13

AMIR clavó la mirada de sus ojos negros en su adversario. El gigantesco caballero enfundado en una resplandeciente armadura que se lanzaba contra él lanza en ristre, montado en su poderoso caballo de batalla, tenía un aspecto realmente aterrador, pero no era el primero con el que se había topado el príncipe sarraceno. Sonriendo, se ajustó el peto de cuero y, chasqueando la lengua, lanzó su yegua al galope. El animal se abalanzó contra el caballo de batalla, tan en guardia como su amo y, en el último instante, cuando el adversario contaba con golpear a Amir, obedeció una rápida presión de los muslos y brincó hacia un lado. Amir pasó por debajo de la lanza enemiga, golpeando al sorprendido jinete con la suya. No fue suficiente para derribarlo del caballo, pero sí para desconcertarlo. Amir hizo girar a su yegua sobre las patas traseras. Al animal evidentemente le divertía perseguir al caballero enemigo. Amir se burló de él superándolo con su yegua veloz, dando la vuelta con la rapidez del rayo y enfrentándose al absolutamente desprevenido cristiano, dispuesto a un nuevo intercambio de golpes. Antes de que el enemigo pudiera echar mano de sus armas, Amir lo derribó de la silla de montar con un golpe experto. El otro aterrizó sobre el trasero y quedó tendido en la arena dentro de su pesada armadura, como una tortuga boca arriba. Amir regresó junto a él y le apoyó la lanza en el pecho.

—¿Te rindes? —le preguntó en español, con una sonrisa pícara—. Porque en ese caso no tendré que matarte. Encuentro un tanto... deshonroso partirte en dos como a un cangrejo.

El español soltó un gruñido indignado y se llevó la mano a la espada, pero al final optó por no desenvainarla y se alzó la visera.

—Si me matarais, os arrepentiríais. Soy Miguel de Aguadulce, conde de Avano. El rey me ha designado como negociador en caso de que vuestro emir considere la posibilidad de emprender negociaciones de paz.

Amir soltó una sonora carcajada.

—¡Qué gracia, don Miguel! ¡Estás tendido de espaldas como un perro, pero me ofreces amablemente que me rinda! Porque de eso se trata, ¿verdad?

—¡No hablo de vos sino de vuestro emir! —replicó el español con altanería—. Es muy improbable que un soldado de poca monta como vos comprenda las muy complejas circunstancias que provocaron este ataque ni tampoco las posibles condiciones para ponerle fin.

El rostro de Amir se endureció.

—¡Caramba, un diplomático! No muy experto, al parecer. Porque, de lo contrario, es bastante improbable que te hubieras lanzado a combatir en primera línea, donde cualquier soldado de poca monta que ignore tu increíble importancia te podría mandar al otro mundo. Porque resulta que, en su mayoría, los soldados de poca monta de Granada no dominan vuestra lengua, y sospecho que eres incapaz de soltar tu bonito discurso en la mía.

—No tengo por qué justificarme. Debo...

—Yo te diré lo que debes hacer —lo interrumpió Amir en tono mordaz—. Lo primero adoptar una postura más digna, y luego, en la medida que esta armadura te lo permita, ¡hincar la rodilla ante el emir de Granada! —Apartó la lanza, hizo retroceder a su caballo y dejó espacio para que el caballero se pusiera de pie, tambaleándose.

Avergonzado, el conde hizo una reverencia y murmuró una disculpa.

—No lo sabía... Escuchadme, señor, ¿de verdad queréis llevar a cabo las negociaciones aquí, en el campo de batalla?

Diversas escaramuzas se desarrollaban en torno a ambos caballeros, pero hacía bastante tiempo que Amir había comprendido que el ataque de los cristianos no iba en serio. Más que una campaña en el marco de la reconquista de Andalucía con el fin de expulsar a los «invasores» sarracenos, parecía un disparo de advertencia del soberano cristiano. Ya hacía más de setecientos años que los sarracenos ocupaban aquellas tierras, desde antes incluso de la fundación del reino de Castilla, pero eso no suponía un inconveniente para los cristianos. Estaban absolutamente convencidos de su derecho sobre las tierras de los sarracenos, y Amir no se hacía ilusiones: algún día las conquistarían. Pero no ahora, no durante su mandato. Seguiría fastidiando a ese don Miguel un poco más y luego se reuniría con él para sondear los motivos del ataque y eliminarlos de manera diplomática.

Empezó por levantar la barbilla con orgullo.

—¿Qué negociaciones? Ya no estáis tendido de espaldas, don Miguel, pero tampoco en posición de lanzar un ultimátum. De momento, no veo ningún motivo para trasladar a los salones una disputa que vosotros empezasteis en el campo de batalla. Mis hombres se enfadarían. Siguen tan sedientos de sangre como antes. ¡Esperamos librar la batalla decisiva, señor negociador!

