5

ABRAHAM ibn Saúl se despidió de su «flor de Castilla» con aire exultante. Se había hecho con unas ganancias inesperadas, aunque debía compartirlas con los secuestradores. El breve ghazu a Castilla los había convertido en hombres ricos: el dinero pagado por Beatriz equivalía al valor de dos fincas, así que, en ese sentido, Álvaro Aguirre hubiera sido incapaz de pagar el rescate, puesto que el precio habría superado de largo sus posibilidades. Pero aquello no consoló a Beatriz, que se pasó horas llorando, lo que retrasó su partida. Peri y Mariam estaban furiosas porque las lágrimas le estropeaban el maquillaje y, cuando por fin dejaron de brotar, tardaron horas en conseguir que su rostro hinchado volviera a tener un aspecto presentable aplicándole esencias refrescantes y un nuevo maquillaje. Pero por fin volvieron a envolver a Beatriz en un chador azul noche tras ayudarle a ponerse el atuendo de color topacio que el eunuco había escogido para ella.

Seis eunucos del harén de su nuevo amo la aguardaban a la puerta y volvieron a decirle que tomara asiento en una litera, en esta ocasión completamente cerrada. Nadie debía echarle ni siquiera un vistazo a la sayida por la cual acababan de pagar el precio más elevado jamás pagado en Granada por una esclava. Beatriz tampoco logró ver las calles que recorrían y, según le había dicho Ayesha, así sería siempre. Las mujeres distinguidas casi nunca salían del harén de su amo y, si lo hacían, era en litera cerrada. Al principio, Beatriz consideró la idea de fugarse, pero luego comprendió que sería inútil. Los eunucos eran fuertes como osos y no cabía duda de que volverían a atraparla. Además, ¿adónde podía ir?

Estaba sola, completamente sola.

Ya había oscurecido cuando por fin la dejaron ante la casa de su nuevo amo. Otro patio interior, otra fuente: el modelo arquitectónico de las casas de los sarracenos era por lo que parecía siempre el mismo.

Beatriz no sabía muy bien qué esperaban de ella. ¿Debía someterse a la voluntad del hombre aquel mismo día o le concederían un tiempo para que se acostumbrara? Desesperada, cayó en la cuenta de que ni siquiera sabía decir «no» en árabe. Los eunucos la condujeron a través de dos patios, ambos iluminados por antorchas y que, aunque era de noche, parecían albergar bonitos jardines.

Por fin una puerta negra y pesada se cerró tras ella y los eunucos le hicieron una reverencia; uno le sonrió con complicidad y trató de hablarle en castellano:

—Aquí harén. ¡Tú bienvenida!

Beatriz estaba demasiado exhausta para devolverle el saludo. El eunuco pareció comprenderlo y, con ademán respetuoso, le indicó un diván y una mesita en la que había un recipiente con la bebida de color castaño oscuro que a Ibn Saúl tanto le complacía servir, una fuente con pastas y una taza diminuta. El eunuco le indicó que tomara asiento.

—Tú aguardar. Yo buscar a Susana.

El segundo eunuco le quitó el chador y le llenó la tacita. Beatriz tomó un sorbo: el sabor de la bebida era intenso, amargo y dulzón, y resultaba estimulante. Beatriz miró a su alrededor mientras bebía. Las habitaciones eran parecidas a los aposentos del harén de Ibn Saúl, pero menos impersonales y más cómodas. Claro: las mujeres las ocupaban de manera permanente y no solo unos días, como en la casa del tratante. Como era de esperar, la suya estaba lujosamente amueblada; una ornamentación exótica adornaba las paredes, las alfombras eran tan gruesas que se hundía en ellas y los cojines del diván llevaban bordados de oro. Beatriz admiró la mesita de madera taraceada con motivos de ramas y enredaderas, así como la finísima porcelana de la tacita procedente de China. En Castilla habría costado una fortuna.

—¡Buenas noches! Perdonad mi retraso. No me han dicho exactamente a qué hora llegaríais.

Beatriz no había notado que una mujer menuda y un tanto rechoncha había entrado en la habitación. Llevaba un atuendo granadino, pero a juzgar por su cara y sus cabellos ya entrecanos, se trataba de una castellana. Hablaba en su misma lengua sin ningún acento.

—¡Permitid que os dé la bienvenida a la casa del amo! —dijo, sonriéndole cálidamente—. Soy Susana. Mientras no dominéis la lengua árabe y, si no os oponéis, seré vuestra doncella personal.

Beatriz sintió un gran alivio. ¡Alguien que hablaba su lengua! Y al parecer, una compañera de infortunio, porque seguro que Susana no había ido a Granada por voluntad propia.

—Sois...

—Una compatriota vuestra, claro está. Soy oriunda de Murcia. ¿Permitís que os acompañe a vuestros aposentos? Es tarde y supongo que deseáis acostaros...

Susana parecía amable y maternal, y cuando Beatriz se puso de pie y se tambaleó ligeramente, le rodeó los hombros con el brazo.

