12
AMIR maldijo su debilidad. ¿Por qué temía tanto aquel encuentro? Era el emir: si le complacía, podía argumentar que debía ocuparse de asuntos de gobierno, salir a cabalgar, incluso llamar a una concubina y demostrarle a Zarah que, antes que la suya, prefería la compañía de cualquiera. Invadido por un anhelo desesperado, recordó cómo se había sentido al estrechar el cuerpo de Beatriz entre sus brazos. El día anterior había estado a punto de ceder a sus súplicas y, una vez más, evocó la maravillosa hora entre la noche y el día, la suavidad de sus manos entre las suyas, sus labios y los movimientos cautelosos de su lengua. Llevaba suelta la melena, el rostro sin maquillaje y el regalo de su entrega carecía de segundas intenciones.
¿Qué sería aquello que la martirizaba? ¿Por qué no cedía? ¿Acaso era verdad que había amado muy profundamente a Diego de Ciento, o se trataba de que, para ella, la fidelidad no era solo una palabra?
Amir eligió la ropa con cuidado: resistentes prendas de brocado, no como la última vez... No pudo evitar reírse de sí mismo. ¡Lo mejor era ponerse una armadura para acudir a los aposentos de Zarah!
¡Ojalá hubiera sido capaz de tomarse las cosas a la ligera cuando estaba con ella! Pero en cuanto tomaba posesión de él, volvía a sucumbir a sus aromas y sus hechizos. Amir lo sabía y lo temía, pero ignoraba cómo ponerle coto.
Finalmente, echó un último vistazo a la ciudad bañada por la luz del atardecer desde el jardín de la azotea. El sol se ponía tras las montañas y sumía Granada en sombras rojizas, pero su luz aún persistía allí arriba y a Amir le pareció ver una esbelta figura de cabellera rojiza como si hubiera atrapado el sol, una túnica blanca bajo la que se marcaban suaves curvas.
Debía de estar soñando, era la hora en la cual la realidad y la fantasía se confunden.
—¿Mi señor? —dijo una voz delicada y melodiosa. Amir casi había olvidado la suavidad y la armonía de la voz de Beatriz cuando no estaba discutiendo con él.
—¿Es que mi sol del amanecer se levanta al atardecer? —preguntó en voz baja y su mirada expresaba toda su nostalgia.
La muchacha se acercó.
—¿Acaso el día no es solo un espejismo? ¿Es que las horas no transcurren con mayor rapidez cuando el amor nos abraza, mientras que se prolongan interminablemente cuando el ansia nos mantiene despiertos durante las cálidas noches?
Amir olvidó la cita con Zarah, olvidó sus miedos, preocupaciones y oscuros presentimientos. Allí estaba Beatriz, había acudido para amarlo.
La abrazó muy despacio. Nunca volvería a soltarla, nada volvería a separarlos. No quería asustarla, disponían de todo el tiempo necesario. Procuró recordar que, en realidad, aún era virgen. ¡Esta sería su noche! Amir le rozó los labios con los suyos y disfrutó cuando ella le devolvió el beso abiertamente. Las lenguas de ambos juguetearon y sus cuerpos tuvieron tiempo de acostumbrarse a la proximidad. Sus formas blandas contra la dureza de su pecho, su cuerpo voluptuoso que se restregaba contra el suyo impulsado por el inicio del deseo...
Amir la condujo de la mano ceremoniosamente hasta sus aposentos. Sonriendo, la cogió en brazos.
—Es la costumbre entre vosotros los cristianos, ¿verdad? El esposo debe alzar a su esposa y tenderla en el lecho nupcial.
Beatriz sonrió y se acurrucó entre sus brazos. Su cabeza encajaba perfectamente en el hueco formado por el cuello y el hombro de Amir, que hundió la cara en sus cabellos.
Con mucho cuidado, él la tendió en unos cojines que cubrían el suelo de la habitación de techo abovedado, dispuso su dorada cabellera en torno a sus hombros y disfrutó de su imagen durante los últimos segundos del ocaso.
