6

A partir de ese día, Mammar mandó llamar a Beatriz todos los días. Ella temía ir pero no bajaba la guardia: nunca más dejaría que el anciano se le acercara tanto como la primera vez.

Mammar puso en práctica todas las artes de la seducción aprendidas durante su larga vida. Rodeó a Beatriz de lujos; dispuso que la trasladaran a sus propios aposentos, sumamente confortables, y que le sirvieran platos especiados que, según decían, despertaban el deseo carnal. Cuando estaba en su presencia, le recitaba poemas de amor y mandaba interpretar melodías sentimentales al laúd, pero Beatriz no reaccionaba. No comprendía una sola palabra de los versos y las melodías era demasiado extrañas para conmoverla. Todos los días, Mammar le regalaba joyas nuevas y exquisitas e insistía en ponérselas. Beatriz las aceptaba, con la esperanza de que algún día le sirvieran para comprar su libertad. Ayesha le había dicho que, en teoría, eso era posible, aunque una muchacha rara vez aprovechaba la oportunidad. De todos modos, mientras Mammar continuara albergando esperanzas, aquello era una vana ilusión. Pero ¿quién sabía lo que le deparaba el futuro? Así que, de momento, Beatriz toleraba los diestros toqueteos de las manos del anciano cuando le rodeaba el cuello con un collar, al principio de mala gana pero después con un estremecimiento lascivo, y también cuando le rozaba la nuca y luego le recorría la espalda con movimientos juguetones. Mientras no tuviera que verlo, Mammar lograba engañarla y excitarla. Solo cuando le exploraba las caderas y le ponía los labios húmedos en la nuca, Beatriz recuperaba la compostura y rechazaba al hombre que, entretanto, enloquecía de excitación.

En una ocasión, se arrodilló ante ella con el fin de ajustarle una cadenita al tobillo, Beatriz apartó los ojos. No soportaba el aspecto del viejo obsceno arrodillado a sus pies, suplicando su amor y farfullando lo bella que era, pero tampoco lograba evitar el estímulo del roce ligero de los dedos en torno a sus pies, sus tobillos y su empeine, las leves caricias como plumas en las pantorrillas que le erizaban el vello. Estremecimientos diminutos que se prolongaban hasta la puerta del placer, acalorándola y humedeciéndola.

Beatriz estaba a punto de gemir cuando el anciano alzó la vista hacia ella y vio su piel reseca y los labios húmedos que se acercaban a sus muslos. Incapaz de soportarlo, gritó, alzó la pierna y lo apartó de un empellón.

—¿Cómo puedes hacerme esto? —clamó Mammar arrodillado ante ella, con una erección tan evidente que Beatriz se sonrojó—. ¿Acaso no sientes piedad? Me transportas hasta la antesala del cielo y luego vuelves a arrojarme al infierno —gimoteó el viejo, intentando aferrarle la pierna.

—¡No te transporto hasta la antesala, tú me arrastras hasta allí! —replicó con frialdad Beatriz, apartándose—. Fui y sigo siendo la prometida de Diego de Cientos. No me dejo comprar. ¡Ni por dinero ni por oro!

La muchacha aporreó las puertas de la habitación hasta llamar la atención del eunuco apostado al otro lado, que le lanzó una mirada de interrogación a su amo. Temblando y procurando recuperar el control, Mammar se había arrastrado hasta el diván.

—Llévatela... —jadeó—, llévatela y tráeme a Ámbar.

Con cada día que pasaba, Mammar se volvía más insistente y Beatriz estaba más irritada. ¿Por qué no abandonaba su empeño el anciano? ¿Acaso no comprendía que no podría dominarla? Entretanto, se mantenía en guardia ante cualquier roce y solo en el baño o en la cama se permitía sentir la excitación que el experto anciano sabía causarle. En sueños, quien la llevaba al éxtasis con toques suaves como plumas en la piel era Diego, a quien le ofrecía los muslos abiertos para que se los besara y el pubis para que la penetrara. ¿Era Diego? Beatriz trataba de suprimir la imagen de su secuestrador sarraceno de aquellas ensoñaciones, pero su recuerdo la hacía sonreír, se relajaba y su cuerpo ardía impulsado por el deseo de entregarse.

