2. El RETADOR
¿Sabes —confió el diablo— que ni siquiera los mejores matemáticos de otros planetas, todos mucho más avanzados que el tuyo, lo han resuelto? Vamos, hay un tipo en Saturno semejante a una seta con zancos que resuelve mentalmente ecuaciones diferenciales en derivadas parciales; y hasta él ha desistido.
Arthur Poges, El diablo y Simón Flagg
Pierre de Fermat nació el 20 de agosto de 1601 en la ciudad de Beaumont-de-Lomagne, al suroeste de Francia. Su padre, Dominique Fermat, era un acaudalado comerciante de pieles, así que Pierre tuvo la fortuna de disfrutar de una educación privilegiada en el monasterio franciscano de Grandselve, formación que continuó en la Universidad de Toulouse. Ningún expediente del joven Fermat muestra que destacara especialmente en matemáticas.
La presión familiar condujo a Fermat a la profesión de funcionario, y en 1631 fue nombrado conseiller au Parlement de Toulouse, concejal en la Cámara de Peticiones. Si los ciudadanos querían solicitar algo al rey, debían convencer primero a Fermat o a uno de sus iguales de la importancia de su requerimiento. Los concejales constituían el principal enlace entre la provincia y París. Además de vincular al pueblo con el monarca, los concejales aseguraban que los decretos reales procedentes de la capital se hicieran vigentes en cada región. Fermat era un eficiente servidor civil que, según todos los indicios, cumplió con sus funciones con clemencia y consideración.
Las responsabilidades adicionales de Fermat incluían servicios judiciales y tenía rango suficiente para dirimir las acusaciones más graves. Un dato sobre su labor lo da el matemático inglés sir Kenelm Digby. Digby pidió ver a Fermat, pero en una carta a John Wallis, un colega común, comenta que el francés estaba ocupado en cuestiones judiciales urgentes que imposibilitaron el encuentro:
Es cierto que coincidí con la fecha de traslado de los jueces de Castres a Toulouse, donde [Fermat] es juez supremo de la Corte Soberana del Parlamento; desde entonces ha estado ocupado con acusaciones de suma importancia en las que ha pronunciado una sentencia que ha armado un gran revuelo; concernía a la condena de un sacerdote a arder en la hoguera por abusar de sus funciones. Este caso acaba de finalizar y la ejecución se ha consumado.
Fermat mantenía correspondencia regular con Digby y Wallis. Luego veremos que las cartas eran a menudo menos que amistosas, pero aportan revelaciones esenciales sobre la vida cotidiana de Fermat, incluida su labor investigadora.
Fermat ascendió con rapidez los escalafones del funcionariado y llegó a ser miembro de la élite social, lo que lo autorizó a incorporar la partícula de como parte de su nombre. Más que resultado de la ambición, su ascenso se debió en realidad a una cuestión de salud. La peste campaba por toda Europa y aquellos que sobrevivían eran ascendidos para cubrir los puestos de los fallecidos. También Fermat sufrió un ataque serio de peste en 1652 y estuvo tan enfermo que su amigo Bernard Medon anunció su muerte a algunos de sus colegas. Poco después rectificó en una nota al holandés Nicholas Heinsius:
Demasiado temprano te anuncié la muerte de Fermat. Aún vive y ya no tememos por su vida, si bien lo contábamos entre los muertos hace muy poco tiempo. La peste ya no se cierne sobre nosotros.
Además de los riesgos de salud del siglo XVII francés, Fermat tuvo que sobrevivir a los peligros de la política. Su nombramiento al Parlamento de Toulouse se produjo justo tres años después de la ascensión del cardenal Richelieu a primer ministro de Francia. Era una época de conspiración e intriga y todos los relacionados con el funcionamiento del Estado, incluso a un nivel de gobierno local, debían cuidarse de no verse involucrados en las maquinaciones del cardenal. Fermat adoptó la estrategia de realizar sus funciones con eficacia sin atraer la atención sobre su persona. No se planteó grandes aspiraciones políticas e hizo todo lo posible por eludir las pendencias del Parlamento. En su lugar, dedicó toda la energía ahorrada a las matemáticas, y cuando no condenaba a sacerdotes a arder en la hoguera Fermat se dedicaba a esta afición. Fue un verdadero académico aficionado, un hombre al que E. T. Bell llamó el «príncipe de los aficionados». Pero tan grande era su talento que cuando Julián Coolidge escribió Mathematics of Great Amateurs («Matemáticas de grandes aficionados») excluyó a Fermat porque era «en verdad tan grande que debía contarse entre los profesionales».
A comienzos del siglo XVII, las matemáticas se recuperaban aún del trance de la Edad Media y no eran una materia demasiado bien considerada. Del mismo modo, a los matemáticos no se los trataba con mucho respeto y la mayoría de ellos tuvo que costearse sus propios estudios. Galileo, por ejemplo, no pudo estudiar matemáticas en la Universidad de Pisa y se vio obligado a contratar clases particulares. De hecho, el único instituto de Europa donde se fomentaron activamente las matemáticas fue la Universidad de Oxford, la cual instauró la cátedra saviliana de geometría en 1619. Es cierta la afirmación de que la mayoría de los matemáticos del siglo XVII eran aficionados, pero Fermat fue un caso excepcional. Al residir lejos de París se encontraba aislado de la pequeña comunidad de matemáticos que entonces existía y que incluía a figuras tales como Pascal, Gassendi, Roberval, Beaugrand y al padre Marin Mersenne, el más notable de todos.
