15

MOHAMED y Mammar al Khadiz estaban en las mazmorras aguardando el juicio. Amir no quería limitarse a hacerlos decapitar, quería llevarlos públicamente ante el cadí.

Mammar al Khadiz no se enteraba de gran cosa: estaba afiebrado y parecía más muerto que vivo, aunque el médico opinaba que sobreviviría: el muñón del brazo estaba cicatrizando y creía que el antiguo visir sería capaz de ir por su propio pie hasta el patíbulo.

Amir nombró nuevo visir a un erudito comerciante judío, Tibbon al Taíf, que no sentía interés por el poder y cuya fe impedía que aspirara a convertirse en emir. Además nombró comandante supremo del ejército a Hammad, un puesto que hasta entonces había ocupado el propio emir. De este modo, ya no se vería obligado a abandonar la Alhambra cuando hubiera problemas en la frontera y reduciría el peligro de una nueva revuelta.

Tales asuntos mantenían ocupado a Amir todo el día y le impedían pensar en Beatriz y aún menos en Zarah. Por las noches, no obstante, Zarah iba y venía del harén a sus aposentos privados, daba igual cuántos hombres apostara Alí, el nuevo jefe de los eunucos, ante la puerta.

Eso disgustaba a Amir, pero no podía castigar a Alí, porque se suponía que la presencia de Zarah le resultaba placentera. La hija de los Abencerrajes convertía sus noches en sueños abrasadores y lo untaba con misteriosas esencias bajo cuya influencia lo conducía hasta los rincones más oscuros del alma, provocándole el goce con las fantasías más negras y haciendo estallar su consciencia en un torbellino de lava candente y sangre.

Una y otra vez le prometía lealtad eterna, se embriagaba describiendo los castigos más sangrientos a los que él, Amir, debía someter a su hermano y a Mammar. El joven sentía horror de sí mismo cuando la escuchaba y se dejaba excitar por las descripciones. Daba gracias a Alá por no tener nada que ver con la elección del castigo: eso estaba en manos del cadí. Él solo tendría que presenciar la ejecución y, afortunadamente, no en compañía de su esposa, como acostumbraban hacer los cristianos. Zarah no lograría enardecer su ánimo con su presencia. En aquellos días Amir volvía a tener un aspecto agotado y martirizado.

Su amigo Hammad lo observaba con preocupación. Zarah no le hacía ningún bien a Amir, pero la vida amorosa del emir no era en absoluto de su incumbencia, desde luego. El propio Hammad estaba muy contento porque el nuevo puesto incluía una pomposa residencia oficial y Amir le había prometido regalarle la casa del antiguo visir. De momento, aún vivían en ella los criados y las mujeres de Mammar, pero tras su ejecución los desalojarían y los objetos de valor serían vendidos para compensar los daños causados por Al Khadiz. Al nuevo visir no le interesaba la mansión: Al Taíf era propietario de una magnífica casa en el barrio judío.

El nuevo comandante del ejército también estaba de buen humor gracias a la presencia de Ayesha en su vida. Le enviaba cartas al harén abiertamente, y el emir lo consentía; seguro que estaría conforme con el traslado de Ayesha al harén de Hammad. Sin embargo, todavía tenía que negociar las circunstancias precisas.

—¡Si Hammad de verdad quiere casarse conmigo, compraré mi libertad de inmediato! —declaró Ayesha, orgullosa—. Entonces casi será como si hubiera tomado a una muchacha de buena familia como esposa, no a una esclava.

Beatriz solo la escuchaba a medias. Desde el regreso de Amir estaba ensimismada y pálida, y aún más desde que había descubierto que Amir pasaba todas las noches en los aposentos de Zarah o la mandaba llamar a los suyos. Todo el harén cotilleaba sobre el renovado amor entre el emir y su esposa, y los únicos que callaban eran Mustafá, Blodwen y las otras víctimas de Zarah, pues su martirio no había acabado, al contrario: cuando Amir no ocupaba el lecho de Zarah, esta celebraba orgías todavía más horripilantes y sangrientas que antes.

—Es como si con nosotros pagara las humillaciones a las que él la somete —se lamentó Mustafá.

El evidente dolor del joven eunuco interrumpió el letargo de Beatriz. Le dijo que se tendiera y le mostrara la espalda: tenía la piel ensangrentada por los latigazos. Beatriz le aplicó un ungüento y le dio el tarro; su sentido del tacto evitó que le preguntara qué otras partes del cuerpo tenía afectadas, aunque los andares pesados y de piernas abiertas del joven se lo revelaron.