Mammar al Khadiz la observaba con la mirada ardiente y la verga hinchada, disfrutaba contemplando su figura desnuda en el baño y entre los cojines. Anhelaba la presencia de aquella muchacha y el juego amoroso en sus aposentos y su único deseo era provocar esa expresión de completo abandono y gozo en su semblante. Cuando la mandaba llamar a sus habitaciones, sin embargo, aparecía una criatura iracunda que lo rechazaba con una mirada de sus fríos ojos azules, hermosa bajo los velos, pero reacia a quitarse uno solo sin luchar. De vez en cuando lograba engañarla unos segundos, cierto, y conseguir que demostrara cierta excitación cuando ajustaba cinturones con incrustaciones de oro en torno a su delgada cintura o le prendía joyas en los cabellos. Todo el cuerpo de Beatriz clamaba que lo despertaran; solo su alma era fría y distante. Pero ¿de qué servía que durante un instante la viera ablandarse con sensualidad? Su miembro viril se erguía con un vigor que no experimentaba desde hacía tiempo, solo para volverse dolorosamente fláccido cuando ella lo rechazaba con furia sin igual. Beatriz le robaba las fuerzas y le impedía conciliar el sueño; hacía días que se sentía incapaz de acudir a palacio y cumplir con sus obligaciones, de recibir a socios y amigos o de urdir las intrigas políticas por las cuales era célebre. Mammar despertaba pensando en Beatriz y, por las noches, perdía el juicio murmurando su nombre entre los brazos de una experta odalisca cuyos esfuerzos por despertar su pasión encima lo dejaban exhausto o, con mayor frecuencia, tendido sobre el cuerpo tembloroso de la pequeña Ámbar, con el rostro enterrado en su cabello rubio rojizo.

Tras cuatro semanas de vivir en el harén de Mammar, algunas de las otras esclavas la invitaron a reunirse con ellas. Entretanto, había descubierto los preparativos necesarios para dicha circunstancia: ordenó a Susana que la vistiera con sus mejores ropas, a los eunucos que sirvieran bebidas y pastas, e invitó a las tres muchachas, que parecían inquietas y también llevaban un atuendo formal, a tomar asiento en los cojines de la sala de estar. Susana se sentó con ellas: haría de traductora, puesto que el dominio de la lengua árabe de Beatriz todavía era bastante escaso.

—Hemos acudido para hablar de... un asunto un tanto delicado —dijo Fátima, una odalisca de mediana edad, bonita e indudablemente experta en todas las artes del harén—. Se trata de ti y de tu amo.

—¿Os ha enviado él? —exclamó Beatriz fuera de sí—. ¡Es el colmo! Ese hombre es un individuo lamentable, incluso obliga a otras mujeres a hacer de alcahuetas.

Fátima negó con la cabeza.

—No es así, muchacha. Nadie nos ha enviado. Te ruego que nos escuches, porque las cosas no pueden seguir así. Beatriz... Un nombre bonito, por cierto, ¿significa algo? ¡Debes entregarte al amo, Beatriz! —exclamó Fátima con una mirada suplicante.

—¡No debo hacer nada! —Beatriz levantó la barbilla con un gesto orgulloso—. Vuestro Corán permite que me niegue. ¡No debo pertenecerle a nadie en contra de mi voluntad!

—Es verdad —dijo Fátima—, pero el Corán también nos obliga a ser misericordiosos. Y lo que tú haces, Beatriz... ¡Lo estás volviendo loco! Mammar ya no es dueño de sí mismo. Le has hecho perder el juicio y nosotras pagamos los platos rotos...