En efecto: no se había librado una auténtica batalla todavía y ambos ejércitos se limitaban a estar frente a frente. Y si bien todos los días había luchas, ninguna de las partes tenía que lamentar más muertes que durante las habituales cabalgadas y ghazus.

Don Miguel volvió a intentarlo.

—Podemos acabar con el derramamiento de sangre —dijo.

Amir soltó una carcajada.

—¿Por qué? Desde mi punto de vista no es necesario. Tú, amigo mío, fuiste quien empezó. Seré yo quien decida cuándo ponerle punto final. —Miró a su alrededor y vio algunos miembros de su guardia de corps que justo entonces ponían fin a sus luchas. Los adversarios huían y Hammad reunía sus monturas.

—¡Hammad, Karim! Acompañad a este señor hasta las tiendas de los castellanos, por favor. Nada debe sucederle: el rey podría tomárselo muy mal. Y grabaos su armadura y su caballo en la memoria; es sacrosanto y en el futuro nadie debe derribarlo de la silla de montar. ¡Ha sido un placer, don Miguel! —Tras hacerle una inclinación de cabeza, se alejó riendo.

Las negociaciones con aquel hombre serían interesantes. Amir adoraba jugar con los emisarios cristianos, pero ¿por qué siempre le enviaban individuos tan necios y fanfarrones?

Por desgracia, las noticias que aguardaban a Amir cuando por fin regresó a su tienda, cubierto del polvo tras el combate pero satisfecho por cómo había transcurrido el día, no eran buenas.

—Hace un momento llegó un mensajero desde Granada, señor. Trae noticias. Dice que ha de veros de inmediato; le dije que podían esperar hasta que os hubierais lavado, pero él...

Alarmado, Amir alzó la vista.

—¿Tan urgentes son? ¿Por qué no habéis ido a buscarme al campo de batalla? Bien, tráeme al hombre ahora mismo, ¡el agua no se enfriará tan rápido!

Lanzando un vistazo apenado a la tina humeante, Amir se limitó a sumergir los brazos en una jofaina de agua fría, se humedeció la cara y se dispuso a recibir al mensajero.

El hombre iba sucio y parecía angustiado. Él tampoco se había aseado antes de presentarse ante el emir: otra mala señal.

—¡Perdonad mis prisas, señor! —dijo, y se arrojó a sus pies.

Amir reconoció al joven. Era un alférez de la guardia de palacio, miembro de una familia de la nobleza fiel al emir. A excepción del día de su reclutamiento, nunca se había presentado ante el soberano.

—Ponte de pie, Tarik, y trasládame el mensaje —dijo—. ¿Quién te envía?

—El comandante, señor. El comandante de la guardia. Estamos luchando contra una tropa armada contratada por los Abencerrajes y apoyada por el pueblo.

—¿Los Abencerrajes? ¿Apoyada por el pueblo? ¿Te refieres a una guerra civil?

—Una especie de revuelta, señor. El comandante opina que el pueblo no sabe lo que hace, pero el visir y los hombres de los Abencerrajes lo incitan contra vos a causa de unos tributos. No lo he comprendido del todo, pero quieren derrocaros.

Tarik hablaba con la cabeza gacha; parecía atemorizado. Al parecer había oído decir que ciertos soberanos cortaban la cabeza al mensajero portador de malas noticias.

—¿Y quién se supone que ha de ocupar mi lugar? —preguntó Amir, perplejo—. ¿Moussa Ahmed, miembro de la familia de los Zagríes? No lo creo, si los Abencerrajes financian este motín.

—Según parece... Según parece será el visir, señor. Gritan su nombre ante las puertas de la Alhambra. Y la situación es grave, afirma el comandante. Tal vez logremos resistir un día más, pero dada la escasez de tropas...

—¡Que Alá los maldiga! —exclamó Amir.

El joven se sobresaltó; sin embargo, el emir no tenía la menor intención de hacerle reproches. Más bien se culpaba a sí mismo por la situación. ¿Por qué se había llevado a todos los soldados fuertes y experimentados a esa campaña? Era evidente que, en la defensa de la Alhambra, los viejos como el comandante y los casi adolescentes como aquel joven se veían desbordados. ¡Maldición! ¡Tendría que haber sabido lo que se cocía bajo la superficie de la pacífica Granada!

Pero ¡el visir! Amir había confiado completamente en la lealtad de Mammar al Khadiz. Siempre había podido fiarse de él... hasta el asunto de Beatriz. Aún recordaba el rostro crispado por el odio del anciano cuando lo obligó a entregarle a la esclava.