El padre Mersenne realizó tan sólo contribuciones menores a la teoría de números y sin embargo el papel que desempeñó en las matemáticas del siglo XVII podría considerarse más importante que el de muchos de sus colegas más reconocidos. Después de hacerse miembro de la Orden de los Mínimos en 1610, Mersenne estudió matemáticas e impartió la materia a otros monjes y monjas del convento mínimo de Nevers. Ocho años después se trasladó a París para unirse a los mínimos de la Annociade, cerca de la Place Royale, un lugar propicio para la reunión de intelectuales. Inevitablemente, Mersenne contactó con otros matemáticos de París, pero la reticencia de éstos a hablar con él o entre ellos mismos lo afligió.
La naturaleza reservada de los matemáticos parisienses era una tradición que se había ido transmitiendo desde los cosistas del siglo XVI. Los cosistas eran expertos en todo tipo de cálculos, y tanto comerciantes como empresarios los contrataban para resolver complicados problemas de contabilidad. Su apelativo deriva de la palabra italiana cosa porque usaban símbolos para representar los valores desconocidos, de manera similar al uso que los matemáticos hacen hoy en día de x. Todos los profesionales de la resolución de problemas en esta época inventaron sus propios y astutos procedimientos para realizar cálculos, e hicieron todo lo posible por guardar esos métodos en secreto y mantener así la fama de ser las únicas personas capaces de resolver determinados problemas. En cierta ocasión excepcional, Niccolò Tartaglia ideó un método para la resolución rápida de ecuaciones cúbicas y reveló su descubrimiento a Girolamo Cardano. Le hizo jurar que lo mantendría en absoluto secreto, pero diez años más tarde Cardano quebrantó su promesa y publicó el sistema de Tartaglia en su Ars magna, un hecho que Tartaglia jamás le perdonaría. Interrumpió todos los contactos con Cardano, y a esto siguió una encarnizada disputa pública que sólo contribuyó a alentar aún más que otros matemáticos guardaran mejor sus secretos. El carácter confidencial de los matemáticos continuó incrementándose hasta finales del siglo XIX y, como ya veremos, todavía en el siglo XX existen ejemplos de genios trabajando en secreto.
Cuando el padre Mersenne llegó a París estaba decidido a luchar contra tanto secretismo e intentó convencer a los matemáticos de que intercambiaran ideas y que edificaran unos sobre la labor de los otros. El monje organizó encuentros regulares y su grupo constituyó después el núcleo de la Academia Francesa. Si alguno rechazaba asistir, Mersenne pasaba al resto toda la información que podía, revelando cartas y anotaciones, incluso si las había recibido de modo confidencial. No era precisamente un comportamiento ético para tratarse de un hombre del clero, pero él lo justificaba con el argumento de que el intercambio de conocimientos beneficiaría a las matemáticas y a la humanidad. Estos actos de indiscreción causaron, como es natural, agudos debates entre el bienintencionado monje y los taciturnos divos y, a la larga, destruyeron la relación que Mersenne y Descartes habían mantenido desde que ambos estudiaron juntos en el colegio jesuita de La Fleche. Mersenne había revelado escritos filosóficos de Descartes que podrían ofender a la Iglesia, pero en su honor hay que decir que lo defendió contra los ataques teológicos, al igual que había hecho con anterioridad en el caso de Galileo. En una época dominada por la religión y por la magia, Mersenne fue un defensor del pensamiento racional.
Mersenne viajó por Francia y aún más allá, difundiendo nuevas sobre los descubrimientos más recientes. En sus desplazamientos no dejó de reunirse con Pierre de Fermat, y parecen haber sido éstos los únicos contactos regulares de Fermat con otros matemáticos. La influencia de Mersenne sobre este príncipe de los aficionados tal vez sólo fue superada por la que ejerció sobre él la Aritmética, un tratado matemático transmitido desde los antiguos griegos, el manual asiduo de Fermat. Incluso cuando no pudo viajar, Mersenne mantuvo su relación con Fermat y con otros a través de una activa correspondencia. Cuando Mersenne murió, en su habitación se encontraron montones de cartas escritas por setenta y ocho remitentes distintos.
A pesar de la insistencia del padre Mersenne, Fermat rehusó con tenacidad revelar sus demostraciones. La exposición pública y el reconocimiento no significaban nada para él y le bastaba con el simple placer de crear nuevos teoremas inamovibles. Sin embargo, el genio retraído y tímido tenía una veta de malicia que, unida a su discreción, explica que algunas veces se comunicara con otros matemáticos sólo para tomarles el pelo. Escribía cartas con su teorema más reciente sin acompañarlo de la demostración, y retaba a sus contemporáneos a dar con ella. El hecho de que nunca revelara sus propias demostraciones causaba una gran frustración. René Descartes llamó a Fermat «engreído» y el inglés John Wallis se refirió a él como «ese maldito francés». Para desgracia de los ingleses, Fermat sentía un singular placer en juguetear con sus primos del otro lado del canal. Además de divertirse fastidiando a sus colegas, la costumbre de Fermat de plantear un problema y callarse la solución respondía a causas algo más prácticas. En primer lugar implicaba no tener que malgastar el tiempo exponiendo sus métodos y poder proseguir de inmediato con su próxima conquista. Por otra parte, le ahorraba tener que aguantar a criticones envidiosos pues, una vez publicadas, las demostraciones serían examinadas y rebatidas por todos y cada uno de los que supieran algo sobre la materia. Cuando Blaise Pascal lo presionó para que hiciera pública parte de su obra, el solitario genio respondió: «No quiero que aparezca mi nombre en ninguno de los trabajos considerados dignos de exposición pública». Fermat fue el genio reservado que sacrificó la gloria a cambio de no ser distraído por sus críticos con nimiedades.