—¿Que vosotras pagáis los platos rotos? —preguntó Beatriz, frunciendo el ceño—. ¿Qué relación guarda este asunto con vosotras?

Fátima puso los ojos en blanco.

—¡No se te puede haber pasado por alto que el amo busca satisfacción con otra porque tú no dejas de rechazarlo!

—¿Y qué? —comentó Beatriz en tono burlón, encogiéndose de hombros—. Creía que para vosotras era un honor que os escogiera, puesto que cada vez tenéis la oportunidad de quedar embarazadas de vuestro ilustre amo y, por tanto, de ser ascendidas a esposas. Al menos, eso me contaron. Así que alegraos y dejadme en paz.

Fátima procuró tener paciencia.

—Es verdad que nos agrada complacer al amo. Nuestra meta principal consiste en satisfacerlo y si, después, Alá bendice ese vínculo con un hijo varón, nos sentimos generosamente compensadas. ¡Pero desde que Mammar solo tiene ojos para ti, ninguna de nosotras logra darle placer! La única que todavía es capaz de encender su ardor es Ámbar, esa niña que solo se aferra a la falda de su madre, llorando y dolorida. Ámbar es demasiado joven, la está destruyendo. Así que, si no estás dispuesta a renunciar a tu orgullo por compasión por nuestro amo, hazlo por la niña.

—¡Lo que vuelve a demostrar que he de sacrificar mi virginidad en el altar de un monstruo! —gritó Beatriz—. ¡Vuestro dignísimo amo no puede poseer su juguete, así que coge otro y lo rompe! ¿Acaso vuestro Corán lo permite? ¿Por qué Ámbar no se limita a rechazarlo también?

Darja, una de las otras muchachas, sacudió la cabeza.

—Ámbar era una esclava, una sirvienta. El amo la ascendió; ella no pudo defenderse. Por lo visto, tú no comprendes lo privilegiada que es tu situación en el harén: dispones de tus propios aposentos y baños, te cubren de lujos... El amo puede quitarte todo eso, Beatriz, cuando le venga en gana. Aún te sigue el juego, pero podrías acabar donde empezó Ámbar. ¿Acaso quieres acarrear agua y limpiar verduras? ¿Quieres dibujar guirnaldas de alheña en los pies de las odaliscas? Tu vida no sería nada fácil, pequeña castellana. Aún te envidian y te temen, pero muchos ya te aborrecen. Si el amo te repudia, ocuparás los rangos más inferiores del harén.

—¡No me dejaré extorsionar! ¡Si he de servir, serviré! ¡Si he de morir, moriré! Pero digáis lo que digáis, seguiré fiel a mí misma y a Diego. Haga lo que haga ese tratante de esclavas a quien llamáis vuestro amo —dijo Beatriz con tozudez, lanzando chispas por los ojos.

—Hay cosas peores que la muerte —dijo Darja en voz baja—. No te las deseo, Beatriz.

Hacía tiempo que Mammar al Khadiz había abandonado el intento de conquistar a Beatriz mediante exquisiteces y, actuando en consecuencia, ella se negó a dejarse seducir por los placeres del paladar.

—¡No celebro banquetes con un hombre que dice ser mi amo y señor! —dijo—. No soy un caballo al que alimentáis, ni un perrillo que se arroja a vuestros pies solo porque le lancéis un hueso. ¡No estoy en venta, señor!

La siguiente vez que condujeron a Beatriz a los aposentos de Mammar, había en la mesa una frasca de vino junto a dos copas resplandecientes.

—No puedo ni quiero permitir que regreses a Castilla, bella mía, pero hoy he hecho traer un poco de Castilla para ti. Deja que te sirva un poco del vino de tu tierra: contiene el sol de los viñedos de tu padre.