—Pero el emir no exige el sometimiento de sus mujeres —dijo Beatriz, procurando defender a Amir y, al recodar sus caricias cariñosas y su admiración y consideración por la mujer que estrechaba entre sus brazos, se le rompió el corazón.

—Zarah debe de sentirse herida en su orgullo cuando se tiende sobre ella o le exige una palabra afectuosa, o cuando debe dirigirse a él llamándolo mi señor o mi amado. Pues eso nos exige a nosotros: adoración, juramentos de amor... y luego nos castiga o nos obliga a castigarnos los unos a los otros. Es el infierno... o tal vez sea magia. Absorbe nuestra fuerza con el fin de dominar al emir —dijo Mustafá y, cuando quiso incorporarse, soltó un quejido.

—Lamento no haber podido hacer nada por vosotros —dijo Beatriz en voz baja—. Lo intenté, de verdad, pero se interpuso la guerra, y ahora... todo es diferente.

Mustafá observó sus lágrimas impotente. Le hubiera gustado abrazarla, pero no se atrevió; demostrarle sus sentimientos hubiera sido escandaloso. Estaba seguro de que sentiría rechazo por él, quizá se ofendería y puede que lo detestara. Él ya no era un hombre capaz de ofrecerle su amor. No podía y no debía cortejarla, nunca podría hacerla feliz. Sin embargo, la amaba con cada fibra de su ser y pasaba horas soñando con ella. En sus fantasías ya no era Mustafá el eunuco, sino León el caballero, el gran español que debería haber sido. Se imaginaba batiéndose en duelo por ella, soñaba que ella le tendía un pañuelo que él sujetaba a la punta de su lanza para identificarla como su dama. Una vez ganado el torneo, pedía su mano como única recompensa, y entonces... Pero no: entonces se interponía la imagen del curandero que antaño había acabado con su virilidad.

Al menos Mustafá podía ser el amigo y el hombre de confianza de Beatriz. Estaba para ello en una posición mucho mejor que Ayesha y Susana, que no comprendían su desesperación ni su actitud frente a Amir. También habían violado a Susana tras raptarla, pero ella abogaba por olvidarlo todo lo antes posible. A Ayesha le habían robado las ilusiones acerca del amor siendo niña y acusaba a Beatriz de montar un drama: mucho ruido y pocas nueces, en su opinión.

—Por Alá, Beatriz, ¿qué habría ocurrido si tu Amir no se hubiera interpuesto? ¿Si lo hubieran matado y Mammar siguiera siendo el visir? Te habría obligado a compartir su lecho todas las noches y te habría deshonrado hasta hartarse. ¡Y habrías sobrevivido a ello, créeme! Todos los días, miles de mujeres sobreviven a ello en todos los países de la Tierra. ¡Si ahora te lo puedes ahorrar, deberías besarle los pies al emir! Pero ¿qué haces tú? Lo rechazas y lo ofendes y lo lanzas a los brazos de Zarah, esa bruja. ¡No te comprendo, Beatriz!

Beatriz tampoco se comprendía, pero algo se había quebrado en ella: su confianza en el amor estaba destruida. No lograba escapar de las imágenes que surgían en su cabeza. Ni siquiera lograba satisfacerse cuando se acariciaba la caracola para que floreciera la flor de la voluptuosidad: antes de conseguir relajarse y entregarse al mar del deseo se le aparecía la imagen de Mammar, la crispada imagen de una bestia a quien nadie podía amar.

Y, encima, que Amir pasara todas las noches entre las garras de Zarah le impedía conciliar el sueño; a duras penas lograba soportar su mirada triunfal cuando se la encontraba en los baños o en los pasillos del harén. Zarah parecía buscar esos encuentros y, cuando la mirada de sus ojos oscuros se clavaba en el cuerpo de Beatriz, comprendía los temores de León y de Blodwen. Era como si Zarah saboreara la fuerza vital de sus víctimas y se saciara con ella. Beatriz temía por Amir. ¿Lo convertiría Zarah en un monstruo como Mammar? ¿Realmente la poseía con tanta brutalidad que al día siguiente ella pagaba su repugnancia con León?