El intercambio de cartas con Pascal, la única ocasión en que Fermat discutió ideas con otra persona que no fuera Mersenne, estuvo relacionado con una rama nueva de las matemáticas: la teoría de probabilidades. Pascal introdujo al matemático ermitaño en la materia, y así, a pesar de su deseo de aislamiento, se vio obligado a mantener el diálogo. Juntos, Fermat y Pascal descubrirían las primeras pruebas y sólidas certezas en la teoría de probabilidades, una materia incierta ya de por sí. A Pascal le despertó el interés por el tema un jugador profesional parisiense, Antoine Gombaud, el caballero de Méré, quien había planteado un problema referente a un juego de azar llamado de los puntos. El juego consiste en conseguir puntos tirando un dado. El primer jugador que alcanza cierta cantidad de puntos es el ganador y se lleva el dinero apostado.
Gombaud estaba jugando a los puntos con otro individuo cuando un compromiso urgente los obligó a dejarlo a medias. Entonces se planteó el problema de qué hacer con el dinero en juego. La solución más simple habría consistido en dárselo por entero al competidor con mayor número de puntos, pero Gombaud preguntó a Pascal si existía alguna manera más justa de repartir el dinero. Pidió a Pascal que calculara las posibilidades de victoria de cada participante en caso de que el juego continuara y teniendo en cuenta que ambos habrían dispuesto de las mismas probabilidades para conseguir más puntos. Así, el dinero podría repartirse de acuerdo con dicho cálculo.
Hasta el siglo XVII, las leyes de probabilidad se habían regido por la intuición y por la experiencia de los jugadores, pero Pascal entabló un intercambio de misivas con Fermat con el propósito de descubrir los principios matemáticos que describían con mayor fidelidad las leyes del azar. Tres siglos después, en este oxímoron aparente, Bertrand Russell observó: «¿Cómo nos atrevemos a hablar sobre las leyes del azar? ¿Acaso no es el azar la antítesis de toda ley?».
Los franceses analizaron el problema de Gombaud y pronto cayeron en la cuenta de que era una cuestión relativamente trivial que podrían resolver si definían con rigor todas las consecuencias posibles del juego y si asignaban a cada jugador una probabilidad determinada. Tanto Pascal como Fermat eran capaces de solucionar la incógnita de Gombaud por sí solos, pero su colaboración agilizó el descubrimiento de una respuesta y los condujo a una profunda exploración de otras cuestiones más sutiles y sofisticadas relacionadas con la probabilidad.
Los problemas de probabilidad son a veces controvertidos porque su solución matemática, la verdadera, resulta a menudo opuesta a la que sugeriría la intuición. Este fracaso de la intuición resulta quizá sorprendente porque «la supervivencia del mejor adaptado» debiera proporcionar ventaja evolutiva en favor de un cerebro que por naturaleza fuera capaz de analizar cuestiones de probabilidad. Podemos imaginar a nuestros antepasados acosando a un venado y considerando si atacarlo o no. ¿Qué riesgos entraña un ciervo que para defender a su prole está dispuesto a embestir a su agresor? Y por otra parte, ¿cuáles son las probabilidades de que se presente una oportunidad más propicia para comer si ésta se considera demasiado arriesgada? La capacidad de analizar la probabilidad tiene que formar parte de nuestra naturaleza genética, y a pesar de ello la intuición nos engaña a menudo.
Uno de los problemas de probabilidad más contraintuitivos tiene que ver con la de coincidencia de cumpleaños. ¿Cuál es la probabilidad de que dos personas entre un total de 23 celebren su cumpleaños el mismo día? Con 23 personas y 365 fechas posibles puede parecer muy probable que ninguna de ellas comparta el cumpleaños. Si se pidiera hacer una estimación al respecto, la mayoría de la gente daría un valor, como mucho, del 10%. En realidad, la respuesta correcta es superior al 50%; es decir, según la balanza de la probabilidad es más fácil que dos personas del grupo coincidan en sus cumpleaños que lo contrario.
El motivo de este porcentaje tan elevado radica en que lo relevante no es el número de personas sino la cantidad de maneras en que se puede asociar a la gente. Si buscamos un cumpleaños repetido, debemos atender a los pares de personas y no a cada individuo. Considerando que sólo hay 23 personas en juego, tenemos un total de 253 pares de individuos. Por ejemplo, la primera persona puede emparejarse con cualquier otra de las 22 sobrantes, con lo que tenemos 22 parejas de partida. Luego, la segunda persona puede unirse a cualquiera de las 21 que restan (ya hemos contado a esta segunda persona al emparejarla con la primera, así que el número de parejas posibles se reduce en uno), y resulta la cantidad de 21 parejas nuevas. La tercera persona se puede asociar con cualquiera de las 20 que quedan, con lo que se obtiene un número adicional de 20 pares más, y así hasta llegar a un total de 253 parejas.
Que la probabilidad de coincidencia de algún cumpleaños sea superior al 50% dentro de un grupo de 23 personas se percibe falso desde la intuición, y sin embargo, desde un punto de vista matemático, resulta innegable. En probabilidades extrañas como ésta es justo en lo que confían los corredores de apuestas y los jugadores profesionales con el objeto de embaucar al incauto. La próxima vez que asista usted a una fiesta con más de 23 personas tal vez quiera apostar a que los cumpleaños de dos de ellas coinciden. Hay que advertir que con ese número de participantes la probabilidad es tan sólo algo superior al 50%, pero aumenta con rapidez según crezca el grupo. Por eso, en una fiesta con 30 personas merece de verdad la pena apostar a que dos de ellas coinciden en sus fechas de nacimiento.