Beatriz, Beatriz estaba en la Alhambra. ¡Tal vez al día siguiente Mammar la ocupara como soberano! Le entregarían a la muchacha y, al pensar en ello, se estremeció. Confiaba en él y, una vez más, no podía protegerla.

Reprimió el impulso de ordenar que el ejército partiera hacia Granada esa misma noche, porque con ello abriría las puertas del emirato a los cristianos. Si Miguel de Aguadulce no era completamente tonto, perseguiría a Amir y conduciría al ejército español hasta el corazón de Granada. No quería ni pensar en los saqueos y las exigencias durante las negociaciones de paz subsiguientes.

No, debía encontrar otra solución.

—Gracias, Tarik. Cuando regresemos a la Alhambra te recompensaré debidamente por el servicio que me has prestado. Ahora ve y refréscate, enviaré un mensajero a Granada de inmediato con instrucciones para tu comandante. Creo que podremos emprender la cabalgada mañana. Y tú, Alí —le dijo a su criado—, ve en busca de Hammad al Mutah. Dile que sujete un paño blanco a su lanza y cabalgue hasta el ejército castellano ahora mismo: el emir de Granada desea recibir a Miguel de Aguadulce, el enviado del rey, para negociar la paz esta misma noche.

Amir se sumergió en la tina de agua tibia y comió un poco de fruta mientras Alí iba a llevar el mensaje. Las uvas eran dulces, pero a Amir le sabían amargas. No habría juegos con el enviado español: su entrevista con Miguel de Aguadulce se había convertido en un asunto de máxima gravedad.

El castellano se presentó al cabo de menos de una hora. Su séquito estaba formado por dos guardias de corps y el inevitable sacerdote que acompañaba invariablemente a los castellanos durante cualquier entrevista medianamente importante.

Miguel de Aguadulce también parecía impaciente por iniciar las negociaciones. Gracias a su ropa elegante (llevaba jubón rojo oscuro, gorguera blanca almidonada, calzas negras y las medias rojas), parecía un petimetre y mucho más menudo que antes, en el campo de batalla. Sin embargo, era un hombre apuesto, de rasgos orgullosos y aristocráticos, con una cuidada barba. Sus movimientos no eran demasiado elegantes, sin embargo, y crispó la cara de dolor cuando se inclinó ante el emir.

—¿Cómo va ese trasero, don Miguel? —le preguntó Amir, divertido—. Uno cae con dureza de esos enormes caballos y con esas armaduras tan pesadas.

Miguel hizo una mueca.

—Solo son pequeñas lesiones, señor. Ahora hablad. Queríais negociar, así que primero contestad a mi pregunta. ¿Cómo se os ocurrió ofender a mi rey?

Amir frunció el ceño.

—¿En qué lo he ofendido? Es más bien al contrario: vosotros invadisteis mis tierras incumpliendo todos los tratados.

—Los tratados... —dijo don Miguel, retorciéndose ligeramente—. Los tratados estipulan el envío de ciertos obsequios —añadió el negociador, haciendo un ademán nervioso con sus manos enguantadas y perfumadas.

Amir asintió, apretando la mandíbula.

—Puedes llamarlos tributos, puesto que estamos a solas. ¿Y qué sucede con ellos? ¿Acaso no han sido suficientes?

—Mi rey no ha recibido ningún obsequio —declaró el español.

—¿Qué? —exclamó Amir. Se había vestido para el encuentro con el mismo cuidado que el otro y, con su túnica corta de brocado dorado, se irguió ante el negociador, que retrocedió asustado.

—¿Me estás acusando de mentir? ¿De no cumplir con lo estipulado? —El brillo de sus ojos negros era amenazador.

—Me limito a informaros de los hechos, señor. No llegaron envíos a Castilla, así que supusimos... —dijo don Miguel, cuya estatura parecía menguar progresivamente.

Entonces metió baza el sacerdote.

—Y para más inri, en esta ocasión nos habían prometido enviarnos el esqueleto de san Ambrosio. Una reliquia sagrada. ¡No tenéis derecho a privarnos de ella! —se lamentó.

Amir recorrió la tienda con paso inquieto. O el cristiano mentía, o el alcance de la conspiración contra él en Granada era mucho mayor de lo que había temido.

—Perdonad mi arrebato —dijo por fin—. Solo puedo aseguraros que los regalos para vuestro rey fueron enviados hace casi dos lunas, incluido el esqueleto de san Ambrosio... —dijo, inclinando la cabeza ante el enfadado sacerdote. El asunto había sido muy desagradable. Se habían visto obligados a pagar una gran suma de dinero a una comunidad cristiana de Alhama—. Encargué a mi propio suegro, Mohamed, que acompañara el envío. Os aseguro que el tema será investigado y que reuniremos un nuevo envío que debería llegar a Castilla antes de un mes.