Sus temores aumentaron cuando, unos días después, la noticia sobre la sentencia de los golpistas circuló por el harén. El cadí había decidido que primero les cortarían los brazos y las piernas a Mohamed y Mammar al Khadiz, y después los decapitarían; Beatriz lo consideraba una sentencia innecesariamente cruel. Hasta ese momento había creído que la amenaza tantas veces proferida de descuartizar a alguien era una exageración. ¡Aquello era espantoso! Confió en que el emir anulara la sentencia o, al menos, la redujera, pero Amir la aceptó sin rechistar y fijó el día en que se cumpliría. Los temores de Beatriz se materializaban: Amir, su cariñoso amante, se embrutecía.

—¡Tonterías! —dijo Susana cuando le contó sus cuitas—. Es el emir. Debe hacer cumplir las sentencias por crueles que sean; de lo contario, no lo tomarían en serio. Y no creas que en Castilla los traidores reciben un trato más misericorde: que te torturen con tenazas candentes y después te quemen vivo tampoco es un placer.

Beatriz lo comprendía, pero en el fondo de su corazón no opinaba lo mismo. El poder del emir también podía manifestarse ejerciendo la misericordia. Claro que los traidores debían morir, pero ¿de esa manera?

Entonces, un par de días antes de la ejecución, Mustafá le anunció una extraña visita.

—¿Todavía te acuerdas de mí, sayida? —preguntó la mujer vestida de negro y envuelta en velos en voz baja pero sonora.

Beatriz no la había reconocido, pero la mujer siguió hablando.

—Soy Soraya al Khadiz, la esposa de... del traidor Mammar al Khadiz.

Beatriz asintió con la cabeza; recordaba muy bien la conducta de Soraya cuando estaba embarazada de Álvaro.

—¿Y bien? ¿Qué os trae por aquí? —le preguntó con voz dura.

—¿Qué modales son esos, Beatriz? —la riñó Susana. Había conducido respetuosamente a la mujer, que a fin de cuentas era su anterior ama, hasta sus aposentos—. ¿Es que no invitaréis a la sayida a tomar asiento, quitarse los velos y tomar un refresco?

Beatriz indicó a Soraya que se sentara en el diván con gesto cansino.

—Tomad asiento, si lo deseáis.

Soraya permaneció de pie.

—No es necesario que me ofrezcas asiento, señora. Más bien debería arrodillarme ante ti.

Beatriz se encogió de hombros.

—Pues entonces hacedlo. La alfombra también es muy cómoda.

Susana se quedó boquiabierta.

—¿No te ibas a encargar de traer refrescos? —le espetó Beatriz—. ¡Entonces lárgate y no vuelvas hasta que hayas ido a China, por té!

Soraya se dispuso a arrojarse a sus pies, pero en el último momento cambió de parecer.

—¿Cómo puedes demostrar semejante frialdad? —preguntó con desesperación.

—¿Acaso alguna vez hemos sido amigas? —preguntó Beatriz—. Solo os conozco como uno de los cancerberos del harén de vuestro esposo, en el que entré como esclava y que abandoné también como esclava. ¿Es que os debo algo?

Soraya negó con la cabeza; luego se quitó el chador y reveló un rostro pálido y demacrado y unos ojos enrojecidos por las lágrimas tras una delicada melfa gris, un último velo que no se quitó.

—No, no me debes nada, ni siquiera cortesía. Pero, sin embargo, te suplico misericordia. También me arrojaría a los pies del emir, pero ni siquiera quiere escucharme, y Zarah, su primera esposa, de quien dicen que ejerce una gran influencia sobre él, solo se burló de mí.

Las lágrimas volvieron a humedecer los ojos aún bonitos de Soraya. Era la primera vez que Beatriz la veía sin maquillar: vieja y agotada, su antigua belleza aún resultaba evidente. Cuando Mammar la tomó como esposa debía haber sido una muchacha encantadora.

—Bien ¿qué queréis? —le preguntó Beatriz—. ¿Os desagrada tener que abandonar vuestra bonita casa y refugiaros en el harén de unos familiares? No puedo hacer nada para evitarlo y, según he oído, todavía habéis tenido mucha suerte, porque también podrían haberos esclavizado y enviado a otro país. Solo estáis en libertad gracias a la lealtad de vuestro hijo y, si en el futuro os dedicáis a tiranizar a las esclavas de vuestro marido o de vuestro hijo o si los baños de vuestro harén están revestidos de azulejos azules o verdes, en lo esencial no perderéis nada.

—¡Oh, sí! ¡Ya lo creo que perderé algo, bestia sin corazón! —gritó Soraya, tan furibunda que Beatriz dio un respingo. La propia Soraya también estaba asustada. Agachó la cabeza y se arrodilló ante la muchacha—. ¡Perdóname, perdóname, por favor! ¿Cómo he podido perder así los estribos? Ahora todo ha terminado. Ahora tú jamás...