Fermat y Pascal hallaron los principios fundamentales que gobiernan todos los juegos de azar y que permiten a los jugadores profesionales diseñar estrategias perfectas de juego y de apuestas. Además, esas leyes de probabilidad han encontrado aplicaciones en todo un conjunto de situaciones, que van desde la especulación en el mercado de la Bolsa hasta la estimación de las posibilidades de un accidente nuclear. Pascal estaba incluso convencido de que podría usar sus teorías para justificar la creencia en Dios. Afirmó que «la ansiedad que siente un jugador profesional cuando hace una apuesta equivale a la suma que puede ganar multiplicada por las probabilidades de conseguirla». De ahí argumentó entonces que el posible premio de la felicidad eterna tiene un valor infinito y que la probabilidad de entrar en el cielo llevando una vida virtuosa, con independencia de lo corta que sea, desde luego es finita. Por tanto, según la definición de Pascal, la religión es un juego de ansiedad infinita y merece la pena jugarlo porque multiplicando un premio infinito por una probabilidad finita da como resultado el infinito.
Además de contribuir a la aparición de la teoría de probabilidades, Fermat estuvo muy vinculado a la creación de otra área de las matemáticas: el cálculo. El cálculo consiste en la medida del ritmo de cambio, conocido como la derivada, de una cantidad con respecto a otra. Por ejemplo, el ritmo de cambio de la distancia con respecto al tiempo es conocido simplemente como velocidad. Para los matemáticos, las cantidades tienden a ser abstractas e intangibles, pero las consecuencias de la obra de Fermat capacitaron a los científicos para entender mejor el concepto de velocidad y su relación con otras cantidades básicas tales como la aceleración (el ritmo de cambio de la velocidad con respecto al tiempo).
La economía es una materia muy influida por el cálculo. La inflación es el ritmo de cambio del precio respecto del tiempo, conocido como la derivada del precio, y además los economistas se interesan a menudo por el ritmo de cambio de la inflación, conocido como la segunda derivada del precio. Los políticos utilizan estos términos con frecuencia, y el matemático Hugo Rossí apuntó lo siguiente en cierta ocasión: «En el otoño de 1972, el presidente Nixon anunció que el ritmo de cambio de la inflación estaba disminuyendo. Era la primera vez que un presidente en funciones usaba una tercera derivada para aportar argumentos a favor de la reelección».
Durante siglos se creyó que Isaac Newton había descubierto el cálculo diferencial él solo, sin tener noticia alguna acerca de la obra de Fermat, pero en 1934 Louis Trenchard Moore encontró una anotación que puso las cosas en su sitio y otorgó a Fermat el reconocimiento que merece. El mismo Newton había escrito que desarrolló su cálculo en base «al método de trazar tangentes de monsieur Fermat». El cálculo diferencial se ha utilizado a partir del siglo XVII para describir la ley de la gravedad de Newton y sus leyes de la mecánica, dependientes de la distancia, la velocidad y la aceleración.
Los descubrimientos del cálculo y de la teoría de probabilidades deberían ser más que suficientes para que Fermat ocupara un lugar en el parnaso de los matemáticos, pero alcanzó su mayor logro en otra rama de las matemáticas. Si desde entonces el cálculo diferencial se ha aplicado para enviar cohetes a la Luna y la teoría de probabilidades se ha utilizado en la tasación de riesgos por parte de las compañías de seguros, la gran pasión de Fermat, en cambio, se relacionó con una materia muy poco útil: la teoría de números. A Fermat lo movía la obsesión por comprender las propiedades de los números y las relaciones entre ellos. Se trata de las matemáticas más puras y remotas y Fermat estaba edificando sobre un cuerpo de conocimientos que se había ido transmitiendo desde Pitágoras.
La evolución de la teoría de números
Tras la muerte de Pitágoras, el concepto de demostración matemática se difundió con rapidez por todo el mundo civilizado, y dos siglos después de que su escuela fuera incendiada y arrasada, el centro de la investigación matemática se desplazó de Crotona a la ciudad de Alejandría. En el año 332 a. J. C., Alejandro Magno, después de conquistar Grecia, Asia Menor y Egipto, decidió levantar la capital más espléndida del mundo. De hecho, Alejandría se convirtió en una espectacular metrópoli, pero no fue de inmediato un foco de sabiduría. Solo cuando Alejandro murió y Tolomeo I ascendió al trono de Egipto, Alejandría albergó la primera universidad de la historia. A la ciudad tolemaica de la cultura acudieron matemáticos e intelectuales de otras materias y, aunque les llamaba la atención, por supuesto, la fama de la universidad, la mayor atracción era la Biblioteca de Alejandría.
La biblioteca fue idea de Demetrio de Falero, un orador repudiado y obligado a abandonar Atenas que con el tiempo encontró refugio en Alejandría. Convenció a Tolomeo de que recopilara los libros más destacados, asegurándole que los grandes genios acudirían a ellos. Una vez colocados los volúmenes procedentes de Egipto y Grecia, algunos enviados recorrieron Europa y Asia Menor en busca de más tomos de sabiduría. Ni siquiera los turistas que llegaban a Alejandría podían escapar del apetito voraz de la biblioteca. En cuanto accedían a la ciudad se les confiscaban los libros que trajeran consigo y pasaban a manos de los escribas. Estos copiaban los volúmenes y donaban el original a la biblioteca mientras que al propietario podían ofrecerle con displicencia un duplicado de la obra. Gracias a este meticuloso servicio de reproducciones para los antiguos viajeros, los historiadores de hoy mantienen cierta esperanza de que una copia de algún gran texto perdido pueda aparecer en un desván de cualquier rincón del mundo. Eso es lo que ocurrió en 1906, cuando J. L. Heiberg descubrió en Constantinopla un manuscrito, el Método, que contenía algunos de los escritos originales de Arquímedes.