—Pero el esqueleto de san Ambrosio... —lloriqueó el sacerdote.

Amir tuvo que hacer un gran esfuerzo para no perder los estribos y, al parecer, también don Miguel, que puso los ojos en blanco.

—No puedo garantizar, sacerdote, que encontraré enseguida los despojos de vuestro apreciado difunto; aunque a lo mejor os conformáis con la cabeza del traidor que interceptó el envío.

Don Miguel sonrió.

—Para encaminar todo este asunto, sin embargo, debo regresar a Granada inmediatamente. ¿Puedo confiar en que vuestro ejército se retirará mañana por la mañana? —El emir miró con firmeza al negociador.

—Mi rey no quiere la guerra —contestó don Miguel, asintiendo con la cabeza.

—Entonces tu rey y yo estamos de acuerdo —dijo Amir con un suspiro de alivio.

—Incluiré a una muchacha en el envío, don Miguel, como obsequio personal. Ella se ocupará de vuestro trasero.

El emir despidió a sus huéspedes con un ademán y notó que el español trataba de contener la risa mientras el sacerdote le dirigía palabras insistentes.

—¡No tendríais que haber aceptado! ¡No pretenderéis que deposite la cabeza de un sarraceno bribón en el ataúd de san Ambrosio!

Amir mandó reunir el ejército: partirían antes de una hora para liberar la Alhambra.

Los defensores de la Alhambra se rindieron ante las fuerzas superiores alrededor de la madrugada. La guardia del palacio se había defendido con valor, pero ya lloraban la muerte de veinte de sus hombres y el comandante estaba gravemente herido; el jovencísimo teniente que lo había reemplazado no había podido resistir el ataque de los mercenarios y la plebe.

—Abandonad las murallas pero guardad las puertas del harén —les había ordenado a sus últimos hombres—. El pueblo no debe irrumpir en las dependencias de las mujeres. Defendedlas con vuestra vida. De todos modos, el emir no dejaría a ninguno de nosotros con vida si uno de esos bellacos deshonrara a una de sus mujeres mientras un solo guardia siga vivo.

Sin embargo, la ocupación del palacio se desarrolló de manera mucho más ordenada de lo que temía el joven teniente: la conquista estaba muy bien planeada. El propio Mohamed comandaba personalmente a los mercenarios y los mantuvo bajo un control férreo cuando las puertas se abrieron. Apostó hombres escogidos de antemano en lugares estratégicos y dejó fuera al pueblo sin miramientos. Antes de que la gente se percatara de lo que ocurría, Mammar al Khadiz cabalgó hacia el palacio vestido con majestuosidad, acompañado de un séquito multicolor. El pueblo estaba demasiado ocupado en vitorear y darle la enhorabuena al nuevo emir para pensar en saquear la Alhambra.

Y Mohamed tampoco tenía la menor intención de deshonrar el harén de Amir. Más adelante decidirían qué hacer con las mujeres, y seguro que Zarah ya habría forjado sus planes al respecto.

Satisfecho, escuchó y observó a Mammar el Primero, como había decidido llamarse, dirigirse al pueblo desde las almenas de la Alhambra: lo hacía muy bien, pero no dejaba de ser un anciano enamorado de sí mismo. Resultaría fácil manejarlo. Bastarían para ello unos halagos y una nueva pequeña esclava con la que Mammar olvidara todos los asuntos del gobierno. No obstante, su hijo mayor suponía un problema, puesto que parecía serle fiel al emir; como jefe de sus cuadras, de momento estaba con el emir en la frontera. Habría que ver si se pasaba al otro bando; lo mejor sería que permaneciera en el que estaba y se exiliara con el antiguo emir. Pero si le cogía gusto al poder... Trabajando con caballos solía haber accidentes y no haría falta poner a Mammar al corriente. Además, decían que el nuevo emir tenía un hijo menor cuya madre era una esclava que vivía en la Alhambra. Eso también resultaba práctico: podían presentar al niño como sucesor al trono en caso de que Zarah no lograse que Mammar la dejara embarazada.

Mammar el Primero ocupó la Alhambra con lentitud y gran placer. Conocía las lujosas salas de reunión y del consejo, desde luego, pero hasta ese momento no había tenido acceso a los aposentos privados del emir. Contempló el maravilloso jardín de la azotea con admiración, aspiró el embriagador aroma de las flores y disfrutó del panorama de la ciudad.