—¿Qué es lo que yo jamás? —preguntó enfadada Beatriz—. Decidlo de una vez, vuestras ofensas no me afectan. Puede que no tenga corazón: pero, en tal caso, fue vuestro esposo quien me lo quitó. Fueron vuestro esposo y el emir, que mató a mi amado y me esclavizó.

Soraya mantenía la cabeza gacha.

—Mi esposo carga con una gran culpa y he sido injusta al achacártela a ti. Tú no quisiste que se enamorara de ti perdidamente. Estaba como loco, y yo también. Tal vez todos cometimos errores. Sin embargo, sigue siendo mi esposo y por eso te lo ruego, sayida: quítame la vida, quítame todo cuanto poseo, córtame la mano a mí también y enviadnos a ambos a la calle como mendigos. ¡Pero haz que mi esposo siga con vida!

Beatriz vio a una mujer anciana arrodillada ante ella, pero también vio otra imagen: la de una joven bellísima, ricamente adornada con los siete velos de una novia a la que conducían por las calles de Granada montada en una preciosa mula. La Soraya de aquel entonces todavía no había visto a su Mammar, pero cuando le fue presentado vio a un joven delgado de cabello y ojos claros en los que se reflejaba el color de sus velos. El destino la había obsequiado con un hombre joven de cuerpo firme y manos suaves pero diestras; no un guerrero, más bien un erudito, pero eso no tenía importancia. Durante la primera noche compartida, él le recitó los versos de los grandes poetas y conquistó su corazón por siempre jamás, daba igual lo que sucediera más adelante.

—¡Vos lo amáis! —exclamó Beatriz—. Nunca suplicaríais por él con tanto fervor si no amarais a ese hombre. ¿Cómo, Soraya? ¿Cómo pudisteis entregarle vuestro corazón tan completamente a un hombre que os encerró en el harén, un hombre al que tenéis que compartir con otras cien mujeres y que de viejo se convirtió en un pelele a causa de una muchacha a la que dobláis la edad?

Una leve sonrisa iluminó el rostro de Soraya.

—¿Acaso el amor no es siempre una atadura? —preguntó en voz baja—. Mírate: incluso ahora te sigue atando a un muerto e impide que encuentres la felicidad en los brazos de un hombre que quiso poner su reino a tus pies. Porque hay algo de lo cual no cabe duda, mi bella Beatriz: ¡esta guerra estalló por ti! El emir sabía el riesgo que corría cuando ofendió a su visir y a la familia de su primera esposa. Mi marido jamás se habría rebelado contra su soberano si Amir no le hubiese robado a su amor.

—¡Vos misma lo decís! —gritó Beatriz, tratando de ignorar las otras palabras de la anciana. ¿Un trono robado por ella? ¿Habría podido Amir realmente evitar la rebelión renunciando a ella?—. Vuestro esposo estaba dispuesto a engañaros conmigo. Sí, lo hizo; me violó y engendró a un hijo en mí. Y ahora debéis renunciar a vuestros bienes por culpa suya y abandonar vuestra casa: motivos suficientes para detestarlo. ¡Y no obstante lo defendéis!

Soraya aferró sus velos y bajó la mirada, pero Beatriz vio las lágrimas que se derramaban por sus mejillas tras el fino velo.

—¿Acaso los hombres de tu tierra siempre son fieles? ¿Las mujeres pueden mantenerlos a su lado, incluso cuando envejecen, como yo? Aquí conocemos a las otras... y sabemos si solo le entregan su cuerpo o si también anhelan apoderarse de su corazón. Para las cristianas, la amante siempre es un fantasma aterrador que acecha en la oscuridad. Sí, amo a mi marido, Beatriz. Fue débil, pero no es el monstruo en el que tú lo conviertes. ¡Y te suplico por su vida!

Soraya la miró a los ojos, y Beatriz creyó ver reflejada en ellos la vida junto a su esposo. Al joven Mammar, que la poseyó y contempló orgulloso la sangre en la sábana. Orgulloso, no avergonzado como en aquella ocasión, cuando le quitó su inocencia a Beatriz. Vislumbró una alegría sincera en su rostro, que en aquel entonces aún era suave y sincero, cuando Soraya le dijo que estaba embarazada. Creyó oír su risa cuando ella lo mimaba sirviéndole las mayores exquisiteces y él la trataba con mucha dulzura, como si de lo contrario pudiera hacerle daño al niño. La expresión de felicidad de Mammar cuando vio al pequeño Alí se combinó con el recuerdo de Soraya en el momento en que depositaron al pequeño Ahmed en sus brazos. Beatriz recordó el respeto con el que Susana había hablado de su amo y la emoción de Ayesha cuando supo que podría tocar el laúd en presencia del visir. «Un auténtico amante del arte, que también sabe tocar el laúd.»