Mammar sonrió y llenó de vino dorado una de las copas. Beatriz no supo controlarse. Aunque en el harén servían los platos más exquisitos, los musulmanes creyentes tenían prohibido el consumo de alcohol. Aparte de un suave licor de dátiles, la única bebida embriagadora de la que podían disfrutar era un pesado brebaje a base de opio que los hacía perder los sentidos. En realidad, la prohibición de consumir alcohol se hacía extensiva a ambas cosas pero el islam hacía la vista gorda. Hasta entonces, Beatriz había rechazado ambas: temía el atontamiento del opio y encontraba el licor de dátiles asquerosamente dulzón. ¡Pero aquello era vino! Cerrar los ojos y volver a ver las tierras de su padre. Una breve huida. Beatriz cogió la copa y, tomando unos sorbos, con el oro líquido humedeciéndole el paladar, evocó los viñedos de Castilla.

—¿Quieres un poco más? —Mammar al Khadiz había vaciado su copa de un trago, feliz de haber encontrado finalmente algo que atemperara el rechazo de Beatriz.

Ella negó con la cabeza. Acababa de beber un sorbo y no quería embriagarse por nada del mundo, pero volvió a llevarse la copa a los labios. ¿Cuándo había sido la última vez que había disfrutado de una copa de vino? Antes de la partida de caza, mientras yantaba con Diego de Ciento; había compartido el plato con su amado y él le escanció vino de sus propios viñedos. «¡Tan dulce, amada mía, tan dorado! Pero no tan dulce como tus labios ni tan dorado como tus cabellos.»

El recuerdo la hizo suspirar y, en medio de su ensoñación, permitió que Mammar le rodeara los hombros, le acariciara la nuca y desprendiera el velo que le cubría la cara.

—Así te resultará más cómodo, querida, bebe otro trago: el vino te relajará —dijo el viejo visir, contemplando los rasgos distendidos de la joven y su ligera sonrisa. Hoy la poseería, hoy finalmente cedería... Impaciente, el sarraceno volvió a llenarle la copa. Alá lo perdonaría: el profeta Mahoma también había amado a las mujeres—. Háblame de tu tierra, hermosa mía —dijo, esforzándose por no perder la paciencia; no debía apresurarse, no debía obligarla ni asustarla.

Beatriz siguió bebiendo y se sumió en su ensoñación.

—Las tierras de mi padre limitan con las de mi amado. Los viñedos y los sembrados se extienden a lo largo de muchas millas. La vendimia lleva muchos días, pero después celebramos una fiesta a la que todos están invitados, los vendimiadores y los vecinos. Durante la fiesta bailamos juntos, pisamos la uva para extraer el zumo... río, corro, Diego me abraza...

A Mammar se le secó la garganta, bebió un trago apresurado y se acercó a Beatriz, le rodeó los hombros con el brazo, la abrazó tiernamente, se frotó contra su cuerpo, saboreando la carne firme de sus muslos y sus caderas redondeadas, le tanteó sus pechos.

—Cuando ambos nos pertenezcamos por completo, me entregaré a él durante la fiesta de la vendimia, madura y fértil; beberé su aliento, acogeré su semilla... Ambos nos abrazamos... soñamos...

Mammar le amasaba los pechos con movimientos seguros y firmes, pero suaves; al notar que sus pezones se endurecían se encendió su pasión y se apretujó contra Beatriz.

—Diego...

—¡Olvídalo de una vez! —exclamó el anciano, incapaz de contenerse. Quería formar parte del sueño de ella, pero tenía que arrancar ese nombre de su corazón—. Admite de una vez, amada mía, que él nunca te transportó a la cima del placer, la cima que ahora ya empiezas a alcanzar, aunque con renuencia. Tu cuerpo ansía amar, ¿por qué te niegas a abrirme el corazón? Tu corazón, tu puerto del amor... Pero si estás derramándote de ganas...

Beatriz despertó de su ensoñación. No. Quien la abrazaba no era Diego; ni siquiera el vino le permitía huir de la realidad. Apartó a Mammar de un empellón.