El sueño de Tolomeo I de crear un tesoro del conocimiento perduro más allá de su muerte, y durante el tiempo en que algunos otros Tolomeos ascendieron al trono la Biblioteca de Alejandría llegó a contener más de seiscientos mil volúmenes. Los matemáticos podían aprender todo acerca del mundo conocido estudiando en Alejandría, y allí estaban para enseñarles los maestros más reputados. El encargado del departamento de matemáticas era nada menos que Euclides.
Euclides nació alrededor del año 330 a. J. C. Al igual que Pitágoras, persiguió la verdad matemática en sí misma y no buscó aplicaciones a su trabajo. Se cuenta que en cierta ocasión un alumno le preguntó por la utilidad de las matemáticas que estaba aprendiendo. Cuando terminó la clase, Euclides se volvió hacia su pupilo y dijo: «Dad una moneda al muchacho si lo que quiere es sacar provecho de todo lo que aprende». El estudiante fue expulsado.
Euclides dedicó gran parte de su vida a escribir los Elementos, el libro de texto de mayor éxito en la historia. Además, hasta este siglo fue la segunda obra más importante del mundo después de la Biblia. Consta de trece libros, algunos de los cuales contienen el propio trabajo de Euclides y los restantes son una compilación de todo el conocimiento matemático de aquellos días, incluidos dos libros dedicados por completo a la obra de la Hermandad de los Pitagóricos. Durante los siglos que siguieron a Pitágoras, los matemáticos idearon varias técnicas lógicas que podían aplicarse en distintas circunstancias, y Euclides las empleó con habilidad en los Elementos. En especial explotó un arma de la lógica conocida como reducción al absurdo, o la prueba por contradicción. Este método gira en torno a la perversa idea de intentar demostrar que un teorema es cierto asumiendo en un principio que es falso. Entonces, el matemático indaga en las consecuencias lógicas de la falsedad del teorema. En algún punto de la cadena de la lógica aparece una contradicción (por ejemplo, 2 + 2 = 5). Las matemáticas odian lo contradictorio así que el teorema de partida no puede ser falso, por lo que debe ser cierto.
El matemático inglés G. H. Hardy resumió el espíritu de la prueba por contradicción en su libro A Mathematician’s Apology («Autojustificación de un matemático»): «La reducción al absurdo, a la que Euclides tenía tanta afición, es una de las armas más sutiles de los matemáticos. Se trata de una estrategia mucho más refinada que cualquier jugada de ajedrez: un ajedrecista se puede permitir sacrificar un peón o incluso otra pieza, pero un matemático arriesga la partida entera».
Una de las pruebas por contradicción más conocidas de Euclides estableció la existencia de los llamados números irracionales. Se cree que siglos antes la Hermandad de los Pitagóricos descubrió por primera vez los números irracionales, pero el concepto fue tan aborrecido por Pitágoras que éste negó su existencia.
Cuando Pitágoras declaraba que el universo está gobernado por números hacía alusión a los números racionales, o sea, a los números enteros y a las proporciones entre ellos (fracciones). Un número irracional no es ni un número entero ni una fracción, y eso fue lo que horrorizó a Pitágoras. De hecho, los números irracionales son tan extraños que no pueden transcribirse como decimales; ni tan siquiera como decimales periódicos. Un decimal periódico como 0.111111… es en realidad un número bastante sencillo y equivale a la fracción 1/9. El hecho de que los unos se sucedan por siempre jamás significa que el decimal posee un patrón muy simple y regular. Esta regularidad, aunque se repite hasta el infinito, implica que el decimal puede volver a escribirse como fracción. Sin embargo, si intentamos expresar un número irracional en forma decimal acabamos teniendo un número que continúa por siempre sin ningún patrón regular o lógico.
El concepto de número irracional supuso un tremendo avance. Los matemáticos estaban buscando más allá de los números enteros y de las fracciones y descubriendo, o tal vez inventando, otros nuevos. Leopold Kronecker, matemático del siglo XIX, dijo: «Dios creó los números enteros; todo lo demás es obra del hombre».
El número irracional más popular es π. En los colegios se da a veces con la aproximación de 3 + 1/7 o como 3.14. Sin embargo, el valor real de π es cercano a 3.14159265358979323846, pero hasta eso es una aproximación. En realidad, π no puede escribirse jamás con exactitud porque sus decimales se suceden eternamente sin seguir patrón alguno. Un precioso rasgo distintivo de este patrón aleatorio es que puede calcularse a través de una ecuación extremadamente regular:
π = 4 ( 1/1 − 1/3 + 1/5 − 1/7 + 1/9 − 1/11 + 1/13 − 1/15 + … ).
Calculando algunos de los primeros términos de la ecuación se puede alcanzar un valor bastante aproximado para π, pero si se calculan más y más términos se obtiene un valor cada vez más exacto. Aunque el valor de los 39 primeros decimales de π es suficiente para calcular la circunferencia del universo con una precisión del orden del radio de un átomo de hidrógeno, ello no ha hecho desistir a los informáticos de calcular el valor de π con el máximo de decimales posible. El récord actual lo ostenta Yasumasa Kanada, de la Universidad de Tokio, que calculó seis mil millones de decimales del valor de π en 1996. Recientes rumores insinúan que los hermanos rusos Chudnovsky han calculado en Nueva York el valor de π con ocho mil millones de decimales, y que aspiran a alcanzar el cálculo con un billón. Si Kanada o los hermanos Chudnovsky prosiguieran con los cálculos hasta que sus ordenadores agotaran toda la energía del universo, tampoco así llegarían a alcanzar el valor exacto de π. Es sencillo comprender ahora por qué Pitágoras conspiró para ocultar la existencia de estas bestias matemáticas.