Todo aquello se interpuso entre las últimas imágenes del monstruo babeante inclinado encima del delicado cuerpo de Beatriz. No, no era una bestia. Era un anciano débil y deslumbrado, más merecedor de compasión que de odio.

Beatriz se deshizo de un peso inmenso. Para Soraya, Mammar no era un monstruo. Amir jamás lo sería para Beatriz. Todos los seres humanos tenían su lado malo, y algún poder superior, llámese Dios o Alá, había creado el amor para ayudar al bien a alcanzar la victoria.

Se mordió los labios.

—¿Pero qué puedo hacer, Soraya? No tengo poder sobre el emir y sus decisiones.

Soraya soltó una amarga carcajada.

—¡Si vences tu orgullo, si osas vivir tu amor, tendrás todo el poder del mundo! Una palabra tuya y el emir le perdonará la vida a mi marido. Bastará con una insinuación y pondrá fin al régimen de terror que Zarah ejerce en vuestro harén. ¡Oh, sí, Beatriz! También en los aposentos de otras mujeres hablan de sus artes tenebrosas, quizás incluso más abiertamente que aquí. ¡Presta oídos a tu corazón, Beatriz! Es tu destino. A veces los caminos de Alá son sinuosos, pero él sabe dónde nos conduce.

Beatriz inspiró profundamente.

—Os lo agradezco, Soraya al Khadiz. No sé si puedo ayudaros, pero lo intentaré. —Dio unas palmadas y uno de los eunucos acompañó a Soraya fuera de la habitación.

Beatriz tardó unos minutos en armarse del valor necesario y llamó a Mustafá.

—Por favor, amigo mío, ve a los aposentos del emir y dile que su sol de las mañanas desea verlo.

Beatriz había contado con que Amir fuera a visitarla, pero la recibió en sus aposentos. Ignoraba si con ello pretendía humillarla o si solo intentaba evitar que Zarah descubriera que ambos se encontraban. Un intento inútil, desde luego: en cuanto Soraya abandonó el harén, empezó el cotilleo.

La joven temía el encuentro, pero cuando Mustafá la condujo hasta el dormitorio del emir, este se disponía a esparcir pétalos de rosa en la cama, todos ellos amarillos, rosa pálido o blancos. No había pétalos rojos.

—Hace demasiado frío para recibirte en el jardín, amada mía, pero no he querido que las flores se priven del sol de la mañana. —Se le acercó y le cogió las manos, le besó los zarcillos dibujados con alheña, depositó besitos tiernos y dulces en sus dedos y le acarició con los labios las durezas que le producían las interpretaciones con el laúd—. Tienes que volver a tocar para mí, mi sol. Disfrutaba mucho con tus canciones. ¿Cómo acababa esa balada que cantabas? —Le besó la palma de la mano.

A Beatriz se le aceleró la respiración, pero recuperó el control y le narró la historia del paje Reynaldo.

—El rey lo persiguió, porque el rapto de su hija se pagaba con la muerte, pero al ver el amor que brillaba en la mirada de la infanta los dejó partir y les hizo abundantes regalos.

—Una bonita historia, una victoria del amor. Mi más profundo anhelo es que hoy también nosotros podamos alcanzar las orillas del placer sin ser molestados.

Amir le apartó el velo de la cara y la besó, en esta ocasión con más pasión y exigencia. ¡Había estado esperando tanto tiempo! La felicidad lo embargó al notar que ella le devolvía el beso sin la menor reserva.

—¡Quiero verte, mi sol! —susurró. Le quitó la túnica con dedos diestros y le deslizó los pantalones a lo largo de las piernas larguísimas. Jadeando y con expresión encantada, disfrutó de su desnudez.

—Yo también deseo veros, amado mío... —Le temblaban los dedos y, con cierta torpeza, le quitó la ropa al emir.

Cuando lo tuvo de pie, desnudo, apuesto y viril ante ella, se le acercó, lo abrazó estrechamente y apoyó el rostro contra su pecho: su piel olía a almizcle y rosas oscuras.

—Beatriz...