—Estáis agotada, pobre niña mía. ¡Ha tenido que ser un día muy largo para vos!

Beatriz asintió.

—¿Acaso debo...? Quiero decir... ¿Mi amo... no querrá verme? —preguntó, sin poder disimular su temor.

—Hoy no, niña, no os preocupéis: Mammar al Khadiz es un buen amo y no actuará apresuradamente. Primero debéis adaptaros, conocer a las demás. A su debido momento os mandará llamar, pero siempre se tratará de una invitación, no de una obligación.

La intención de Susana era tranquilizarla, pero logró exactamente lo opuesto. Beatriz dio un respingo.

—¿Mammar al Khadiz? ¡Pero si no fue ese quien me compró, sino un tal Ahmed...! ¡Ay, qué sé yo cómo se llamaba! En todo caso, era un comerciante de Al Mariya.

Susana sonrió.

—Desde luego, hija mía. Y Ahmed ibn Baht os obsequió a mi amo Mammar; un regalo muy generoso, aunque no debiera decirlo. Pero Ibn Baht hace importantes negocios en Granada y con toda seguridad tiene buenos motivos para congraciarse con el visir.

—¡Pero yo... no quiero!

Beatriz creía que ya no le quedaban lágrimas, pero en aquel momento se vino abajo por completo. La idea de ser entregada al viejo lascivo hizo resurgir en ella todos los temores y toda la repugnancia de los últimos días.

—¡Es un anciano!

—Mammar al Khadiz es un hombre culto y generoso —le aseguró Susana—, si bien es verdad que ya no es joven; pero de momento ninguna de sus mujeres se ha quejado. ¡Controlaos, niña! Dormid y mañana todo os parecerá menos horrendo. Creedme, pequeña: nadie os hará daño.

Beatriz todavía sollozaba mientras Susana le quitaba el maquillaje y la acompañaba a un elegante aposento para que descansara. Allí Beatriz se durmió por fin entre lágrimas.

No notó que Mammar al Khadiz entraba a hurtadillas en la habitación en plena noche. Sabía que no era inteligente ni adecuado, pero tenía que ver a la muchacha, asegurarse de que era suya.

Y, al verla bajo las mantas, los párpados cubriendo sus ojos color mar y el cabello suelto sobre la almohada, su miembro viril se endureció y sintió un impulso casi irrefrenable de despertarla, cubrirla de besos y poseerla allí mismo, sin preliminares, sin conquistarla. Era suya, era suya... y la mera idea de penetrarla hizo que su miembro se pusiera aún más rígido. Pero no, esa noche era imposible; no quería asustarla y, sobre todo, no quería decepcionarla. El mayor anhelo de Mammar al Khadiz era lograr que también aquella muchacha alcanzara el clímax, cabalgar con ella sobre las olas de la pasión, sumergirse en la mirada de sus pupilas color mar y penetrar en lo más profundo de su regazo. Debía controlarse y, tragando saliva, se llevó una mano al miembro erecto y abandonó la habitación en silencio. Necesitaba una muchacha y llamó a la puerta de Sinaida, una de las esclavas del harén. La joven, una beldad rubia y delicada, le abrió la puerta: todas las mujeres del harén sabían que esa noche su amo desearía compañía. La única pregunta era cuál sería merecedora de sus favores. ¿Una rubia? ¿O una muchacha de cintura tan delgada como la de la legendaria castellana que acababan de obsequiarle y con sus mismos pechos turgentes? Pero por lo visto la elegida era Sinaida, muy delicada, muy joven... y que había perdido la virginidad hacía poco a manos del experimentado Mammar. En cualquier caso, Sinaida había aprendido con rapidez.

—¡Que me hayáis elegido es una alegría y un regalo, amo! —dijo Sinaida, y cogió el miembro viril de su amo—. ¡Una nave magnífica a la que franquearé la entrada al más bello de todos los puertos!

Beatriz Aguirre despertó dispuesta a luchar. Bien. Su pesadilla de entrar en el harén de un anciano se había hecho realidad, pero aún recordaba las palabras de Ayesha: «Tu amo no puede obligarte, lo prohíbe el Corán.»

Sabría recordárselo a Mammar al Khadiz; era absolutamente imprescindible que aprendiera su idioma y lo mejor sería que empezara cuanto antes. La primera palabra que aprendería sería «no». Debía preguntarle a Susana cómo se decía en cuanto la viera.

La murciana atendió a Beatriz cuando esta despertó. La ayudó a vestirse y a maquillarse y luego la condujo a través de las habitaciones del harén. Era muy grande, seguro que lo bastante grande para que vivieran en él doscientas mujeres. Sin embargo, como aún era muy temprano, los baños y las salas de estar estaban casi desiertas. Las pocas muchachas ya levantadas miraron con curiosidad a Beatriz y viceversa. Así que esas eran sus... ¿sus qué? ¿Sus futuras amigas? ¿Sus hermanas? ¿Sus rivales? Al menos todas eran muy bellas. El gusto de Al Khadiz no se limitaba a las muchachas rubias de ojos azules: también había nubias de tez oscura y esclavas de pómulos marcados, cabello oscuro y espeso, y expresión soñadora y sensual.