El valor de π con más de 1 500 decimales
Cuando Euclides osó encararse con el problema de la irracionalidad en el décimo volumen de los Elementos su objetivo consistió en demostrar que existen números que jamás podrán transcribirse como fracciones. En lugar de probar que π es un número irracional, analizó la raíz cuadrada de dos (√2), es decir, el número que multiplicado por sí mismo equivale a dos. Para demostrar que √2 no se puede escribir en forma de quebrado, Euclides utilizó el método de la reducción al absurdo y empezó por asumir que sí es posible. Después demostró que esa fracción hipotética podía simplificarse hasta el infinito. Simplificar una fracción consiste en que, por ejemplo, la razón 8/12 se puede reducir a 4/6 si se dividen sus dos términos entre 2, y a su vez 4/6 se puede simplificar como 2/3, la cual ya no puede reducirse más y por tanto se dice que está en su forma más simplificada. En cambio, Euclides mostró que la fracción hipotética que supuestamente representaba √2 podía simplificarse una y otra vez hasta el infinito sin llegar a reducirla nunca a su forma más simplificada. Esto es absurdo porque todas las fracciones tienen que alcanzar tarde o temprano su forma más simplificada, y por tanto la fracción hipotética de partida no puede existir. De esto se deduce que √2 no puede escribirse como fracción y es un número irracional. Un esbozo de la demostración de Euclides se encuentra en el apéndice 2 de este libro.
Utilizando la prueba por contradicción, Euclides consiguió demostrar la existencia de los números irracionales. Era la primera vez que se dotaba a los números con una cualidad nueva y más abstracta. Hasta ese momento de la historia, todos los números podían expresarse como enteros o como fracciones, pero los números irracionales de Euclides escaparon a una representación tradicional. No existe otra manera para describir el número que equivale a la raíz cuadrada de dos más que la forma √2, porque no es susceptible de ser expresado como fracción y porque cualquier intento de escribirlo como decimal sólo puede consistir en una aproximación: 1.414213562373…
Para Pitágoras, la belleza de las matemáticas radicaba en la idea de que los números racionales (números enteros y fracciones) podían explicar todos los fenómenos naturales. Esta base filosófica ocultó a Pitágoras la existencia de los números irracionales, e incluso puede que llevara a la ejecución de uno de sus discípulos. Cuenta una leyenda que un joven estudiante, de nombre Hippasus de Metaponto, se distrajo jugando con el número √2, intentando encontrar la fracción equivalente. Al cabo de cierto tiempo se dio cuenta de que no existe tal razón, o lo que es lo mismo, que √2 es un número irracional. Seguro que Hippasus estuvo encantado con su descubrimiento, pero su maestro no compartió el entusiasmo. Pitágoras había descrito el universo en términos de números racionales, así que el hallazgo cuestionaba su ideal. La revelación de Hippasus debería haber abierto un periodo de debate y de meditación durante el cual Pitágoras hubiera tenido que aceptar esta nueva clase de números. Sin embargo, Pitágoras no estaba dispuesto a reconocer su error y al mismo tiempo no fue capaz de rebatir los argumentos de Hippasus valiéndose del poder de la lógica. Para su gran vergüenza, condenó a Hippasus a morir ahogado.
El padre de la lógica y del método matemático recurrió a la fuerza antes que admitir que estaba equivocado. El acto más deshonroso de Pitágoras fue negar la existencia de los números irracionales, y quizá fue ésta la mayor tragedia de las matemáticas griegas. Tan sólo después de su muerte se pudo resucitar sin peligro a los números irracionales.
Euclides se interesó sin duda por la teoría de números, pero no fue ésa su mayor aportación a las matemáticas. La verdadera pasión de Euclides fue la geometría, y de los quince volúmenes que forman los Elementos los cuatro primeros están dedicados a la geometría plana (bidimensional) y los libros del XI al XIII versan sobre geometría espacial (tridimensional). Este cuerpo completo de conocimientos hizo que los Elementos sirvieran como temario de geometría en colegios y universidades durante los dos mil años siguientes.
Un texto equivalente al anterior fue compilado por Diofante de Alejandría, el último paladín de la tradición matemática griega. Aun cuando sus logros sobre la teoría de números están bien documentados en sus obras, prácticamente no se sabe nada más de este formidable matemático. Se desconoce el lugar de su nacimiento y su llegada a Alejandría pudo haberse producido en algún momento dentro de un intervalo de cinco siglos. Diofante alude en sus escritos a Hipsicles de Alejandría, por lo que tuvo que vivir después del año 150 a. J. C. Por otra parte, es citado por Teón de Alejandría, así que tuvo que haber vivido antes del año 364 d. J. C. La fecha que se estima como más probable gira en torno al año 250 d. J. C. El único detalle de la vida de Diofante que nos ha quedado tiene forma de acertijo, algo muy acorde con alguien dedicado a resolver problemas, y al parecer estaba grabado en su tumba:
Dios le concedió ser niño durante una sexta parte de su vida, y una duodécima parte de ella más tarde cubrió de vello sus mejillas; encendió en él la antorcha del matrimonio tras una séptima parte, y cinco años después le concedió un hijo. ¡Ay!, un chico de nacimiento tardío y enfermizo al que el frío destino se llevó cuando alcanzó la edad de la mitad de la vida total de su padre. Éste consoló su aflicción con la ciencia de los números durante los cuatro años siguientes, tras los cuales su vida se extinguió.