Amir quiso seguir estrechándola entre sus brazos, pero ella se soltó. Aquel olor... era el mismo aroma, casi imperceptible, que emanaba del cuerpo de Mustafá cuando le había curado las heridas.

—No..., no quiero resistirme. Es solo que percibo el aroma de Zarah en vuestro cuerpo. No puedo...

—Estás celosa —dijo Amir, sonriendo—. Y debo confesarlo: sucumbí a la noche porque el sol me rechazó. Perdóname. ¿Qué opinas? ¿Hemos de lavar el pecado? —Sin avergonzarse de su desnudez, Amir la cogió de la mano—. Ahora somos como Adán y Eva en el paraíso —dijo, riendo, al tiempo que la llevaba por el jardín florido hasta sus baños privados.

Beatriz tiritaba de frío y estaba un poco avergonzada, pero luego se reprendió a sí misma: los únicos testigos de su desnudez eran la luna y Amir, su hombre.

Él fue el primero en sumergirse en el agua tibia del estanque alicatado; Beatriz lo siguió con la misma actitud que las muchachas que de costumbre se ocupaban de su comodidad. Escogió un jabón que olía a pera y canela. No quería ninguno que oliera a flores ni a almizcle... Se metió en el agua después de él, lo apoyó en su regazo y comenzó a enjabonarle la piel con el fin de eliminar el olor de la otra para siempre. Amir se notó la cabeza más ligera a medida que los aromas especiados y otoñales se disolvían en el agua y abandonaban su cuerpo.

—¿Puedes darme un beso ahora? —preguntó.

Beatriz pasó las manos por debajo de sus axilas, le enjabonó el pecho, las deslizó más abajo, se topó con su erección y la masajeó con los fuertes dedos de una intérprete de laúd.

Amir arqueó el cuerpo y ella le besó los hombros. Él se volvió y quiso abrazarla.

—¡Aquí no, me ahogaré! —protestó ella, riendo—. Además, aún no merecéis desahogaros. ¿Olvidáis que querías lavar el pecado? Para ello el agua de rosas es inútil.

—Supongo que no pensarás sumergirme en agua hirviendo como si fuera una langosta, ¿verdad? —se mofó él, burlón.

—Os lo mereceríais —dijo ella, frunciendo el ceño—, pero me han dicho que encontrarse entre los brazos de la señora Zarah equivale a arder en el infierno, así que será mejor que te refresque. ¡Meteos en el agua helada, amor mío!

Riendo a carcajadas, Amir suplicó clemencia, pero ella lo empujó hacia el estanque de agua fría que en realidad estaba destinado a refrescar el cuerpo tras un baño turco. Pero Amir no se rindió sin luchar. Por fin ambos cayeron dentro del estanque helado, resollando. Beatriz, con una sonrisa burlona, se fijó en que su erección desaparecía.

—Bien, basta de sufrimientos —afirmó—. ¡Podéis llevarme a un lecho cálido, mi señor!

Amir negó con la cabeza.

—¡De eso, nada! Ahora tengo ganas de nadar. Ven Eva, Adán te bañará a la luz de luna.

Desde los baños del emir se podía ir hasta la laguna de su jardín a nado. Era poco profunda y estaba llena de flores que, a la luz de la luna, parecían oscuras. Amir se deslizó por las aguas resplandecientes con Beatriz, arrastrándola hasta una gruta situada al pie de una mimosa cuyas ramas casi rozaban el agua.

—Aquí nadie nos molestará, ni siquiera la luna puede observarnos —le dijo en tono cariñoso.

Y esta vez ella ya no se resistió cuando la abrazó. Cedió a sus besos y su insistencia, volvió a despertar su lanza frotando su cuerpo tibio contra el de Amir. En esta ocasión él la penetró sin evocarle aquellas horrorosas imágenes. Hacía tiempo que su cuerpo le resultaba familiar; encontró sin dificultad la entrada al portal del placer y Beatriz gimió de deleite cuando comenzó a mecerse encima de ella. Cuando ambos alcanzaron la cima del viaje, rieron y lloraron de gozo. Era como si fueran los primeros seres humanos que alcanzaban dicha cima: Adán y Eva en el torbellino de la voluptuosidad.

Por fin salieron del estanque. Los dos tenían pétalos de flores en la piel y volvieron a excitarse despegándoselos mutuamente. El aire en el jardín era fresco, sin embargo, así que, antes de dejarse caer en un banco de piedra llevados por la pasión, Amir la llevó en brazos hasta el dormitorio y la tendió en las perfumadas sábanas.