El harén era muy lujoso. Había en él baños estupendos, frescos patios interiores y confortables salas de estar. Las mujeres podían salir al jardín y reunirse en los pabellones. Para asombro de Beatriz, había una pequeña biblioteca y habitaciones destinadas a leer y escribir. Susana le dijo que casi todas las sarracenas sabían leer y escribir, que incluso los niños de las clases menos pudientes podían asistir a las escuelas públicas.

—Si lo deseáis, vos también podéis aprender a leer y escribir: a mi amo le agrada que sus mujeres sean instruidas y, además, no tendréis muchas otras cosas que hacer. Quizá también deseéis familiarizaros con el islam. Si es verdad que mi amo se muere por vos, tal como murmuran en el harén, puede que un día quiera convertiros en su esposa. En tal caso tendríais que convertiros a su fe.

Beatriz negó violentamente con la cabeza.

—¡Jamás! Ese Mammar puede encerrarme en esta... jaula dorada, ¡pero nunca le perteneceré! ¡Nunca me someteré a su voluntad!

Indignada, le contó a Susana su secuestro y la muerte de su amado Diego.

—¡Todos parecéis opinar que he de conformarme con ser una prisionera, pero no lo haré! ¡No me rendiré!

Entretanto, Susana la había acompañado a sus propios aposentos, donde le indicó que se sentara y empezó a cepillarle la dorada cabellera con movimientos tranquilizadores.

—¡Debéis tranquilizaros, querida! Puede que ahora el harén os parezca espantoso, pero en realidad no lo es. Es verdad que las ventanas tienen rejas, pero dentro de estas paredes disfrutaréis de la libertad y del lujo. Podéis hacer lo que os venga en gana. Claro que debéis someteros a la voluntad de vuestro amo... pero en Castilla ocurriría lo mismo.

—¡No tuve que someterme a Diego! —gritó Beatriz, furibunda—. Él me amaba y me respetaba, él... me adoraba.

Susana rio.

—Pero ¡ay de vos si le hubierais desobedecido! Creedme, pequeña, sé de qué hablo. No me crie en un harén, mi esposo era un hidalgo castellano. ¡Oh sí, me amaba! En diez años le di nueve hijos y él le dio tres a mi criada. Cuando no guardaba cama, me encargaba de administrar sus bienes...

—¡Pues de eso se trata! —exclamó Beatriz, apartándose la melena de la cara—. ¡Erais una mujer libre, su administradora, teníais poder!

Con ademán paciente, Susana volvió a entretejer joyas en sus dorados cabellos.

—Dedicaba mi tiempo a cobrar los impuestos a campesinos enfadados, a quitarles sus últimas monedas de cobre mientras mi esposo derrochaba el dinero con sus amigos o se compraba una nueva armadura o un nuevo caballo. La vida de un caballero es muy costosa, niña, y en un castillo hay muchas bocas para alimentar.

—¡Diego no era así! —afirmó Beatriz, aunque no muy convencida, porque no lograba olvidar las palabras de su padre: «¡Un caballo magnífico! ¿Rinde tanto vuestra hacienda que podéis permitiros el lujo de tener un animal semejante?»

Susana se encogió de hombros.

—Sea como fuere, ahora estáis aquí. Además, aunque a menudo echo de menos a mis hijos, incluso para una criada la vida en el harén es menos pesada que para una aristócrata de Castilla. En todas partes hay que adaptarse y someterse. En el harén gobierna la madre del amo o, tras la muerte de esta, la primera esposa.

—¡Una primera y una segunda y tercera, hasta una vigésima esposa! ¡Es increíble! ¿Qué es esta pesadilla en la que me encuentro? —Beatriz se llevó las manos a la cabeza y la sacudió como si pretendiera arrancarse los adornos que Susana acababa de entretejer en su melena.

—¡Estaos quieta para que pueda realizar mi tarea! —le advirtió esta, obligándola a bajarlas—. Y calmaos. De momento, el amo Mammar solo tiene una esposa, la ama Soraya. Vos seríais la segunda. —Le sujetó el último mechón de cabello y contempló su obra, complacida—. Y lo lograréis —dijo luego, echando un vistazo a los ojos de Beatriz, que no dejaban de echar chispas, a su tez clara y al rostro de rasgos finamente cincelados, coronado por el artístico peinado—. Sois increíblemente bella. Cualquier hombre se enamoraría de vos. Quién sabe. Si tuvierais el honor de darle un hijo varón a vuestro amo...

—¿Cuántas veces he de repetirlo? ¡No quiero casarme con ese Mammar, por no hablar de tener un hijo suyo! Nadie puede obligarme. Yo... —Beatriz rechazó con furia el finísimo velo con el que Susana pretendía cubrirle la cara—. ¡Ya casi me violaron en una ocasión, sé defenderme! —añadió en tono firme y decidido, tratando de no pensar en lo indefensa que había estado en realidad.

