pretendido el arquitecto del harén.
Las mujeres y las muchachas recibieron al nuevo eunuco con interés y cordialidad, aunque en algunos ojos bonitos Mustafá también descubrió una expresión extraña, casi de compasión. ¿También lamentaban la pérdida de su virilidad? Aquello desconcertó a Mustafá: al fin al cabo, en un harén lo normal era que estuvieran rodeadas de eunucos. Apartó la idea de su mente y se esforzó por no contemplar a las mujeres con demasiado descaro. Le habían robado su sexo; nunca más volvería a tener la sensación dulcemente embriagadora de la sangre agolpándose en su bajo vientre para proporcionarle vida a su varita mágica. Pero no le quitaban los ojos de encima y Mustafá no era ciego a la belleza femenina; además, era la primera vez que las mujeres se mostraban ante él con tanta naturalidad. Casi ninguna muchacha del harén llevaba velo. Correteaban por los jardines con la cara descubierta y, alguna que otra, semidesnuda: ante los eunucos no sentían el menor pudor.
Boquiabierto, Mustafá contemplaba los pechos abundantes bajo la más fina gasa; los labios del color de las rosas o las buganvillas; la inmaculada piel blanca como la leche, de un delicado tono avellana o de un negro azulado; los ojos, de todos los colores, desde los negros como el azabache hasta los azules casi transparentes. El harén del emir albergaba a casi cuatrocientas mujeres de todos los rincones del mundo, cada una de ellas una beldad a su manera, todas de aspecto muy cuidado, muy bien educadas y algunas muy cultas.
El jefe de los eunucos las conocía a todas por su nombre y las saludaba con pequeños halagos o bromas, cosechando respuestas de voces dulces o ásperas, inocentes y claras como campanillas, u oscuras e insinuantes. Todas lo trataban con el respeto que exigía su posición. Hassan era el auténtico amo del harén.
—Eres de origen castellano, ¿verdad? —le preguntó a Mustafá—. ¿Aún hablas esa lengua?
El joven eunuco asintió con la cabeza, inseguro una vez más.
—Me raptaron a los seis años y, desde entonces, no he vuelto a hablar en mi lengua, aunque sí que he llorado y he soñado en ella.
—Inténtalo de todos modos. Ha llegado una nueva sayida que acaba de venir de Castilla; me gustaría saludarla en su lengua materna. El emir nos ha ordenado que nos encarguemos de que no le falte nada. Es por aquí. Tiene uno de los aposentos más bonitos. Es evidente que se trata de la nueva favorita. Esto es muy grato: nuestro amo no suele frecuentar el harén para relajarse con sus esclavas... —Hassan se interrumpió apresuradamente, como si ya hubiese dicho demasiado.
Mustafá volvió a sorprenderse. La discreción era importante, claro, pero en el harén todos sabían cuándo acudía el señor y a quién visitaba o mandaba llamar. Las palabras de Hassan no parecían indicar que dudara de la potencia de su amo tampoco... Bien, ya reflexionaría al respecto más adelante. De momento, se preparó para cumplir con la desacostumbrada tarea de intérprete.
En los aposentos de la nueva odalisca todo estaba manga por hombro todavía. Una sirvienta mayor, de carácter enérgico, indicaba a un par de muchachas en qué arcones guardar la ropa y cómo cambiar la disposición de los muebles. Unos eunucos trajeron una cuna y ello volvió a despertar la curiosidad de Mustafá. ¿Una nueva favorita que llegaba con un bebé?
En medio del alboroto, al parecer indiferente a la excitación reinante, una joven tocaba el laúd sentada en un diván. Mustafá, que había creído que se encontraría con una beldad morena, se quedó boquiabierto. Jamás había visto una piel tan delicada y tan blanca ni un rostro tan noble enmarcado por una cabellera que era como oro en llamas.
Cuando Hassan hizo una reverencia, la mujer de ojos azules alzó la vista. La mirada de aquellos ojos que reflejaban todos los tonos del océano fascinó a Mustafá, que notó, sin embargo, el dolor y el miedo de la joven y se sintió invadido por una extraña sensación de comprensión y cercanía.
Hassan pronunció un par de palabras de saludo en árabe.
Mustafá habría sido incapaz de traducirlas correctamente al castellano, pero otras palabras igualmente dulces pronunciadas en su idioma materno brotaron con toda naturalidad de sus labios.
—Nosotros, que moramos dentro de las paredes de este harén, somos afortunados. Dios nos concede echar un vistazo al cielo de Castilla y al mar de Levante en los ojos de un ángel. Nunca regresará el invierno, porque la luz de Al Andalus está atrapada en vuestros cabellos. Cada una de vuestras sonrisas entibiará nuestra alma. Sed bienvenida, señora, serviros será un honor.
Su retórica hizo sonreír a Beatriz y Hassan quedó muy satisfecho. Se rumoreaba que resultaba difícil conseguir que se abriera aquella flor del harén y, aunque no había comprendido ni una palabra de las pronunciadas por el nuevo eunuco, este parecía dominar el arte de la elocuencia, así que le sonrió con aprobación. Mustafá solo tenía ojos para Beatriz, sin embargo.
—Hablas mi idioma con la elegancia de un noble —dijo ella, y sus palabras encerraban una pregunta.
Mustafá bajó la vista y habló en voz baja y quebrada.
—Nací siendo caballero, señora, pero el destino decidió otra cosa. Estaré agradecido a Dios hasta el fin de mis días por ello, puesto que de lo contrario jamás hubiera contemplado vuestra belleza.
La mirada de Beatriz adoptó una expresión de profunda compasión. ¡Cuánto dolor oculto en un discurso tan dulce! Se sintió un poco culpable: ella también lloraba la pérdida de su patria, pero vivía rodeada de lujos, la deseaban y procuraban conquistarla. ¡Qué le habían hecho a ese muchacho, en cambio!
—Me encantaría hablar contigo sobre la belleza de Castilla —le dijo en tono amable, y luego se dirigió a Hassan—: Te agradezco esta amable bienvenida en las palabras más bellas de mi lengua. Me agradaría que este muchacho me atendiera. ¿Cómo se llama?
Hassan sonrió, orgulloso de haber tenido una buena idea y encantado de la nueva y útil adquisición que Mustafá había demostrado ser.
—Lo llamamos Mustafá —dijo, haciendo una reverencia.
La mirada del muchacho se entristeció.
—¿Cómo te llamas, en realidad? —le preguntó Beatriz en castellano.
—León —respondió y, agradecido, sumergió la mirada dulce de sus ojos verdes en las profundidades de otros ojos, azules como el mar.