—¿Acaso te prometí demasiado? —dijo una voz profunda a su espalda—. Todo esto es tuyo.

Zarah estaba de pie detrás de él; no llevaba velo, iba cuidadosamente maquillada y la finísima gasa dejaba entrever los contornos de su cuerpo. En esta ocasión no llevaba perlas, solo pesadas cadenas de oro que brillaban contra su piel oscura.

Mammar se le acercó.

—Todo eso resulta insignificante en comparación con otra promesa que me has hecho —susurró—. Quería la Alhambra, quería el poder... Pero a quien realmente deseo es a ti.

Zarah se apretujó contra él y le acarició la nuca con sus fuertes dedos, como una gata que juega con un ratón sin sacar las uñas.

—Yo soy el poder —dijo, como si fuera un conjuro—. Y tú estás aquí para servirme.

Horas después, Mammar estaba tendido en el diván de la habitación del emir, completamente exhausto. Le dolía todo el cuerpo, pero era el dolor del placer el que sentía; nunca había pasado momentos tan dulces como entre los brazos de aquella oscura hechicera. Su corazón aún palpitaba como un caballo desbocado e ignoraba aún lo que le había ocurrido durante el viaje enloquecido por los abrasadores mares de la voluptuosidad. ¿Qué le había prometido a Zarah? ¿Realmente se había arrodillado ante ella, venerándola como a una diosa, entregándole todo su ser y poniéndose en sus manos? El corazón le ardía. Había recibido un gran regalo esa noche, pero también había perdido algo. ¿Por qué no lograba recordarlo? Aunque en el fondo no tenía importancia: lo único importante era que ella regresara, que volviera a conducirlo a través de las llamas del placer, que explorara las profundidades más secretas de su cuerpo y le abriera el suyo. Mammar habría hecho cualquier cosa por ella. Zarah tenía razón: estaba allí para servirla.

El ejército se acercaba a Granada con lentitud insoportable. Amir había emprendido la marcha esa misma noche y hacía horas que no les concedía un descanso a sus hombres, pero trasladar un ejército formado por varios miles de jinetes y soldados de infantería de un lugar a otro con rapidez no era tarea fácil.

Llevado por la preocupación y la inquietud, Amir recorría las filas de sus hombres instándolos a avanzar, pero en el fondo no se hacía ilusiones: la marcha desde la frontera a la capital duraría tres días como mínimo, y no podía obligar a sus hombres a seguir avanzando una noche más, necesitaban un descanso. Por fin tomó una decisión.

—Nos adelantaremos al ejército a caballo, Hammad —le dijo a su hombre de confianza—. Reúne un pequeño pelotón de ataque, tal vez de unos veinte jinetes, no más. Todos ellos con buenas monturas: quiero llegar a Granada en pocas horas. Si logro hacerlo antes de que ocupen la Alhambra...

Hammad meneó la cabeza.

—¡No te hagas ilusiones, amigo mío! El mensajero dijo que la guardia del palacio estaba a punto de rendirse. ¿Por qué habrían de aguardar nuestra llegada los amotinados?

Amir jugueteó con las riendas de su yegua, nervioso.

—No lo sé. Pero algo debo hacer. Si la Alhambra ha caído, mis mujeres estarán en manos de mis enemigos. Quién sabe qué les harán.

—Zarah es una Abencerraje —objetó Hammad—. Es improbable que su propia familia le haga daño. Por otra parte, incluso si nombran emir al visir, jamás será lo bastante loco e incivilizado para deshonrar tu harén.

—No es Zarah quien me preocupa —dijo Amir—. ¡Me preocupo por Beatriz! Mammar al Khadiz siempre la ha deseado y ahora puede que esté en sus manos. En todo caso, Zarah no hará nada para protegerla.

—Pero ¿qué pretendes hacer? —Hammad se resistía a cumplir las órdenes del emir—. No puedes conquistar la Alhambra tú solo. Incluso con el respaldo del ejército tardarías días. Además, si cabalgas con un séquito tan pequeño, es posible que te atrapen y te maten. ¡Y entonces Granada y tu Beatriz estarán más perdidas que nunca!

—¡Lo sé, Hammad! —exclamó airado el emir—. ¡Pero no soy un cobarde y quiero ir a Granada! ¡Debo ir a Granada! Cuando lleguemos ya decidiré qué hacer. ¡Si sigo viéndome obligado a avanzar a paso de tortuga me volveré loco! Así que haz el favor de reunir a un pelotón. Quiero partir antes de una hora.