—Nadie os obligará, niña. —Susana le puso el velo—. Aunque la soldadesca sarracena es igual que las demás, un aristócrata como vuestro amo jamás os violaría. Se lo prohíben su religión y su honor. Intentará, eso sí, conquistaros como a una reina, y estoy convencida de que en algún momento os entregaréis a él con alegría.

—¡Pues no! —afirmó Beatriz con los ojos brillantes, y se puso de pie. Los velos la envolvieron como una nube perfumada—. Aunque me mime o me torture con tenazas candentes, no me someteré. ¡Que intente conquistar a quien le dé la gana! ¡Yo solo me pertenezco a mí misma!

Mammar al Khadiz, tras el enrejado de la ventana, la observó abandonar el aposento con paso airado. El anhelo de poseer a aquella indómita beldad enardecía su corazón como nunca. ¡Tenía que conquistarla!

—¿Adónde me llevas ahora? —le preguntó Beatriz con desconfianza.

Susana le había dado tiempo para serenarse. Luego la había maquillado y arreglado para realzar aún más su belleza, hasta tal punto que la joven creyó que se la presentaría a su amo. Aunque el día anterior la mujer le había asegurado que Mammar le concedería el tiempo necesario para adaptarse, no estaba segura de que fuera verdad.

—La ama Soraya desea veros —dijo Susana—. Os aguarda en sus aposentos y una invitación semejante no es frecuente. Mostraos respetuosa, por amor de Dios: las mujeres inteligentes se hacen amigas de la esposa del amo.

Era lo mismo que le había dicho Ayesha; bien, de todos modos en su caso no existía peligro de rivalidad puesto que no quería nada del esposo de Soraya y estaba decidida a decírselo.

Una vez más, Susana la acompañó por los laberínticos pasillos y jardines del harén, ya mucho más animados. En los baños y las salas de música bullía la vida. Había muchachas cantando y tocando la guitarra y el laúd; otras charlaban, tomando café y pastas. Cuando Susana pasaba con Beatriz, las conversaciones enmudecían y todas la miraban boquiabiertas. Una grácil y rubia muchacha soltó una risita a espaldas de Beatriz y susurró unas palabras a sus amigas. Llevaba prendas transparentes y seductoras, pero los pechos que se traslucían eran diminutos y casi infantiles. La pequeña retozona no podía tener más de catorce años.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Beatriz, nerviosa; el hecho de no comprender ni una palabra empezaba a sacarla de quicio.

Susana sonrió.

—Le ha confesado a su amiga que, tras veros a vos, anoche el amo fue a verla a ella con la verga hinchada como la de un semental, que logró excitarlo tres veces limitándose a decirle unas palabras en español y que, cada vez que se corría, gritaba vuestro nombre.

Beatriz se ruborizó; en Castilla era impensable hablar de las noches pasadas con el esposo de un modo tan descarado. Por otra parte, allí nadie compartía el suyo con una amiga...

Susana abrió una puerta de madera noble que separaba el resto del harén de los aposentos privados de Soraya. Al abrirla, una corriente de aire hizo tintinear unas campanillas. Luego hizo pasar a Beatriz a una elegante sala de estar y a un atrio que daba a un diminuto jardín privado. Soraya estaba sentada en un diván tapizado de brocado, leyendo un pergamino. Cuando ambas mujeres entraron, alzó la vista.

Susana hizo una respetuosa reverencia; Beatriz no sabía qué esperaban que hiciese y optó por hacer lo que hubiese hecho en Castilla para saludar a una hidalga perteneciente a la nobleza: una profunda reverencia.

—Así que esta eres tú.

Soraya habló en español, pero con un fuerte acento; sin embargo, parecía dominar el idioma lo bastante bien como para hacerse entender. Entonces Beatriz osó alzar la mirada y vio a una mujer alta, esbelta y de aspecto muy cuidado, en cuya abundante cabellera negra ya se notaban algunas canas. Mientras que casi ninguna mujer del harén llevaba velo, Soraya se cubría con uno de finísima gasa, seguramente para ocultar las arrugas de su tez blanca como el mármol. Su rostro no era joven, pero sí intemporalmente bello. Era una noble de pura cepa. Erguida y majestuosa, la miraba atentamente con sus ojos castaños.

—Quítate el velo para que pueda verte mejor —le ordenó.

Con gesto tímido, Beatriz trató de quitarse la melfa. No había adquirido aún la rapidez de movimientos con la que las sarracenas se quitaban el velo y volvían a colocárselo. Por fin, Susana la ayudó a deshacerse de él y, ligeramente ruborizada, permaneció de pie ante la esposa de su amo.

—Si, por Alá. Eres muy bella —constató Soraya—. Servirás para alegrarle la vejez a mi amo.

Beatriz la miró fijamente, sin disimular su perplejidad.

—¿Acaso... no os importa? —le preguntó—. ¿No os disgusta que vuestro esposo...?