—¿Quieres que encienda una lámpara? —susurró.
Ella negó con la cabeza.
—El fuego del amor bastará para iluminarnos.
Y en efecto: la luz aún le permitía ver el cuerpo de Amir cuando este se quitó apresuradamente el atuendo de brocado. Beatriz contempló sus músculos tensos bajo la piel morena. Anhelaba tocarlo, pero por primera vez Amir exploraba el cuerpo de ella con las manos. No se cansaba de acariciar su piel aterciopelada, recorrió el contorno de su cuerpo con ambas manos y la excitación lo invadió al contemplar su figura firme pero elástica. La respiración de Beatriz se volvió entrecortada cuando le besó los pezones duros, frotó una mejilla contra la suya y le apoyó la oreja sobre el pecho para oír los latidos de su corazón.
—Aunque nunca más volviera a escuchar otra música que el palpitar de tu corazón, sería el hombre más feliz de la tierra. Aunque nunca más volviera a saborear otra cosa que la dulzura de tu piel, no sentiría hambre porque tu amor me alimenta.
Amir susurraba palabras tiernas mientras la desnudaba con manos diestras. Ella le ayudó a quitarse los pantalones, admiró tanto sus caderas como sus piernas musculosas y recordó con cuánta facilidad había dominado al corcel solo con la presión de los muslos. Deseó introducir su cuerpo entre ellos, sentir su dureza y dejarse conducir a las islas de la felicidad.
Beatriz olvidó su misión, olvidó que realmente lo que estaba a punto de ocurrir debía suponer un sacrificio para ella. Le acarició los muslos con ternura, vio cómo se excitaba y se preparó para que se abalanzara sobre ella y la poseyera; pero Amir se tomó su tiempo. Solo apoyó una pierna sobre el cuerpo de ella, de manera que su duro y palpitante sexo encontró un lecho blando en el muslo de Beatriz, y luego continuó excitándola. Sonriendo, leyó los poemas de amor que todavía llevaba escritos en la piel. Recorrió los trazos de cada palabra con el dedo hasta alcanzar el pimpollo hinchado entre las piernas de ella y buscó la entrada a su puerta del placer. Hacía rato que estaba húmeda, Amir podría deslizarse por las aguas de la pasión sin el menor esfuerzo. Beatriz se pegó a él, apretó los muslos alrededor de su pierna y se restregó contra su lanza.
—¡Venid! —dijo en tono amoroso—. ¡Venid, estoy lista para emprender el viaje! Llevadme más allá de las murallas, dejad que cabalgue en las olas del amor; mi puerta está abierta de par en par.
Amir se incorporó y se deslizó por encima del cuerpo tenso de ella. Danzó por encima de su pubis, buscó la entrada como una abeja juguetona que aletea en torno a una flor antes de que esta le obsequie su néctar.
El cuerpo arqueado de Beatriz le dio la bienvenida y Amir introdujo su flecha en el húmedo y cálido pasillo que conduce a la dicha. Ella se estremeció bajo el cuerpo del hombre, lo rodeó con las piernas y él empezó a acunarla lenta y rítmicamente. Notó que se encendía como él y que las oleadas de placer rompían en la orilla del éxtasis.
Ahora gritaría y él la inundaría con el océano de su amor. Sin embargo, una tímida voz masculina interrumpió su unión.
—¡Amir... señor... perdonadme!
Amir y Beatriz se sobresaltaron. Hammad estaba de pie en el umbral, entre el bochorno y la lascivia.
Un brillo peligroso se asomó a la mirada de Amir y Hammad hizo un gesto negativo con la mano.
—No: hazme descuartizar ahora mismo. Alá es testigo de que he llamado a la puerta y me resulta más que desagradable tener que molestarte durante esta actividad tan loable —dijo, sonriendo con descaro a Beatriz.
Amir se incorporó y Beatriz cubrió su desnudez.