Era de noche en la Alhambra. Mammar al Khadiz había tomado posesión del palacio, poseído a Zarah, saboreado los placeres de los baños y jardines e invitado y examinado a los dignatarios del antiguo emir. Un par le había jurado lealtad, otros habían renunciado a su puesto por propia voluntad y otros más, que le habían manifestado un desprecio gélido, se abrasaban ahora en las mazmorras mientras Mammar disfrutaba de las vistas de la ciudad. Granada parecía un océano de luces. Los Abencerrajes habían ofrecido una fiesta al pueblo y en las calles celebraban la entronización del nuevo emir.

Mammar sonrió: allí abajo no dejaban de vitorearlo y el poder se le subió a la cabeza como un vino dulce. Poseía Granada, poseía la Alhambra, podía hacer lo que le diera la gana, y el harén del emir también le pertenecía.

Era hora de saldar viejas cuentas.

Llamó a un criado.

—Di a los eunucos del harén que me traigan a una de las muchachas, Beatriz umm Alí, la castellana de pelo rubio rojizo.

El criado se agitó, inquieto. Tal vez al nuevo emir lo enfurecieran las malas noticias.

—Señor..., el harén aún no ha sido conquistado. Los últimos guardias de palacio se han atrincherado ante las puertas. Me temo que lucharán para impedir el acceso.

—¿Qué dices que han hecho? —rugió Mammar—. Este palacio está en nuestras manos desde hace un día entero, ¿y me dices ahora que una parte sigue en poder de los guardias? Tráeme al comandante de la guardia. Tenemos que expulsarlos de su guarida.

—Señor..., Mohamed, el nuevo visir, considera que, eh, que debemos resolver el asunto de manera pacífica —dijo el criado, mordiéndose los labios.

En efecto: Mohamed había dado orden de que hicieran caso omiso de los defensores del harén. No quería luchas sangrientas en la Alhambra y la idea de matar a los hombres de hambre no era esperanzadora. En el harén abundaba la comida; sus defensores dispondrían de alimentos durante semanas. Por otra parte, Mohamed opinaba que nadie tenía motivo alguno para pisar el harén del antiguo emir. Al contrario: si los hombres de Amir lo vigilaban, al menos a ningún soldado se le ocurriría deshonrar a las mujeres. Por consiguiente, que los guardias de palacio aguantaran. Cuando reinara de nuevo la calma podrían negociar con ellos y emprender la reforma del harén. Al fin y al cabo, el nuevo emir querría trasladar allí a sus propias mujeres. Algunas de las muchachas de Amir seguramente lo acompañarían al exilio, otras serían vendidas. Esto último era también una perspectiva agradable: ingresaría dinero en la caja.

La orden de Mammar de atacar el harén fastidió a Mohamed, que maldijo a Zarah por no haber conseguido la absoluta sumisión del emir. No obstante, no podía oponerse a los deseos del nuevo soberano, así que, irritado, mandó llamar al comandante de los mercenarios.

—Elimina los últimos restos de resistencia atrincherados tras las puertas del harén. Pero te lo advierto: si uno solo de esos bellacos se acerca a las muchachas, si deshonra a alguna, ¡tu cabeza también acabará clavada en la punta de una lanza en las almenas de la Alhambra!

El hombre le sonrió con descaro.

—Al menos unas cuantas cantantes podrían actuar para nosotros por las noches, ¿no? Y también un par de bailarinas... Venga, señor, mis hombres se merecen algún entretenimiento.

—¡Ni una! —bramó el visir—. ¡Nadie tocará ni un pelo a las mujeres! —«A excepción de la muchacha a la que el emir quiere arrastrar a su lecho», pensó Mohamed.

Pero ese no era su problema.

—Lo dicho: hay hombres apostados en todas las entradas y en las almenas. Cualquier intento de atacar la Alhambra sería un suicidio.

Hammad acababa de regresar de una cabalgada en torno a la fortaleza de Granada; Amir y los demás aguardaban en una fonda. Habían encendido una hoguera en el rincón más alejado del patio y no se mezclaban con los otros huéspedes, casi todos los cuales habían salido para disfrutar de los entretenimientos gratuitos de la fiesta popular. En todos los rincones de la ciudad había tenderetes de comida y bebidas, y también música y bailes, así que Amir y los suyos solo compartían la fonda con algunos comerciantes judíos que se mantenían apartados sin prestarles la más mínima atención.

—¡Pero tiene que haber un modo! —insistió Amir—. ¿No podríamos entrar en la ciudad mediante un truco? O por algún pasadizo secreto, una entrada a las cocinas, una puerta oculta del harén...

Cosechó sonoras carcajadas, pero amargas.