El desafío consiste en calcular la duración total de la vida de Diofante. La solución se encuentra en el apéndice 3.
Este acertijo es un ejemplo del tipo de problemas que gustaba a Diofante. Su especialidad era abordar preguntas cuyas respuestas fueran números enteros, y hoy día estas cuestiones reciben el nombre de problemas diofánticos. Su carrera transcurrió en Alejandría, entre la recopilación de problemas conocidos y la invención de otros nuevos, y reunió todos ellos en un gran tratado titulado Aritmética. De los trece libros de que constaba la Aritmética sólo seis sobrevivieron a los avatares de la Edad Media y perduraron para inspirar a los matemáticos renacentistas, entre ellos Pierre de Fermat. Los otros siete libros se perdieron en una serie de trágicos acontecimientos que devolvieron a las matemáticas a la era babilónica.
Durante los siglos que separan a Euclides de Diofante, Alejandría continuó siendo la capital intelectual del mundo civilizado, pero a lo largo de todo este periodo la ciudad estuvo bajo la constante amenaza de ejércitos extranjeros. El primer gran ataque fue el del año 47 a. J. C., cuando Julio César intentó derrocar a Cleopatra prendiendo fuego a la flota alejandrina. La biblioteca, que estaba cerca del puerto, también ardió, con lo que se perdieron cientos de miles de libros. Por fortuna para las matemáticas, Cleopatra apreciaba la importancia de la sabiduría y estaba resuelta a devolver a la Biblioteca de Alejandría su pasada gloria. Marco Antonio se dio cuenta de que el camino hacia el corazón de la intelectual pasaba por su biblioteca, así que se encaminó hacia Pérgamo. Esta ciudad había creado una biblioteca que se pretendía fuera la mejor del mundo, pero Marco Antonio trasladó todos aquellos fondos a Egipto, restituyendo la supremacía a Alejandría.
En los cuatro siglos siguientes, la Biblioteca de Alejandría continuó acaparando libros, hasta el año 389 d. J. C., en que recibió la primera de dos embestidas mortales, ambas consecuencia del fanatismo religioso. El emperador cristiano Teodosio I ordenó a Teófilo, obispo de Alejandría, que destruyera todos los monumentos paganos. Por desgracia, cuando Cleopatra reconstruyó la biblioteca decidió alojarla en el templo de Serapis, por lo que se vio inmersa en la destrucción de imágenes y altares. Los sabios «paganos» intentaron salvar seis siglos de conocimiento pero, antes de que pudieran hacer nada, fueron masacrados por las turbas cristianas. Así empezó el descenso a las tinieblas de la Edad Media.
Unas cuantas y preciosas copias de los libros más valiosos sobrevivieron a la agresión cristiana y los sabios siguieron acudiendo a Alejandría en busca de conocimientos. Pero en el año 642 un ataque musulmán consiguió lo que los cristianos no habían logrado. Cuando preguntaron al victorioso califa Omar qué se debía hacer con la biblioteca, sentenció que todos los libros contrarios al Corán debían ser destruidos, y que todos aquellos acordes al Corán eran superfluos y por tanto debían desaparecer también. Los manuscritos fueron utilizados para alimentar los hornos de los baños públicos, y así las matemáticas griegas quedaron reducidas a ceniza. No es sorprendente que pereciera la mayor parte de la obra de Diofante; antes bien, cabría maravillarse de que seis volúmenes de la Aritmética lograran salvarse de la tragedia de Alejandría.
Los mil años siguientes fueron de total abatimiento para las matemáticas de Occidente, y sólo un puñado de lumbreras mantuvo viva la materia en la India y Arabia. Copiaron las fórmulas de los manuscritos griegos supervivientes y reinventaron por ellos mismos muchos de los teoremas perdidos. También aportaron nuevos elementos a las matemáticas, entre otros el número cero.
En las matemáticas modernas, el cero desempeña dos funciones. Primero permite distinguir entre números tales como 52 y 502. En un sistema en el que la posición de cada número denota su valor se hace necesario un símbolo para expresar una posición desocupada. Por ejemplo, la cifra 52 representa 5 veces el número diez más 2 veces el uno, mientras que 502 representa 5 veces el número cien más 0 veces el diez más 2 veces el uno, y el cero es crucial para disipar cualquier ambigüedad. Incluso los babilonios, en el III milenio a. J. C., apreciaron la utilidad del cero para evitar confusiones y los griegos acogieron esta idea, usando para representarlo un símbolo circular similar al que empleamos en la actualidad. En cambio, el cero posee un significado aún más sutil y profundo que sólo fue valorado del todo por los matemáticos de la India varios siglos más tarde. Los hindúes otorgaron al cero una existencia independiente más allá del mero papel de espaciador entre los demás números. El cero era un número en sí mismo, representaba la cantidad de nada. Por primera vez se había atribuido una representación simbólica y tangible al concepto abstracto de nada.
Éste puede parecer un adelanto trivial al lector moderno, pero el sentido más profundo del símbolo del cero había sido ignorado por todos los filósofos griegos de la Antigüedad, incluido Aristóteles. Él había sostenido que el número cero debía ser proscrito porque daba al traste con la consistencia de los demás números, puesto que al dividir cualquier número ordinario entre cero se obtenía un resultado incomprensible. En el siglo VI, los matemáticos hindúes dejaron de esconder bajo la alfombra este problema y Brahmagupta, estudioso del siglo VII, fue lo bastante sofisticado como para emplear la división entre cero como definición del infinito.