—Aunque seas mi amigo, Hammad, te juro que si no me das un motivo excelente para estar aquí no dudaré en dejarte en manos del verdugo. —La voz del emir era amenazadora y, para decepción de Beatriz, su erección empezó a decaer.
—Un ejército de Castilla ha cruzado nuestra frontera oriental. Y no se trata de una pequeña cabalgada: son las tropas del rey. No bastará con enviar una guarnición, tendremos que reunir al ejército. Abajo hay un emisario que trae la declaración de guerra. Debes recibirlo. ¿Te basta como motivo? —preguntó Hammad, haciendo una reverencia.
—¡Haz descuartizar al emisario! —tronó el emir—. ¡Me ha interrumpido durante la conquista de la fortaleza más importante de mi vida! Eso no quedará sin castigo. ¡Aniquilaremos a ese ejército!
—Amir... —musitó Beatriz. ¿Cómo podía hablar así? Era un ejército de castellanos, de compatriotas suyos.
—¡Mi sol de las mañanas! ¿Podrás perdonarme? ¿Por qué no cerré la puerta con llave y levanté barricadas contra el mundo real? Hoy debía hacer un viaje a la cima del placer, pero los piratas han abordado el barco. Espérame, Beatriz. ¡Conserva tu amor, no vuelvas a decirme que no, no cierres la puerta, no ices el puente levadizo!
Amir le cogió la mano y cubrió sus dedos de besos.
Beatriz la apartó bruscamente.
—Al parecer, mi señor, la muerte siempre se interpone entre nosotros.
Cuando él se marchó, se echó a llorar.
Al día siguiente, las muchachas observaron la partida del ejército granadino desde las almenas de la torre de las damas, encabezado por un orgulloso Amir montado en su yegua alazana.
A su pesar, Beatriz quedó impresionada por los animados corceles, las lanzas brillantes, los estandartes y los jinetes sonrientes y seguros de sí mismos. Amir miró hacia las ventanas del harén, pero ella no lo saludó.
Ayesha le apoyó una mano en el hombro.
—No te aflijas: regresará. Ahora adopta una actitud aguerrida, pero no correrá grandes riesgos. Si un emir cayera antes de haber engendrado un hijo, el caos reinaría en Granada. Amir lo sabe y, su guardia de corps, también. Hammad y su gente lo protegerán.
—¡Puede que ayer engendrara uno! —comentó Susana en tono burlón, y lanzó una mirada elocuente al cuerpo de Beatriz.
Esta negó con la cabeza.
—Seguro que no, antes fuimos interrumpidos y tampoco tuve tiempo de presentarle mis otras peticiones. Eso es lo que me aflige, Ayesha. He decepcionado a León y a los demás.
Ayesha se encogió de hombros.
—Inshallah. No podemos cambiar el pasado. Ahora Zarah dispone de un plazo de gracia, pero tienes que volver a intentarlo cuando él regrese.
—Creo que el destino se nos ha vuelto en contra —dijo Beatriz, suspirando—. Y en el fondo está bien: estoy a punto de romper un juramento. Es evidente que Dios no desea que cometa ese pecado.
—¡Ay, Beatriz! —Ayesha puso los ojos en blanco—. Dios no suele inmiscuirse con tanta frecuencia en los asuntos de los hombres y, si lo hace, da siempre más valor al amor que a un viejo juramento. Y tú amas al emir, ¿verdad?
Beatriz se sonrojó.
—¡Claro que no! —contestó con brusquedad—. ¿Cómo podría amarlo? Mató a mi prometido y ahora emprende una guerra contra mi pueblo. ¡Es mi enemigo natural!
Ayesha soltó una carcajada.
—¡Entonces dormirás muy bien estos días y no te inquietarás por él! —se burló su amiga—. Si te veo vagar por el harén, pálida y ojerosa, será porque te pasas las noches rezando por la victoria de los castellanos. ¡Ay Beatriz, qué hipócrita que llegas a ser!