—¿Que mi esposo busque el placer carnal fuera de mis aposentos? No, hija mía, se merece todas las noches mágicas que tú y tus semejantes le podáis proporcionar.

Soraya tomó un sorbo de zumo de frutas y Beatriz comprobó que no le había ofrecido ningún refresco y que la examinaba del mismo modo que los hombres del mercado de esclavos, solo que con intenciones muy distintas.

—No obstante, si la cosa fuera más allá de los placeres nocturnos... ¿Posees algún talento capaz de seducir a un hombre fuera del lecho?

—¡Os referís a mí como si fuese una puta! —le espetó Beatriz, iracunda—. ¡No tengo ningún talento! ¡En mi tierra las mujeres son amadas por lo que son!

Soraya soltó una carcajada irónica pero melódica.

—No me cabe duda. Un cuerpo como el tuyo seduciría a cualquier hombre. En cuanto a tu espíritu... Bien, ni siquiera mi esposo está a salvo de las debilidades propias de su sexo.

—¿Acaso estáis diciendo que soy tonta? —exclamó Beatriz, molesta—. ¡Estoy harta de que me presenten como si fuera una res! ¡Soy Beatriz Aguirre, una hidalga! De acuerdo, puede que tenga los pechos bonitos, ¡pero eso solo es mi cuerpo, no soy yo! Vos no me conocéis en absoluto a mí, a Beatriz Aguirre, ni falta que hace. ¡Si por mí fuera, jamás hubiera pisado vuestros aposentos! En cuanto a vuestro esposo, podéis quedároslo. ¡No me excitan las carnes marchitas aunque oculten grandes riquezas!

Beatriz lanzó la cabeza hacia atrás con tanta violencia que la melena se le soltó y el pelo se le desparramó sobre la espalda como una cascada sedosa. Soraya reconoció su carácter fiero e indómito y sintió un gran pesar: aquella no era una muchacha bonita y tonta de la cual su esposo se aburriría con rapidez. Mammar dedicaría semanas enteras a conquistarla, y cuando Beatriz se apasionara finalmente por él...

—No os lo preguntarán —dijo, suspirando—, como tampoco me lo preguntaron a mí. Tendremos que llegar a un acuerdo, Beatriz Aguirre...

Quizá se trataba de una oferta de paz, pero la cólera ya había dominado a Beatriz.

—¡No llegaré a ningún acuerdo con nadie! Estas no son mi tierra ni mi casa; si queréis llegar a un acuerdo conmigo, enviadme de vuelta a Castilla. O esforzaos un poco más y poned en práctica las famosas «artes del harén». ¡Entonces puede que vuestro esposo deje de acostarse con adolescentes sin dejar de gemir el nombre de una virgen a la que nunca poseerá! —le espetó Beatriz. Le dio la espalda y abandonó los aposentos de Soraya sin saludar.

Susana permaneció en ellos, atónita.

—Perdonadla, ama, es una niña tonta...

Soraya tomó aire.

—Es exactamente aquello con lo que sueñan los hombres. Hará que Mammar alcance cimas insospechadas de placer... o le romperá el corazón.

—¿Permitiste que fuera vendida a otro? ¿Permaneciste tranquilamente sentado mientras la adjudicaban a un viejo provinciano y no moviste ni un dedo?

Amir ibn Abdallah recorría su sala de estar de la Alhambra como un tigre enjaulado. Por fin había regresado de la campaña militar y su amigo acababa de ponerlo al corriente de la venta de Beatriz.

—¿Y qué debería haber hecho? —Hammad se encogió de hombros—. No había recibido encargo alguno, ignoraba el límite. Y las sumas ofrecidas superaban mis medios. No soy un príncipe, Amir. Mi familia es rica, pero no tanto. Mi padre me habría matado si hubiese invertido su fortuna en una muchacha.

—Pero yo te hubiera devuelto el dinero de inmediato. ¡Por Alá, Hammad! ¿Qué pensará de mí? Le había dado esperanzas. Tiene que sentirse traicionada. ¡Debemos encontrarla! ¿Al menos recuerdas el nombre del comprador?

—No lo conocía. —Hammad negó con la cabeza—. Era un comerciante del este, pero no un judío. Se lo pregunté a Ibn Saúl, pero ya sabes cómo es: la discreción personificada cuando se trata de uno de sus clientes. En todo caso, debe tratarse de un hombre muy acaudalado; los hombres capaces de pagar el precio equivalente a dos fincas por una esclava, y más por una castellana ingenua como esa, no abundan. Si se hubiera tratado de una de las muchachas de Khalida...

—Calla, no lo entiendes. Beatriz es... es... ¡Era la luz de mi vida, por Alá!

—La cuestión es si ella opina lo mismo de ti después de haber dado muerte a su padre y a su amado —dijo Hammad.

—No maté a don Álvaro. Lo herí, pero sigue con vida; su orgullo es lo único que se habrá visto bastante afectado. Aniquilamos a sus hombres. Los últimos huyeron y cruzaron la frontera desnudos y a pie. Enviamos a su cabecilla tras ellos, tendido en una camilla. Me rogó que acabara con su vida, pero solo concedemos tal privilegio a los generales y una cabalgada no es otra cosa que un saqueo.