—¡Hagáis lo que hagáis, jamás os amaré! —gritó Beatriz, y se refugió en un rincón del lujoso aposento, procurando volver a cubrirse el rostro con el velo.

Le pareció increíble que escasas semanas antes se hubiera negado a llevarlo, puesto que era lo único que la protegía de la voracidad sensual de Mammar y también de su propio y traicionero cuerpo, tan propenso a excitarse.

Pero esa vez Mammar no abandonó. Las tres copas de vino lo habían confundido todavía más: ella lo había deseado, ¿por qué no seguía haciéndolo? Estaba jugando con él, ¡y no permitiría que siguiera jugando, por Alá! Se acercó a ella pesadamente.

—¡Oh, sí, querida, me amarás! Me perteneces, ¡en cuerpo y alma! Toda tu belleza, Beatriz, Beatriz...

Olvidadas todas sus artes amatorias, con torpeza, el anciano trató de abrazarla y besarla. Beatriz apartó la cara y Mammar le arrancó el velo. Entonces tuvo miedo. Él nunca se había portado de aquel modo. Volvía a acercarse. Olió su aliento a vino. El vino hacía soñar, pero, en exceso, convertía a algunos hombres en animales. Beatriz había oído hablar de ello y había observado cómo robaban besos a las muchachas descaradas durante la vendimia, entre risas. En cambio, Mammar no reía. Tenía el rostro encendido y estaba muy serio.

—¡Me perteneces, hermosa mía, solo a mí!

Beatriz procuró soltarse para rechazarlo, pero era más fuerte que ella; nunca hubiese sospechado que su cuerpo viejo y enclenque poseyera aún tanta fuerza. Mammar la sometió sin el menor esfuerzo. Le arrancó los velos de un rápido manotazo. La túnica de gasa apenas ocultaba nada. Al contemplarla, el anciano jadeó y la soltó durante un instante, pero volvió a aferrarla antes de que pudiera escapar. Le arrancó la túnica sin miramientos, le sujetó las manos y presionó los labios contra sus pechos desnudos.

Beatriz quiso gritar e intentó propinarle una patada, pero Mammar la arrojó sobre el lecho que ocupaba el centro de la habitación.

—¡Deja de resistirte! ¡Ámame, ámame! —bramó el anciano, besándola con violencia aún mayor. La sujetaba con las rodillas y los brazos mientras le recorría el cuerpo agitado con los labios.

Beatriz intentó resistirse, pero comprobó una vez más, avergonzada, que el cuerpo la traicionaba. Reaccionó a las caricias, notó que la entrepierna se le humedecía y que el desesperado corcoveo inicial daba paso a un deseo desenfrenado. Por fin dejó de luchar y se entregó al roce de sus labios y después al de sus manos acariciándole la piel, trazando pequeños círculos en torno a sus pezones, aproximándose a sus partes pudendas...

—Dejadme... —intentó gritar, pero se había quedado sin aliento. Luchó por no perder el control y le asestó un puntapié a su violador, que Mammar aprovechó para besar y tocar la cara interior de sus muslos. El contacto de sus manos podía ser tierno y delicado... pero fue duro como el acero cuando ella volvió a resistirse. Cuando por fin la penetró, Beatriz soltó un sollozo que expresaba todo su dolor por la vergüenza del sometimiento. Cuando el viejo trató de besarla, apartó la cara con violencia, pero participó en el salvaje torbellino de la cópula.

—¿Acaso ha sido tan horrible? —le preguntó Mammar con una sonrisa cautelosa cuando por fin ella se acurrucó en un rincón del lecho, exhausta y llorando quedamente.

El anciano la envolvió con la mirada de sus ojos incoloros, en la que se mezclaban el amor y el triunfo: la mirada del vencedor.

—Me parece que te ha gustado. ¿No podrías ahora amarme un poco? —le dijo, volviendo a sujetarle los muslos.