Esta vez el aroma irritante de Zarah no se interpuso entre ellos: esta vez sus cuerpos se fundieron en un único ser forjado por el amor.

Por fin Beatriz reposaba entre los brazos de Amir, que aún no había retirado su miembro pero que estaba relajado y feliz tras haber remontado de nuevo las olas del éxtasis. Trató de fundir cada célula de su cuerpo con las del suyo. Hacía horas que había olvidado sus peticiones. Acurrucada como una gatita contra el cuerpo de Amir, sintiéndose protegida y segura, por fin se durmió.

Amir sentía un profundo agradecimiento. No sabía gracias a quién o a qué se debía ese cambio en su amada, pero sentía que por fin había alcanzado su deseo. ¿Cómo había podido entregarse a la lujuria de Zarah, que lo aferraba y lo sujetaba? Beatriz era la luz y la libertad, una suave brisa que barría la llanura de Granada. Le haría preparar un perfume de granadas: quería convertirla en la reina de su ciudad, en la reina de su corazón.

Beatriz despertó entre los brazos de Amir, que la cubría de besos. El cuerpo de la joven le resultaba irresistible y volvió a atraerla hacia sí. Aún estaba medio dormida y, bajo sus besos y sus caricias, se desperezó lenta y voluptuosamente, más pasiva que la noche anterior y, durante una eternidad, evitó que él alcanzara las orillas del placer, excitándolo en pequeñas oleadas en vez de provocar la tormenta de pasión que impulsaba a ambos hasta la cima del gozo. Por fin la alcanzaron juntos y luego reposaron agotados en las tibias dunas de la felicidad.

—¡Y ahora me dirás qué ocurrió ayer! —exclamó Amir de pronto, mientras, tras los últimos besos, ella lo soltaba de mala gana—. Tenías un motivo para acudir aquí. Te conozco: querías algo de mí. Lo hemos olvidado y eso está bien, pero hoy quiero saberlo. ¿Qué exiges como obsequio matutino?

El bello rostro de Beatriz palideció.

—La vida de Mammar al Khadiz.

—¿Qué? —gritó Amir—. ¿Ahora pretendes defender a ese perro traidor? ¿Qué significa esto, Beatriz? ¡Más bien habría creído que pedirías su cabeza!

—Es el padre de mi hijo —dijo Beatriz—. ¡No quiero que Álvaro se críe como el hijo de un criminal al que descuartizaron en la plaza del mercado!

—¡Venga ya, Beatriz, eso es una tontería! Mammar es un traidor, un usurpador: todo el mundo lo sabe, lo descuarticen o no. Alí tendrá que vivir con eso, pero también Ahmed, y es un hombre respetable y honrado. —Amir se puso de pie y empezó a vestirse.

—La madre de Ahmed me suplicó que intercediera por Mammar. Dice que lo acompañará al exilio, que no le importa vivir como una mendiga a condición de que no le quiten a su esposo. Quien ama, Amir, tiene que comprenderla.

Beatriz se incorporó y el emir vio sus pechos blancos en los que aún tenía pétalos pegados: una imagen conmovedora, paradisíaca. No lograba despegar los ojos de ellos; pero antes tenía que arreglar aquel asunto.

—Oye, Beatriz, te propongo lo siguiente. No indultaré a ese bellaco, pero no lo haré descuartizar, solo decapitar; esa es una muerte relativamente honrosa. Entre vosotros los cristianos está reservada a los nobles —dijo Amir, y le quitó los pétalos de rosa de los pechos. Volvía a excitarse.

Beatriz lo atrajo hacia sí.

—Una muerte rápida no deja de ser la muerte y arranca al hombre de su esposa. Ya ha perdido una mano, la derecha. ¿No es suficiente?

—Perderé credibilidad si lo indulto —contestó él, respirando agitadamente.

—Haréis honor a vuestra dama sometiendo vuestro orgullo a su deseo. Esa es la meta más noble de un caballero —dijo Beatriz, y le besó los hombros y el pecho.

—Tal vez en Castilla.

—¿Es que no tenemos buenas costumbres también en Castilla? —Se apretó contra él; le resultaba tan familiar sentirlo dentro de ella y, sin embargo, cada vez era diferente. Esa vez la poseyó rápida y casi obstinadamente; luego permaneció tendido a su lado, bañado en sudor y resollando.

Beatriz le secó el sudor de la frente con los pétalos.