—Tampoco eso contribuirá a asegurarte el amor de su hija —dijo Hammad con una sonrisa maliciosa—. Da igual: de todos modos, la muchacha ha desaparecido. ¡Olvídala, Amir! El mundo está lleno de mujeres bonitas y tu harén alberga a las más bellas. ¡Por Alá, todavía recuerdo la breve ojeada que logré echarle a tu Zarah durante tu boda! ¡Un volcán ardiente! ¿Para qué quieres a una pequeña y salvaje castellana? —añadió, abrazando los hombros de su amigo para consolarlo.

—Quizá porque añoro un fuego que, aparte de llamas, me aporte calidez —contestó Amir, suspirando—. Y no pienso abandonar a Beatriz. Envía mensajeros de inmediato a Málaga, a Al Mariya, a todas las comarcas donde haya casas comerciales importantes. Ha de ser posible descubrir quién la compró, una muchacha como ella no viaja sin llamar la atención.

De hecho, transcurrió más de una semana antes de que Mammar al Khadiz diera rienda suelta a sus anhelos y mandara llamar a Beatriz, pero estuvo observándola, porque era la clase de amo que disfruta observando a sus mujeres. Le complacía contemplarlas mientras jugaban en los baños, desnudas y sin pudor, y se embriagaba con las caricias que intercambiaban. A Beatriz le producía rechazo, pero el harén era un lugar sensual. Cientos de muchachas y mujeres dedicadas exclusivamente a prepararse para encuentros eróticos, comentando los escarceos amorosos y bailando danzas tan excitantes y seductoras que, mirándolas, Beatriz se sonrojaba. Todo para un único hombre que cada noche visitaba a una de ellas como mucho... y a menudo ni siquiera eso. Debido a ello, las muchachas solían satisfacerse mutuamente con tocamientos. Se lavaban en los baños, se acariciaban e investigaban sus partes más íntimas con manos tan expertas que gemían de placer. Ninguna de ellas sabía la frecuencia con la que su amo, oculto tras biombos y celosías, o desde galerías secretas, o por mirillas disimuladas, participaba en sus juegos. La conducta de Mammar no era infrecuente, pero esa semana solo tenía ojos para Beatriz. La observaba mientras flotaba en el agua tibia del baño, acariciándose de vez en cuando con disimulo los pechos y el pubis. En Castilla, su cuerpo había permanecido oculto y rara vez metía las manos bajo el corsé y el camisón de hilo; sin embargo, en el harén la desnudez se convertía en algo natural. Beatriz investigó su propio cuerpo, descubrió cómo acariciarse para que los pezones se le endurecieran y despertar la sensación cálida y húmeda entre las piernas que le habría facilitado el acceso a su puerta secreta a su amado. A veces estallaba de placer cuando sumergía la punta de los dedos en jabones o aceites perfumados y se untaba la cara interior de los muslos. Arqueaba el torso, alzaba el pubis afeitado al estilo sarraceno y disfrutaba del roce de la brisa fresca en la piel y en la entrada a la puerta del placer.

Oculto en la galería, Mammar al Khadiz creía morir de deseo. Su miembro viril estaba dolorosamente hinchado; pero sin tocar a la joven, sin estar junto a ella, no lograba aliviarse. Solía tambalearse hasta sus aposentos casi como si estuviera a punto de perder el juicio y, jadeando, ordenaba a uno de sus criados que le enviara a Sinaida o a una de las otras, que lo encontraban temblando y agitándose en el lecho debido al deseo insatisfecho, con las manos en la verga palpitante. No obstante, raras veces una de ellas lograba proporcionarle alivio. En general, su miembro viril se ponía fláccido en cuanto alguna se tendía sobre él. Mammar tomaba consciencia de que Sinaida tenía la misma cabellera resplandeciente que Beatriz, pero no su opulenta figura. Alina tenía un cuerpo voluptuoso, pero el rostro chato y el pelo negro. Por fin recurrió a Ámbar, una adolescente que atendía a las mujeres del harén. Era la hija de una cocinera. Hacía años que Soraya había comprado a la madre y a la niña por compasión. Desde entonces, la grácil muchacha de cabello rubio rojizo había cumplido los trece años y realizaba tareas de doncella en los aposentos de las mujeres.

La madre de Ámbar se sorprendió y se sintió muy honrada cuando el amo la mandó llamar: sus favores suponían un importante ascenso para su hija. Sin embargo, la muchacha se presentó ante su amo pálida y aterrada, y Mammar gozó de la mirada tímida de sus ojos azul turquesa, que le recordaban los de Beatriz. Pero los ojos de Ámbar no lanzaban chispas y la muchacha tampoco se convirtió en una amante sensual cuando la desvirgó. Se encogió en la cama y lloró durante horas con el rostro apretado contra los cojines. Finalmente, Mammar la despidió y le regaló una joya en agradecimiento, pero él permaneció inconsolable. Cuantos más días pasaban, tanto mayor era su desesperación, y los intentos de las muchachas experimentadas de enderezar su verga con caricias, más que darle placer, lo enfadaban. Por fin no aguantó más y ordenó a Susana que le trajera a Beatriz.