Beatriz lo apartó de un empellón, se incorporó y lo acribilló con una mirada llena de odio.

—¡Os detesto, Mammar al Khadiz! ¡Os aborrezco!

Mammar despertó con un tremendo dolor de cabeza que empeoró al recordar lo sucedido la noche anterior. ¿Qué había hecho? De acuerdo: beber vino era un pecado venial, pero, ¿cómo había podido perder el control hasta tal punto? ¿Cómo había podido someter a Beatriz mediante la violencia? A Beatriz, la única mujer cuyo amor había ansiado obtener con cada fibra de su ser... Ahora estaba sentada en el borde de la cama, procurando cubrir su desnudez con los jirones de gasa. Su acerada mirada azul, fría como el hielo, se le clavó en el corazón.

—Buenos días, señor —le espetó—. ¿Habéis disfrutado de los gozos nocturnos? ¿Queréis volver a poseerme? ¿O acaso preferís que me vistan para volver a disfrutar arrancándome los velos del cuerpo?

Mammar se frotó las sienes.

—Perdóname...

—Oh, no hay nada que perdonar. Solo tomasteis lo que os pertenece. Vino para saciar la sed, carne para saciar el hambre. Espero que estéis satisfecho, señor.

—Beatriz, no quise...

—¡Claro que queríais! —Beatriz soltó un bufido—. Y no os disculpéis: a una puta no se le piden disculpas, por no hablar de a una esclava.

—Beatriz...

El sarraceno se le acercó esperando que retrocediera, pero ella permaneció inmóvil y fría como el mármol, y dejó que le acariciara la mejilla con dedos temblorosos.

—¡Te amo, Beatriz!

—Amadme o detestadme, me da igual. Podéis poseer mi cuerpo, puesto que es evidente que no puedo impedirlo, pero nunca poseeréis mi alma. Mi alma estará muy lejos de aquí. Así que empecemos de una vez, ¿de acuerdo? —Dejó caer los jirones de su vestido y se tendió en la cama con los brazos estirados a ambos lados y los ojos cerrados.

Mammar al Khadiz contempló su cuerpo perfecto, su piel blanca como la leche, los hombros redondeados, los pechos turgentes, los firmes muslos... y la Tierra de Promisión entre sus piernas. Podía poseerla; ella no se resistiría, pues por fin había alcanzado la meta. Aguardó a que su miembro reaccionara, pero experimentó únicamente un vago pesar. El carácter indómito de Beatriz, su fuerza... La noche anterior había aniquilado todo lo que amaba en ella, y entonces soltó un quejido.

—¿Qué ocurre, mi señor? —le preguntó Beatriz, mordaz—. ¿Es que no queréis o es que no podéis? ¿Acaso anoche fue demasiado para vos?

Mammar se apartó.

—Puedes irte —dijo en voz baja—. Jamás volveré a tocarte.

Cuando abandonó la habitación con la cabeza erguida, Beatriz creyó oír un sollozo. Puede que hubiese perdido su virginidad, pero no su honor.

Y en efecto, Mammar al Khadiz nunca más la volvió a llamar, como tampoco a la pequeña Ámbar. Tras la noche pasada junto a Beatriz estuvo semanas dedicado a la abstinencia, el arrepentimiento y el ayuno. La servidumbre murmuraba que casi nunca abandonaba sus aposentos. Más adelante, de vez en cuando, mandaba llamar a mujeres experimentadas como Fátima o Darja. Beatriz no averiguó si lograron excitarlo; las odaliscas mayores no cotilleaban sino que practicaban la discreción.