Zarah estaba furibunda. Había esperado a Amir la noche anterior y solo de mala gana se había dejado convencer de que su ausencia se había debido a la declaración de guerra de Castilla. Pero, a la larga, en el harén todo se sabía.
Al día siguiente, Zarah averiguó que el emisario castellano no había interrumpido al emir durante los preparativos para su cita sino durante un encuentro con una odalisca. La información no procedía del harén sino del exterior, porque Zarah se mantenía en contacto permanente con su familia. De momento, ignoraba con quién había retozado Amir en sus aposentos privados; sin embargo, se lo imaginaba, y las noticias eran alarmantes: a través de su guardia de corps, Amir había comunicado que pensaba elevar a una de sus esclavas al rango de esposa. «A lo mejor pronto me dará un heredero —había dicho de buen humor—. ¡Así dejaréis de rondar a mi alrededor como un montón de gallinas alborotadas!»
—¡Encárgate de impedirlo! —siseó Zafira, una de las primas solteras de Zarah que solía visitarla y le traía noticias—. Te casaron con el emir para asegurar la influencia de los Abencerrajes en el trono. Tu padre está muy enfadado.
Zarah hizo un gesto de indiferencia.
—¿Qué quieres que haga? De momento, el emir no ha engendrado un hijo conmigo ni con ninguna mujer del harén. Quizá su semilla sea débil.
—Yo no lo dejaría en manos de la suerte —dijo Zafira en tono duro.
—¿Qué queréis? —replicó Zarah en un tono tan desagradable como el de su prima—. ¿Qué me entregue a otro hombre? Entonces enviadme a uno. No puedo hacerlo aparecer por arte de magia. ¡Claro que me libraré de la muchacha! Aunque a la larga eso no será una solución: mañana puede dejar embarazada a otra y reconocer a su hijo.
—Queremos el poder —dijo Zafira—. Y si no lo obtenemos gracias a este emir, entonces será gracias a otro. Los Abencerrajes están dispuestos a rebelarse.
—¿Una rebelión del pueblo? —preguntó Zarah, enderezándose—. Pero ¿cómo pretendéis llevarla a cabo? Una rebelión requiere un jefe y, además, ¿qué os hace suponer que con el nuevo emir yo volvería a ocupar el mismo lugar en el harén?
Zafira soltó una carcajada sardónica.
—Reflexiona un momento —le dijo sin inmutarse—. Piensa en la persona a la cual el emir ha ofendido últimamente y a la que puedes acceder con facilidad. Eres tú la que quiere el poder, así que tienes que encontrar una solución. Si no te asquea la carne fláccida... —añadió y, riendo, se marchó.
Mammar al Khadiz aguardaba a su hijo. Al principio solo se había preocupado por la educación de Alí porque confiaba en que así no perdería por completo de vista a Beatriz. Pero le complacía cada vez más ver al niño, llevarle juguetes, alzarlo en brazos y hacerle cosquillas. Alí era simpático y tenía los ojos y la sonrisa de su madre. Cuando Mammar le hacía mimos, veía en él los nobles rasgos de Beatriz y en la pelusa de la cabecita del pequeño le parecía ver su cabello rubio rojizo. La compañía de Alí le proporcionaba consuelo, pero también alimentaba su pena y su ira. ¡El emir no tenía derecho a ella! ¡Y ella no tenía derecho a darle a Amir lo que se había negado a darle a él! Mammar seguía soñando con Beatriz, pero ahora sus sueños eran tenebrosos y sangrientos. Imaginaba que la obligaba a amarlo, que quebraba su espíritu indómito y la hacía olvidar a su amado perdido, y también al emir.
—¡Visir! —dijo una voz profunda y suplicante, arrancándolo de su ensimismamiento—. Os traigo a vuestro hijo.
Mammar al Khadiz nunca había visto a aquella mujer. Era Susana quien solía traerle a Alí, y a veces un eunuco, pero aquella mujer vestida de oscuro y oculta tras los velos era una extraña.