Susana la informó de ello con mucha cautela, porque temía el carácter irascible de la castellana.

Menos mal que el ama Soraya era magnánima: no todas las primeras esposas de un harén se hubieran tomado las ofensas de Beatriz con tanta tranquilidad. En esta ocasión, sin embargo, Beatriz no perdió el control. Al fin y al cabo, sabía que en algún momento acabaría por verse obligada a encontrarse con su amo.

Con estoicismo, dejó que Susana la bañara, la perfumara y le decorara las manos con motivos de alheña. La sirvienta la envolvió en velos, como cuando había sido subastada. Al parecer, era el traje de boda acostumbrado: el envoltorio de un regalo precioso.

Bien, Al Khadiz no disfrutaría de él.

Beatriz siguió muy erguida a Susana hasta los aposentos del amo.

Se sorprendió al comprobar que no la recibía en el dormitorio. Había hecho preparar un fastuoso banquete: en una mesa larga habían dispuesto platos exquisitos para el amo y la esclava y, detrás de un discreto biombo, los músicos interpretaban suaves melodías.

—¡Bienvenida a mi casa! —dijo Mammar al Khadiz, haciéndole una reverencia.

Susana la hizo pasar y se retiró en el acto.

Beatriz estaba a solas con su amo. Lo miró furibunda.

—No he venido por mi propia voluntad —replicó.

—Pero te han tratado con respeto, ¿verdad? —preguntó Mammar en tono precavido—. Si no fuera así, solo tienes que decírmelo: tus deseos son órdenes para mí.

Beatriz se encogió de hombros.

—Solo tengo un deseo. Quiero regresar a Castilla para poder llevar luto por mi prometido. Si me respetáis, dejad que regrese a mi hogar.

—¡Pero si estás en tu hogar, preciosa mía! A lo mejor te niegas a reconocerlo, pero solo el harén ofrece el marco adecuado a una hermosura como la tuya. Y tienes al amo a tus pies. ¿Qué más quieres?

—¡Mi libertad! —exclamó Beatriz y, cuando Mammar dio unos pasos hacia ella, retrocedió. Volvió a ver el deseo ardiendo en sus ojos incoloros y su codicia le causó el mismo rechazo; sin embargo, tuvo que reconocer que no la presionaba—. ¡Quiero salir del harén! ¡Es una cárcel!

Mammar sonrió.

—Pues empieza por liberarte de tus velos, bella mía, y luego permite que te conduzca fuera del harén, hasta las orillas del placer: verás que la libertad del alma es más importante que la del cuerpo. Ascenderás como un halcón hasta los campos celestiales de la voluptuosidad. Ven, hermosa mía.

Mammar trató de quitarle la melfa, pero Beatriz alzó la mano: aunque el delicado velo de gasa casi no ocultaba nada, creaba una frontera que Mammar no debía atravesar.

—¡Beatriz, amada mía, aquí estás en tu hogar! Soy tu amo, tu esposo, tu familia. Seré quien te lleve a las orillas del placer, no necesitas ocultarte bajo el velo ante mí. Pero como quieras: no deseo obligarte, quiero tu confianza y tu amor. Ven, relájate, prueba las albóndigas. —Llenó un plato de exquisiteces y se lo ofreció a Beatriz—. ¡Te lo ruego! ¡No soy un bárbaro! No quiero obligarte a someterte a mi voluntad. Debes comer conmigo, sin embargo, tal vez conversar un poco... quiero saberlo todo de ti, amadísima Beatriz.

Beatriz se apartó.

—Soy una muchacha perteneciente a la nobleza del reino de Castilla que recibió una educación decente. Estaba prometida a un hidalgo, pero unos bandidos lo mataron ante mis ojos. Después me secuestraron, me llevaron a tierras extranjeras, me subastaron como si fuera un caballo y ahora debo ser esclava de un anciano para su placer. Eso es todo lo que necesitáis saber de mí. Y, ahora, dejadme en paz.

—Beatriz...

Mammar le rozó el hombro y ella se estremeció. Dado que la puerta estaba cerrada, no supo qué hacer y, en tensión, toleró que Mammar le acariciara los omóplatos con movimientos suaves, le aflojara los músculos, recorriera su delicado cuello y los tendones que se le marcaban en la piel de alabastro y que con la punta de los dedos bajara por su escote humedecido por el sudor y se deslizara hasta el nacimiento de los pechos.

—¿Qué estáis haciendo? ¡Dejadme! —Por un instante se había dejado llevar por las excitantes caricias, pero cobró de nuevo conciencia de quién se estaba apoderando de su cuerpo.