—Bien, ¿qué hay de mi regalo matutino? —preguntó en voz baja—. No puedo explicároslo, pero todo esto, de algún modo también se lo debemos a Soraya. Ella dijo que el amor nos hace libres, nos permite hacer todo lo que deseamos. Que el verdadero amor debe despertar el bien en nosotros.

Amir contempló su rostro sincero y cariñoso.

«El amor debe despertar el bien en nosotros.» ¡Cuánta diferencia en comparación con los oscuros apetitos de Zarah, con su entusiasmo por acercarse al umbral de los fuegos del infierno! Amir aspiró el dulce aroma de Beatriz y se sintió limpio de toda maldad gracias a su afecto.

—Deseo concedido —dijo por fin—. Mañana, en cuanto haya bastante claridad como para distinguir un hilo blanco de uno negro, arrojarán a Mammar al Khadiz desnudo a la calle. Que Soraya se reúna con él, pero lo único que le concedo es un carro arrastrado por un burro. Así abandonará Granada, cuando aún no haya despuntado el día. Antes de una semana quiero la confirmación de que el traidor se ha embarcado hacia África. ¿Es lo que deseas?

—Os amo —contestó Beatriz.

A la mañana siguiente, a la tenue luz del amanecer, Amir y Beatriz, sentados en el jardín de la azotea, observaron cómo dos ayudantes del verdugo arrastraban al antiguo visir hasta el arroyo de delante del palacio. El anciano apenas movía las piernas y, desde aquella distancia, resultaba imposible ver si estaba vivo o muerto; solo cuando rozó el suelo con el muñón notaron que se encogía de dolor. Soraya, que había estado esperándolo entre las sombras, increpó a los hombres.

Beatriz la vio inclinarse encima de su esposo con preocupación, cubrir su desnudez y ayudarlo a subir al carro, en el que había dispuesto unas mantas. Ella misma guio al burro, porque no le concedieron un criado. Con valentía, la mujer envuelta en velos echó a andar. No estaba acostumbrada a pisar el duro empedrado, pero se mantuvo erguida y se movía con la elegancia de una princesa.

—¿Qué destino les espera en África? —preguntó Beatriz, angustiada. Era incapaz de sentir verdadera compasión auténtica por Mammar: más bien sentía que se había quitado un peso de encima. Pero la suerte de Soraya la preocupaba.

Amir se encogió de hombros.

—Supongo que uno bastante funesto. A nadie le gustan los traidores y la fama de Mammar se le adelantará. Nunca volverá a ocupar un puesto importante y, como ahora es manco, tampoco podrá realizar un trabajo acorde con su educación, de bibliotecario o escribiente. Dependerá de Soraya. A lo mejor ella consigue un puesto como escribiente. En todo caso, pese a sus años, todavía tendrá que aprender a cargar con el agua desde la fuente hasta la cocina. Habría tenido una vida más agradable en el harén de su hijo. Ha hecho un sacrificio muy grande en aras del amor.

Beatriz se apretujó contra él.

—Ningún sacrificio es demasiado grande por un amor —dijo suavemente, y se echó a reír a su pesar—. Es bastante cómico: yo me sacrifico por vos viviendo en el harén y para Soraya es una amargura abandonarlo. La vida juega con nosotros de manera extraña.

—Los caminos de Alá son insondables. —Amir rodeó a su amada con el brazo y le recorrió la espalda con la palma de la mano. Cuando la deslizó más abajo, notó que ella se estremecía—. Pero, ¿de verdad supone un gran sacrificio para ti ocupar los aposentos de mi harén y ser amada y mimada? Como mi esposa serás muy respetada y todas las demás serán tus subordinadas. Te bastará con una palabra para tener todo cuanto desees.

Beatriz suspiró y se restregó contra su mano.

—Pero no podré ir adonde me plazca y nunca volveré a ver a mi familia. No hablemos de ello, sin embargo; ya he olvidado Castilla y, si seguís haciendo eso, dentro de un instante ya ni siquiera recordaré cómo me llamo.

Solo a duras penas lograron apartarse de las almenas del jardín antes de fundirse una vez más, tendidos en la aromática hierba.

Se amaron apresuradamente, con apetito voraz y para reprimir el temor de que acabara su felicidad. Beatriz olvidó a Soraya y a Mammar; Amir olvidó las dudas acuciantes que ella acababa de despertar en él. Quería ver feliz a Beatriz, para quien el harén seguía siendo una jaula dorada. Aún soñaba con escapar y solo enterraría esa esperanza cuando le hubiera dado el sí. Amir estaba a punto de encerrar el sol en una cárcel.