A la propia Beatriz, la noche pasada con Mammar le proporcionó las inesperadas simpatías de las otras muchachas del harén. Ya no la consideraban una marginada sino un miembro plenamente válido de la comunidad de mujeres, convencidas de que las palabras de Fátima y de Darja la habían hecho reflexionar y de que se había entregado a Mammar compadecida de la pequeña Ámbar, claro. Encogiéndose de hombros, aceptaron el hecho de que solo había sido capaz de fascinar a su amo una única noche: muchas de las muchachas que llegaban al harén de Mammar sin una gran experiencia en las artes amatorias compartían su lecho una única noche. Era el destino de numerosas vírgenes que formaban parte del harén de los hombres ya mayores, algo que no llamaba la atención de nadie.

Las muchachas dedicaban todo el día a idear entretenimientos que las ayudaran a ocupar las interminables horas que pasaban en los aposentos de las mujeres. Las odaliscas no debían realizar ninguna tarea: las doncellas y los eunucos se apresuraban a satisfacer todos sus deseos. Por tanto, dedicaban muchas horas a los cuidados de belleza intentando no pensar que su amo jamás reconocería aquellos esfuerzos. La comida también ocupaba un lugar destacado en la rutina diaria. Servían exquisiteces en casi todas partes, y Beatriz empezó a notar que la redondez de su cuerpo aumentaba y, con pena, comprobó que la fina cintura se le ensanchaba. En el harén, sin embargo, cierta corpulencia era considerada deseable. Las otras muchachas le tomaban el pelo y la instaban a comer más pastas.

Por otra parte, las odaliscas podían dedicarse a la lectura o la música. Muchas eran excelentes intérpretes de laúd o guitarra; algunas tenían una voz bonita, y Beatriz comprobó que también ellas recibían formación: Fátima, una alumna de la legendaria Khalida, les enseñaba a dominar la voz y a respirar correctamente. Otras mujeres eran buenas bailarinas y transmitían su saber a las demás. Cuando practicaban la danza del vientre, solían estallar en carcajadas. Entre risitas, Darja le contó a Beatriz que los movimientos rápidos y circulares del vientre también resultaban útiles para ayudar a viejos señores casi impotentes a introducir su lanza en el cuerpo de una muchacha. La imagen le pareció repugnante a Beatriz, pero se sintió muy orgullosa de haber comprendido la explicación de Darja.

Durante esas semanas, hizo grandes progresos en el dominio del árabe, lo cual no fue ningún milagro, dado que disponía de docenas de maestras simpáticas y pacientes que se esforzaban por comprenderla y ser comprendidas por ella. En el harén nadie se impacientaba, nadie tenía prisa: si algo sobraba era tiempo.

Entretanto, incluso Soraya, la primera esposa de Al Khadiz, parecía haber aceptado ya la presencia de Beatriz en el harén. Cuando ambas se encontraban por casualidad en los baños, se saludaban con cierta frialdad, y Beatriz empezaba a lamentar los airados y descorteses comentarios que le había hecho a la mujer de más edad. Empezaba a comprender la manera de pensar y de actuar de las mujeres del harén y a ver que su propia conducta había sido muy estúpida. En realidad le hubiera gustado pedir disculpas a Soraya, pero no se atrevía a rogarle un encuentro, así que procuraba hacer pequeños gestos. Por ejemplo, mandaba preparar platos y dulces castellanos y se los enviaba a Soraya para que los probara. La cocinera no tenía inconveniente en cumplir los deseos de Beatriz, porque le estaba muy agradecida por el ascenso de su hija al rango de odalisca, aunque era evidente que Ámbar no opinaba lo mismo. Era la única que trataba a Beatriz con manifiesta antipatía y esta prefería esquivarla, aunque no siempre resultaba posible y, además, no quería demostrar debilidad ante la muchacha. Precisamente por este motivo, un día, tres meses después de la noche pasada con Mammar, se metió en el estanque de agua fría y saludó a Ámbar, que en ese momento se dedicaba a nadar.

Admiraba la esbelta figura de la muchacha que, pese a todas las exquisiteces que consumía en las comidas, seguía estando delgada. Al parecer, Ámbar notó la mirada que la otra lanzó a su cintura y se la devolvió con descaro y una sonrisa impertinente.