—¡Confiemos en que no existan entradas secretas al harén de la Alhambra! —comentó Hammad—. Y, en caso de que uno de nosotros conozca alguna, tampoco lo admitirá. ¿Alguno de vosotros trabajó como ayudante de cocina y sabe dónde están esas puertas?

Los hombres volvieron a reír. Todos ellos procedían de las familias más nobles y no tenían sino una idea muy vaga de dónde estaban las dependencias de la Alhambra.

—Si estuvieras dispuesto a escuchar la sugerencia del menos digno de vuestros criados, señor...

Un joven que hasta entonces había estado en el grupo sin llamar la atención, se acercó con la cabeza gacha.

Amir frunció el ceño.

—¿Qué significa esto? ¿Desde cuándo el jefe de mis cuadras es el menos digno de mis criados? Aquí todos pueden hablar libremente, así que ¡habla de una vez! La situación en la Alhambra puede agravarse en cualquier momento.

El joven hincó la rodilla antes de hacer su sugerencia, sin embargo.

—Ayer aún era el respetado jefe de vuestras cuadras, señor, pero hoy solo soy el hijo de un traidor. ¿No lo recuerdas? Me llamo Ahmed ibn Mammar al Khadiz. Mi padre...

—¿Lo he comprendido bien? —rugió Amir, lanzándole una mirada furibunda a Hammad—. ¿Formaste este pelotón de ataque con los parientes de los conjurados?

Hammad se encogió de hombros.

—Querías a los mejores jinetes, a los luchadores más audaces. Ahmed es uno de ellos, y hasta ahora no tengo motivos para dudar de su lealtad.

Ahmed al Khadiz se arrojó a los pies de Amir.

—¡Condeno profundamente los actos de mi padre, emir! No sé qué mosca le ha picado, pero desde que poseyó a esa muchacha, a esa esclava, no ha vuelto a ser el mismo. No tengo derecho a pedir clemencia para él, pero puedo hacer algo para limitar los daños. ¡Te suplico que me escuches!

—Bien, Ahmed, habla. Cualquier solución es mejor que ninguna.

—Si me presento ante las puertas de palacio y solicito que me dejen pasar, mi padre no lo impedirá. Podría asegurarles que todos nosotros somos renegados, que desertamos en cuanto nos enteramos del cambio de poderes. Me creerán.

—¡Y una vez dentro, informarás a tu padre y todos acabaremos en las mazmorras! —se burló Hammad.

Furioso, Ahmed desenvainó la espada.

—¡No te atrevas a volver a llamarme traidor!

Los comerciantes los miraron con curiosidad desde el otro extremo del patio.

—¡Calma! Estamos llamando la atención —exigió Amir—. El plan es bueno. Osado y arriesgado, pero asumiré las consecuencias. Por otra parte, no permitirán que todos nos presentemos ante el emir. Llevarán a Ahmed a sus aposentos y a nosotros nos conducirán al alojamiento de la guarnición. Tenemos que impedirlo. Solo tres cabalgaremos hasta la Alhambra: Ahmed, Hammad y yo. Ahmed dirá que nosotros dos somos comandantes del ejército, que supuestamente pretendemos dar un golpe militar y que queremos que el ejército se ponga a las órdenes del nuevo emir. Con ese cuento lograremos que nos reciba; al menos nos alojarán en el palacio, desde donde podremos actuar de un modo muy distinto que desde los cuarteles.

—¡Este plan es un disparate, Amir! —gritó Hammad—. Incluso en el caso de que Ahmed sea sincero. ¡Un grupo de tres hombres dentro del palacio! ¡Aunque logremos enviar a Mammar al Khadiz al infierno, la turba nos despedazará!

Amir cogió el yelmo y se sujetó el paño cubriéndose la cara.

—¡Si Alá exige mi vida para proteger a mi sol de las mañanas, que así sea! —dijo con resolución—. Si no lo deseas, no apuestes la tuya, Hammad. ¿Hay algún otro dispuesto a jugarse la vida por su emir?

Hammad hizo ademán de llevarse la mano a la frente, pero en el último instante reprimió aquel gesto de rebeldía y también se ajustó el yelmo y el paño.

—¡Claro que iré contigo, señor! ¡Alguien debe cuidar de ti!

Los enfrentamientos ante las puertas del harén se prolongaban. Los últimos guardias del palacio luchaban con gran valor y los mercenarios, más bien con desgana. ¿Para qué diablos conquistar un palacio lleno de mujeres a las que no podrían poseer? A pesar de todo, superaban a los guardias en número. Cuando Mammar al Khadiz volvió a preguntar en tono impaciente, ya tenían acceso a tres entradas al harén.

—¿Qué estás esperando? —le espetó a su criado—. ¡Tráeme esa muchacha de una buena vez!