«No es una criada», pensó Mammar. Su porte era demasiado altanero, su ropa, demasiado elegante. Llevaba una túnica azul noche que, cuando se movía, brillaba con destellos plateados. Sostenía al niño en brazos y Alí estaba llorando.
Mammar lo cogió, rozando la mano de la mujer: ardía y el roce no parecía casual. En cuanto su padre lo acunó, Alí se tranquilizó. En los ojos oscuros de la mujer, la única parte de su rostro que no cubría el velo, apareció una chispa de ironía.
—¿Te gusta hacer de niñera, Mammar al Khadiz?
—¿Qué clase de pregunta es esa? —gritó el visir, enfadado—. ¿Quién eres? ¿Quién osa ofender al visir de Granada?
La mujer tomó asiento en el diván con movimientos seductores.
—Digamos que alguien para quien el rango de visir no es lo bastante elevado... ¿Lo es para ti, Mammar al Khadiz?
Mammar estaba desconcertado.
—¿Qué significa esto? ¡Date a conocer o llamaré a la guardia!
—Eso te pondría en un compromiso, visir —dijo la mujer, riendo—. Es más: te costaría la cabeza. Verme sin el velo significa la muerte.
Mammar reflexionó febrilmente.
—Eres... No es posible que seas la hija de los Abencerrajes, la que casaron con el emir.
—¿Que no? —dijo Zarah, y dejó caer el primero de los velos de su negra cabellera. Se había hecho trenzar las perlas más exquisitas en los cabellos—. Mírame: cada una de mis trenzas es más valiosa que la pequeña esclava que el emir os robó.
Mammar lanzó una mirada nerviosa en torno. Aquella mujer tenía que estar loca. ¡La esposa del emir estaba en su despacho! Pero tenía razón: si lo descubrían allí con ella, estaría perdido.
—¿Aún lloras por la hermosa Beatriz? —Zarah dejó caer el segundo velo, desvelando los rasgos nobles, la nariz recta y los ojos un poco sesgados de los Abencerrajes,
Mammar tomó aire.
—¿Qué... qué quieres, señora?
—Balbuceas como un anciano. Sin embargo, dicen que posees la fuerza viril de un joven. —Zarah se acercó al viejo, que todavía tenía al niño en brazos, y lo rozó con la cadera. ¿Fue debido a la excitación o solo al temor que la respiración de Mammar se aceleró?— Y también dicen que eres muy persuasivo. El pueblo te ama. —Zarah se colocó a su espalda, apoyó en ella los pechos y se abrazó a él con unos brazos que parecían serpientes y empezó a recorrerle el cuerpo con las manos.
—Señora, el emir...
—Sí... —gimió Zarah—. Tienes razón, solo debiera entregarme al emir. Pero Amir está lejos. ¿Y acaso el emir siempre ha de llamarse Amir? —Agitó las caderas en una danza lenta, frotándose contra el visir.
Con decisión, Mammar se libró de aquel abrazo y dejó al niño en el diván. Le temblaban las manos. Alí soltó un berrido de sorpresa.
El visir se volvió hacia Zarah, que adivinó su erección. Se agachó, quitándose el tercer velo y dejando al descubierto una fina túnica. Se le transparentaban los grandes pechos oscuros. Se arrodilló ante él y palpó la dureza de su miembro viril.
—Sí... Eres capaz de embestir. He escogido al hombre correcto; pero ¿por qué te tomas tanto tiempo? ¿Por qué no coges lo que deseas?
—Deseo...
—Quieres el poder. —La voz de Zarah era un arrullo—. Quieres la Alhambra. ¡Cógela!
Mammar tenía un remolino en la cabeza. Zarah hablaba de una rebelión; los Abencerrajes querían derrocar al emir y, al parecer, pretendían que él ocupara su lugar. Pero ¿por qué? ¿Acaso era posible que aquella mujer lo deseara?
—Y coge todo... —Zarah se quitó el cuarto velo y Al Khadiz vio sus fuertes caderas y el pubis decorado con motivos de alheña—. Coge todo lo que forma parte de ella.