—La vida en el harén te sienta bien. Tu vientre se hincha. Pronto tendrás la talla adecuada para brillar durante la danza del vientre.

Avergonzada, Beatriz bajó la vista. La muchacha tenía razón. No solo su cintura se había ensanchado sino todo su cuerpo. Se dio cuenta entonces de que se había convertido en el blanco de las miradas de todas y, cuando Fátima se la quedó mirando, se sonrojó y, abochornada, se marchó a un estanque más pequeño.

Poco después vio que Fátima hablaba con Susana; ambas le lanzaban miradas evaluativas y Beatriz consideró pedirles explicaciones. Después, sin embargo, Susana sacó el tema con cautela.

—No quisiera ser indiscreta, ama, pero ¿recordáis cuándo sangrasteis por última vez? Durante el mes pasado no encontré prendas manchadas entre las vuestras.

Beatriz reflexionó. Nunca le había prestado demasiada atención a la hemorragia mensual, pero cayó en la cuenta de que llevaba semanas sin tenerla.

—Un pequeño desarreglo —le dijo a Susana—. Seguro que a causa del ajetreo y la inquietud de las últimas semanas.

—Conocéis el posible significado de la falta de hemorragia mensual, ¿verdad, ama? —Susana se mordió los labios—. Ya no sois virgen...

El rubor cubrió el rostro de Beatriz.

—Fue una sola vez, Susana...

La doncella se encogió de hombros.

—A veces la primera flecha da en el blanco. ¿Habéis vuelto a sangrar tras la noche pasada con el amo?

Beatriz procuró recordar, presa de la desesperación, luchando contra el pánico que la invadía. ¡No podía ser! ¡No podía ser que el viejo la hubiera preñado! Si daba a luz a un niño jamás saldría del harén; sintió náuseas y recordó que en los últimos días había vomitado varias veces. No le había dado importancia, atribuyéndolo al ejercicio de la danza o a los platos demasiado grasos. Pero...

—¡Dios mío, Susana! ¡Eso no puede suceder! ¿Qué puedo hacer? ¡No quiero tener un hijo! No uno de ese viejo lascivo. —Beatriz se retorció las manos.

La sirvienta sonrió y le rodeó el hombro con el brazo, intentando consolarla.

—No os harán preguntas. Si de verdad hay una vida creciendo en vuestro seno, debéis darle la bienvenida. Empezad por tranquilizaros. ¡Pronto comprenderéis que sois afortunada! Estáis embarazada, Beatriz. Os espera un futuro brillante. ¿Sabéis que hasta ahora nuestro amo Mammar tiene un único hijo? Ya es adulto. Sirve en la corte y es el hijo de Soraya. Fue engendrado durante la primera época de su matrimonio. ¡Desde entonces, Al Khadiz no ha logrado dejar embarazada a ninguna de sus concubinas! ¿Tenéis idea de lo que significa si ahora le dais otro hijo? ¡Incluso si se tratara de una hija lo haría todo por vos!

Beatriz no parecía considerar aquello algo deseable.

—En realidad, me alegro mucho de que por fin haya dejado de prestarme atención —dijo con amargura—. ¿Se supone que ahora volverá a empezar? ¡La idea de un pequeño bastardo creciendo en mi seno me resulta insoportable! —Se golpeó el vientre con el puño.

Susana le sujetó el brazo.

—No será un bastardo. Al Khadiz se alegrará de nombrarlo su heredero. Sin embargo, debéis aguardar, ama. Quizá mañana volváis a sangrar. Dejemos transcurrir unas semanas antes de contárselo al amo y a Soraya.

Beatriz se cubrió la cara con las manos. Y, encima, eso. Soraya tendría que enterarse. Seguro que la idea de que su amo tuviera otro hijo no despertaría su entusiasmo, independientemente de la opinión del propio Mammar.