El criado se echó a temblar y se ruborizó.

—Los eunucos se han armado, señor, y...

—¡Ya basta! —bramó el emir—. Envía a un grupo de mercenarios a las habitaciones de las mujeres. Que les corten la cabeza a los dos primeros eunucos. Los demás se entregarán. Y, si es necesario, que la saquen a rastras del harén. ¡Soy el emir y la quiero aquí!

Casi todas las mujeres y las muchachas del harén se habían atrincherado en sus salas de estar. Sabían lo que estaba sucediendo, aunque (al igual que el nuevo visir) no entendieran el sentido de los hechos. A veces un harén se disolvía porque el amo y señor era derrocado o moría. Tal vez las mujeres lo lamentaran, pero no temían ser deshonradas. Claro que se murmuraba que, en esa ocasión, había mercenarios que participaban en el ataque; pero con los guardias de Amir defendiendo las puertas de sus aposentos, las muchachas se habían sentido a salvo y protegidas. No comprendían por qué resonaban gritos y se oía el alboroto de la lucha ante las puertas; por qué Hassan, presa de la rabia y la desesperación, repartía espadas entre los eunucos, ni por qué cinco hombres barbudos y mugrientos irrumpían de repente en las habitaciones de las mujeres. El asunto se puso entonces muy feo: Hassan, que se enfrentó a los hombres con mucha dignidad, murió de un sablazo, y a otro eunuco le cortaron la cabeza. Los escasos curiosos que permanecían en los pasillos huyeron horrorizados, al tiempo que los hombres clavaban las cabezas de los muertos en sus lanzas y cargaban con ellas con gesto triunfal.

—¡Tú! —Uno de los mercenarios detuvo a una pequeña criada—. ¿Dónde está Beatriz, la castellana?

Asustada, la muchacha se arrojó al suelo.

—No conozco a ninguna Beatriz...

—¡No me mientas! —gritó el hombre, la agarró del pelo y la alzó con expresión lasciva—. ¿Acaso pretendes que te lleve a ti?

—Se refiere a umm Alí, Amira —dijo otra, tratando de ayudarla—. La rubia a quien el emir honra con sus favores.

Los hombres soltaron sonoras carcajadas.

—Es verdad, al parecer la pequeña disfruta de los favores del amo. Del antiguo y del nuevo. ¿Dónde está? Llévanos con ella, ¡y no se te ocurra engañarnos!

Beatriz y Susana se escondieron en el rincón más alejado de sus aposentos. Susana tenía a Álvaro en brazos. En un intento inútil de ocultarlas, Mustafá había cubierto a ambas mujeres con unas mantas, porque desde el primer minuto de la toma de poder, Beatriz había comprendido que, si el nuevo emir quería tomar posesión del harén, era únicamente por ella.

Cuando los mercenarios cruzaron el umbral, Mustafá se puso de pie.

—¿Qué queréis? ¡Aquí no hay nadie! —dijo el joven y temerario eunuco, apostado ante el escondite de las mujeres.

Un puñetazo del jefe lo derribó.

—Registrad las habitaciones. ¡Está escondida en alguna parte!

El pequeño Alí, asustado por los gritos, rompió a llorar. Susana se apresuró a tranquilizarlo, pero los mercenarios lo habían oído y, riendo, apartaron las mantas que las ocultaban.

—Aquí están, la bella Beatriz y el pequeño príncipe... y una vieja a la que no merece la pena matar. No le hagáis daño, ella se ocupará del hijo del señor. Y llevaos a la muchacha.

—¡No me toquéis! —rugió Beatriz. La cólera la volvía temeraria y se irguió orgullosa ante los mercenarios, mirándolos furibunda. Puede que frente a Mammar y a Amir esa actitud hubiese sido eficaz, porque los nobles sabían valorar a las mujeres valientes; sin embargo, los rudos invasores encontraron cómico el porte orgulloso de Beatriz.

—¡Ay! ¡La gatita tiene uñas! —dijo el jefe, fingiendo miedo—. Lo que solemos hacer en ese caso es meterla en un saco y ahogarla en el charco más próximo; pero haremos una excepción. ¡Atar, Malik! Cogedla y sacadla de aquí.

Beatriz luchó con todas sus fuerzas, pero no pudo impedir que la arrastraran fuera de la habitación. En el pasillo había hombres violando a las criadas. Resbaló en el charco de la sangre de Hassan y contempló horrorizada su cuerpo decapitado. Se alegró de que al menos Mustafá hubiera ido desarmado. El puñetazo no tendría consecuencias graves, pero jamás habría sobrevivido a una lucha con el comandante.