Zarah le levantó la túnica y Mammar trató de mantener la calma. El asunto era muy grave. No debía hacer promesas ni concesiones dejándose llevar por los sentidos. Ella lo atrajo hacia sí.
—¿Quién..., quién está detrás de ti? —le preguntó él con la garganta seca—. ¿Podría contar yo con el... apoyo de los Abencerrajes?
Zarah palpó su lanza, jugueteó con ella y aumentó su hinchazón con un diestro masaje.
Mammar resolló.
—¿Acaso estaría aquí si no fuera así?
El visir ya no pudo contenerse más. Abrazó a Zarah, se apretó contra ella y besó los pechos maduros que le ofrecía. Arrancó el último velo y le acarició el cuerpo, un cuerpo que temblaba bajo el suyo, tan encendido y prometedor como indicaba el primer roce casual. Mammar aspiró los aromas pesados y embriagadores de Zarah y perdió el juicio. Jadeaba y el corazón le martilleaba. Ansiaba únicamente adentrarse en aquella carne caliente, penetrarla, sentirse acogido y acabar la danza del deseo con ella.
En el último instante, sin embargo, Zarah lo apartó.
—No podemos hacerlo. Soy la mujer del emir... —dijo con la voz ronca.
—Pero... pero...
Mammar estaba tendido a su lado, trémulo, y solo se tranquilizó cuando ella volvió a llevarlo al borde del éxtasis con sus diestros dedos.
—Podrás... —dijo, acariciándole la delicada piel del escroto—. Solo podrás poseerme cuando hayas ocupado su lugar. Créeme, lo ansío tanto como tú. —Cogió su miembro con ambas manos, se lo acarició y él volvió a gemir de placer—. ¿Me deseas? —le preguntó mientras él se entregaba al ardor—. ¿Deseas el poder? —añadió, y le clavó las uñas.
—¡Sí! ¡Sí! —Mammar arqueó el cuerpo. No sabía si gritaba o susurraba, si reía o lloraba. El poder, aquella mujer, la Alhambra... Entonces Mammar comprendió por qué llamaban a sus jardines el Edén.
En el harén las mujeres oscilaban entre la inquietud y el aburrimiento. Aunque el emir rara vez aparecía por allí, su presencia en el palacio las animaba y la posibilidad, por escasa que fuera, de ser escogidas por él esa noche, excitaba la fantasía de las mujeres y las impulsaba a embellecerse y a estar más deseables. Cuando el señor no estaba en casa, la vida se estancaba y las mujeres se ponían melancólicas. Era la gran ocasión para Hassan y los demás eunucos de ser no ya los criados sino los artistas encargados de entretenerlas. Su principal tarea consistía en alegrar la vida a las odaliscas.
Mustafá y Hassan lo intentaron yendo al mercado de Granada, donde compraron numerosas piezas de preciosa tela que extendieron luego ante Beatriz y sus amigas. Durante la reunión, también se dedicaron a contarles los últimos cotilleos.
—En el zoco se murmura que habrá una revuelta —dijo Mustafá—. Dicen que el emir tiene la culpa de que ahora estemos luchando en Levante; que debería haber apostado más guardias y soldados en las atalayas y gastado más dinero en la defensa del emirato que en su harén. Que tendría que haber atacado a los cristianos con mayor dureza, ya incluso en tiempos del antiguo emir. —Desplegó una delicada seda.
—¡Tonterías! —exclamó Ayesha con brusquedad. A la inteligente joven le interesaba más la política que la ropa—. Todos aquellos capaces de interpretar un mapa comprenden la posición de Granada respecto a Castilla, por no hablar del resto de la península Ibérica. ¡Si algún día se unieran dos reyes españoles podrían arrojarnos al mar!