»¡Quiero que me dejéis en paz! —chilló. Le dio la espalda y apretó los puños. Un vistazo al rostro de Mammar, a sus labios húmedos, a los rasgos crispados por la lascivia, había bastado para despertar su repugnancia.

—¡Pero si en realidad te gusta! Si me dejaras, bella mía, haría que brillaras, que ardieras...

Beatriz notó que la piel ya le ardía... de excitación, de ira, de temor. El brillo de sus ojos color mar se había vuelto verdoso, sin embargo, no azul. Los labios le temblaban y su expresivo semblante revelaba su estado de ánimo.

—¡Quiero salir de aquí! ¡Dejadme marchar, os lo ruego! No podría perteneceros aunque lo deseara, porque le he jurado fidelidad a mi prometido.

—¡Pero tu prometido está muerto! —dijo Mammar—. ¡Vamos, bellísima! Al menos quítate el velo.

El anciano le quitó el que le cubría los hombros. Beatriz no se resistió; una parte de su atuendo ya se le había aflojado y, además, hacía calor en la habitación. Quitarse el velo era un alivio.

—¿Lo ves, bella mía? ¿Y ahora? ¿Un refresco? ¿Por qué no tomas asiento? —Se apresuró a servirle una infusión y se dejó caer a su lado en el diván. El refresco sabía a hierbabuena y hielo; mientras tomaba unos sorbos y reflexionaba, él trató de besarle el hombro. Beatriz lo rechazó instintivamente y le arrojó el líquido a la cara.

—¡Dejad que os refresque, señor! —exclamó con dureza.

La ira asomó al rostro hacía unos instantes enrojecido y ahora pálido por la humillación sufrida. Pero Mammar se controló y sonrió.

—Una gatita... o más bien una tigresa. Me agrada que no me lo pongas fácil. Pero al final acabarás ronroneando, bella mía.

Beatriz se puso de pie, dominada por la cólera que paliaba el temor de su propio coraje. Estaba dispuesta a luchar, costara lo que costase. Pero Mammar volvió a desconcertarla por segunda vez. El viejo la contempló con expresión divertida, esbozó una amable reverencia y sonrió.

—Bien, al parecer hoy más bien tienes ganas de arañar. Como tú quieras. Tus deseos son órdenes para mí. ¿Quieres marcharte? Pues márchate; pero antes permite que vuelva a vestirte de manera decente.

Mammar recogió el velo, se lo colocó en los hombros y, una vez más, la tocó con aquellos movimientos que le erizaban la piel de los brazos y las piernas. Luego le cubrió los pechos con otro velo y se las arregló para acariciárselos con las yemas de los dedos. Beatriz se estremeció a su pesar.

Mammar al Khadiz ya había amado a muchas mujeres, sabía cómo despertar la excitación incluso en los cuerpos que se le resistían. Por fin dejó caer la punta del velo sobre el antebrazo de ella, recogió la melfa y le cubrió el rostro con un movimiento muy lento. Si le hubiera rozado la mejilla habría retrocedido, pero se limitó a acariciarla con el velo, deslizando el delicado tejido por encima de sus labios y por fin rozó sus orejas al ajustárselo. Estremecida, Beatriz notó que la excitación le pasaba de las orejas al vientre y, de allí, al pubis.

—Y ahora vete, amada mía. Mañana volveré a llamarte. —Mammar le dedicó una sonrisa de complicidad.

Beatriz huyó sin despedirse. El eunuco que pasó a recogerla vio su rostro encendido por la excitación pero también rojo de vergüenza, y su mirada agitada como el mar en unos ojos enormes.

Mammar al Khadiz recuperó el control y se despidió de la muchacha con una reverencia cortés, pero seguía tan afiebrado como antes. No solo temblaba debido a la frustrada excitación sino también de irritación y furia. ¿Cómo era posible que una mujer se comportara de aquel modo y lo humillara hasta tal punto? El cuerpo de Mammar al Khadiz exigía satisfacción y desahogo; su corazón, venganza.

El viejo procuró, sin embargo, que nadie lo notara. Tenso y a punto de estallar pero sin perder la calma, despidió a los músicos, hizo retirar los platos y, solo entonces, llamó a uno de los eunucos.

—¡Tráeme a Ámbar!

El eunuco titubeó.

—¿Una vez más? La pequeña aún está dolorida tras la noche pasada...

—¡No quiero tus recomendaciones, Khalid, quiero que me traigas a Ámbar! —le ordenó Mammar al Khadiz.

Poco después se arrojó sobre la muchacha llorosa y pagó con ella todas las humillaciones a las que otra Eva lo acababa de someter. La penetró con brutalidad. En realidad el cuerpo infantil de Ámbar no satisfizo su lujuria, solo aumentó su cólera. ¿Por qué no retozaba encima de su cuerpo voluptuoso? ¿Por qué no lo recibía una excitación cálida y húmeda sino solo el hedor a sudor y miedo que el perfume no lograba disimular?

Mammar aulló el nombre de Beatriz. Ámbar dio rienda suelta a su odio entre sollozos.