—¿Quién es capaz de interpretar un mapa, Ayesha? —le preguntó Katiana, divertida, sosteniendo la tela delante del rostro como si fuera un velo—. Nadie del pueblo, desde luego. Sin embargo, es una sugerencia interesante: enviaremos a todos los habitantes de Granada a la escuela de la celestial Khalida e inundaremos las tierras cristianas con muchachas muy bien instruidas desde todo punto de vista. ¿Quieres apostar a que los reyes pierden las ganas de hacer la guerra? Si no estuvieran ocupados en la cama, tendrían que aprender a interpretar mapas.
—Dicen... —terció Mustafá, cortando el inicio de una pelea—. Dicen que el emir ha pagado tributos a Castilla para impedir una invasión. ¿Lo creéis posible?
—¿Quién dice eso? —preguntó Ayesha, alarmada.
—¡Pues de eso se trata! En el mercado afirman que el propio visir lo delató, que hasta ahora callaba pero que le remordía la conciencia. Nuestros hombres mueren en la frontera de Castilla y el dinero para sus armaduras acabó en las manos del enemigo en forma de tributo.
—Eso no puede ser cierto —dijo Beatriz.
Ayesha rio.
—Por supuesto que lo es, tontuela; aunque «dinero» es un término demasiado crudo y tampoco nunca lo han llamado «tributo». Se suele hablar de «regalos»; de oro, por supuesto. A veces también se trata de reliquias: los cristianos dan mucha importancia a los santos muertos. Y de muchachas, claro está. Dos de mis más íntimas amigas viajaron a Castilla como «regalo». Una de ellas sirve oficialmente a la reina; la otra lleva la casa del obispo —dijo, riendo descaradamente.
—¡Es increíble! —exclamó Beatriz.
—Es política, y una política inteligente, además, que lleva cien años asegurándonos la paz. La pregunta es por qué los cristianos han atacado precisamente ahora. Sospecho que, tras la muerte del viejo emir, los pagos se retrasaron. O puede que quieran más dinero —dijo Ayesha, sosteniendo un tejido de brillo rojizo y anaranjado bajo la luz.
—¡Deja eso! ¡Ese es mi color! —chilló Katiana. Era obvio que ese día tenía ganas de pelea.
Ayesha le entregó la tela sin discutir. La conversación sobre los tributos le parecía mucho más interesante.
—O tal vez detrás de todo esto está el visir —siguió diciendo—. ¿Por qué ha revelado el asunto justamente ahora y ante el pueblo?
—¿Que por qué? —comentó Blodwen en voz baja—. Porque quiere derrocar al emir. Ahora que está de campaña, tiene una buena oportunidad.
—¿Y crees que ha provocado la guerra adrede, dejando de enviar los tributos y embolsándoselos? Porque en ese caso, no solo se quitaría de encima al emir sino que además dispondría de un tesoro considerable con el cual ganarse al pueblo. ¡Es genial! Aunque, a decir verdad, no creo que el viejo Mammar sea capaz de hacer algo así.
Ayesha no solo conocía a Mammar por las historias de Beatriz. A menudo había interpretado melodías de laúd en fiestas o reuniones diplomáticas en las que el visir estaba presente.
—Entonces quizá sea otra persona —dijo Beatriz—. Pero es alarmante. ¿No podemos advertir al emir?
Ayesha le sonrió maliciosa.
—No estarás inquieta por él, ¿verdad? —dijo con retintín, y se cubrió la melena morena con un tejido dorado. Las otras muchachas soltaron risitas.
Beatriz se ruborizó.
—Solo quiero decir que... —dijo, intentando suavizar el sentido de sus palabras.
Soltando una carcajada, Ayesha le abrazó los hombros.
—¡Ay, tontuela! No somos las únicas que se preocupan por tu emir. Seguro que ya hay mensajeros camino de reunirse con él. Se ocupará de ese visir traidor; de él y de todos los que están detrás del asunto. Pero no le resultará fácil: librar una guerra en dos frentes nunca ha sido cosa sencilla.
Tras vagar por los jardines, Beatriz regresó a sus aposentos y reflexionó sobre la conversación mantenida con las muchachas.
¡Esa Ayesha! Pero ¿y si estaba en lo cierto? ¿Realmente se inquietaba por un hombre que osaba decir que era su «amo y señor»? ¿Su dueño? Por primera vez pensó en lo que una guerra y una victoria de los castellanos significarían para ella. El emir sería enviado al exilio, a África... si sobrevivía a la derrota. Y dejarían que se llevara a su familia más próxima, desde luego.
Sin embargo, tanto Ayesha como las otras concubinas, los eunucos y los criados tenían que contar con volver a ser vendidos. Para los cristianos tenían un valor considerable, así que era muy improbable que se los dejaran al emir.
Beatriz, en cambio, la cristiana raptada que todavía no se había convertido al islam, podía contar con recuperar la libertad. La enviarían a casa de su padre o este iría a recogerla. ¿Era eso lo que quería? ¿Regresar a casa como una proscrita, deshonrada y con un niño sin padre en los brazos? Anhelaba recuperar su antigua vida en libertad con desesperación, pero considerándolo objetivamente, sabía que de todos modos eso era imposible.
¿Y Amir? ¿Acaso realmente no era más que su secuestrador? Recordó su risa, la paciencia que había tenido con sus caprichos y sus increíbles ocurrencias. Claro que dibujar versos de amor en su cuerpo había sido un descaro, pero placentero, ¡qué placentero! ¿Qué más se le ocurriría a ese hombre si se entregaba a él, si compartía el lecho con él de manera cotidiana? Había sentido nostalgia por Diego, por su miembro viril duro y fuerte en su puerta del placer. Diego era un hombre apasionado que hubiera embestido contra esa puerta, y no cabía duda de que ella lo hubiese disfrutado. Al menos las primeras veces, pero ¿habría seguido resultando excitante? ¿Habría logrado seguir excitándola a la larga? Amir, en cambio, había llamado a su puerta con mucha delicadeza, se había demorado buscando la llave, había tanteado minuciosamente como si tras ella se ocultaran los tesoros más preciosos.
El descubrimiento de dichos tesoros prometía un placer infinito; imaginaba que cada día Amir alzaría otro, sin dejar de abrir nuevos caminos hacia las orillas de la dicha.
Pensativa, Beatriz se sentó al borde de una fuente, sumergió la mano en el agua fresca y dejó que la corriente del arroyo artificial la acariciara. Diego había sido como una catarata, puro y salvaje. Amir era como aquel arroyuelo: juguetón, sosegado, siempre fluyendo por nuevos cauces de meandros sorprendentes y convirtiéndose en alegres cascadas, agitados remolinos y lagos profundos y tranquilos.
¡Sí! ¡Temía por la vida del emir! Se había convertido en parte de él. Sus ojos reinaban en sus sueños, aún le parecía notar las manos de Amir en su cuerpo y se sentía protegida cuando se acurrucaba contra su pecho. Pero no quería ser su concubina, ¡no quería ser una más entre cuatrocientas! Quería acostarse con él por las noches y despertar en sus brazos por las mañanas. Quería que él compartiera sus problemas con ella. A lo mejor la idea de la mentora de Ayesha de enseñarles a sus muchachas nociones de política y geografía, de filosofía y literatura, era verdaderamente buena. Porque los hombres podían mantener conversaciones interesantes con ellas; seguro que nadie trataba a Ayesha como a una muñequita tonta. En cambio Beatriz solo había sido una especie de juguete para Diego y para su padre: como un cachorro o un gatito cuyo aspecto y cuya conducta graciosa encantaba a los hombres. Seguro que no le habrían pedido consejo y que nunca habría participado en la toma de decisiones.
¡Las cosas no debían ser así entre ella y Amir! Al día siguiente le pediría a Ayesha que le enseñara a interpretar un mapa y, más adelante, quizá también que le leyera obras políticas y filosóficas. Ya vería. Pero hasta entonces quería entregarse a un par de dulces ensoñaciones: soñar con el regreso de Amir, con la voluptuosidad que sentía entre sus brazos.