Mientras Europa había abandonado la noble búsqueda de la verdad, la India y Arabia consolidaban la sabiduría que pudo salvarse de las ascuas de Alejandría y la reinterpretaban con un lenguaje nuevo y más elocuente. Además de incluir el cero en el vocabulario matemático, sustituyeron los primitivos símbolos griegos y los engorrosos numerales romanos por el sistema de cálculo que ahora hemos adoptado de forma universal. Una vez más, se podría pensar que estamos ante un ridículo y minúsculo paso adelante, pero intente el lector multiplicar CLV por DCI y apreciará el valor de este logro. La tarea de multiplicar 155 por 601 es mucho más simple. La evolución de cualquier disciplina depende de la capacidad de comunicar y de desarrollar ideas, y esto a su vez requiere un lenguaje lo suficientemente detallado y flexible. Las ideas de Pitágoras y Euclides no fueron menos elegantes por su complicada expresión, pero traducidas a símbolos árabes florecieron y derivaron hacia conceptos más ricos y nuevos.
En el siglo X, el estudioso francés Gerbert d’Aurillac aprendió el nuevo sistema de cálculo a través de los árabes de la península Ibérica y, valiéndose de sus empleos como profesor en iglesias y escuelas de toda Europa, tuvo ocasión de introducirlo en Occidente. En el año 999 fue elegido papa con el nombre de Silvestre II, acontecimiento que le permitió fomentar aún más el uso de los numerales indoarábigos. Aunque la eficacia del sistema revolucionó la contabilidad y favoreció que fuera rápidamente adoptado por los comerciantes, contribuyó muy poco a estimular un renacer de las matemáticas europeas.
El momento crucial para las matemáticas occidentales se sitúa en 1453, cuando los turcos saquearon Constantinopla. En años anteriores, los manuscritos que escaparon a la profanación de Alejandría se habían concentrado en Constantinopla, pero una vez más fueron amenazados con la destrucción. Los estudiosos bizantinos huyeron hacia el oeste con todo tipo de textos que pudieron preservar. Habiendo sobrevivido a las embestidas de César, del obispo Teófilo, del califa Omar y ahora a la de los turcos, unos pocos y valiosos volúmenes de la Aritmética realizaron el viaje de regreso a Europa. Diofante estaba destinado al pupitre de Pierre de Fermat.
El origen de un enigma
Las responsabilidades judiciales de Fermat ocupaban gran parte de su tiempo, pero cada momento libre que tenía lo dedicaba por entero a las matemáticas. Esto se debió en parte a que los jueces del siglo XVII francés se resistían a relacionarse en sociedad porque los amigos y conocidos podían ser llevados en cualquier momento ante la justicia. Fraternizar con los conciudadanos sólo conduciría a favoritismos. Aislado del resto de la alta sociedad de Toulouse, Fermat pudo concentrarse en su afición.
No existe ningún apunte de Fermat que haya sido inspirado jamás por algún tutor matemático; en su defecto, fue una copia de la Aritmética la que se convirtió en su mentor. La Aritmética describía la teoría de números tal y como era en tiempos de Diofante, a través de una serie de problemas y soluciones. Diofante obsequió a Fermat con mil años de comprensión matemática. En un solo libro, Fermat podía encontrar toda la sabiduría acerca de los números elaborada según los modelos de Pitágoras y de Euclides. La teoría de números había permanecido inmóvil desde el bárbaro incendio de Alejandría, pero ahora Fermat estaba preparado para reanudar el estudio de la disciplina matemática más esencial.
La Aritmética que inspiró a Fermat era una traducción latina realizada por Claude Gaspar Bachet de Méziriac, según dicen el hombre más versado de toda Francia. Además de ser un brillante lingüista, poeta y estudioso de los clásicos, Bachet sentía auténtica pasión por los enigmas matemáticos. Su primera publicación fue una recopilación de rompecabezas titulada Problèmes plaisans et délectables («Problemas divertidos y deleitosos»), que incluía problemas sobre cómo atravesar ríos, uno acerca del vertido de líquidos y diversos trucos para adivinar números. Una de las cuestiones planteadas era un problema sobre pesas:
¿Qué número mínimo de pesas hay que utilizar en un juego de balanzas para poder pesar cualquier número entero de kilogramos entre 1 y 40
Bachet encontró una ingeniosa solución que muestra que es posible lograrlo con tan sólo cuatro pesas. La solución se da en el apéndice 4.
Aunque sólo era un mero diletante matemático, el interés de Bachet por los acertijos fue suficiente para darse cuenta de que la lista de problemas de Diofante estaba en un plano superior y merecía un estudio más profundo. Se impuso la tarea de traducir y publicar la obra de Diofante, de modo que pudieran resurgir las técnicas de los griegos. Es importante advertir que se habían olvidado por completo cantidades ingentes de conocimiento matemático antiguo. Las matemáticas de nivel no se habían impartido siquiera en las mejores universidades de Europa, y sólo gracias a los esfuerzos de estudiosos como Bachet pudo recuperarse tanto en tan corto tiempo. Cuando Bachet publicó la versión latina de la Aritmética, en 1621, estaba contribuyendo al advenimiento de la segunda edad de oro de las matemáticas.
La Aritmética contiene más de cien problemas y Diofante da solución detallada a todos y cada uno de ellos. Este grado de minuciosidad es un hábito que no adquirió Fermat. Fermat no pretendía escribir un libro de texto para las generaciones futuras: solamente buscaba la satisfacción propia de resolver un problema. El estudio de los problemas y soluciones de Diofante lo movía a pensar y abordar otras cuestiones afines y más sutiles. Fermat garabateaba lo que fuera necesario para convencerse de que podía encontrar la solución y luego no se molestaba en escribir el resto de la prueba. La mayoría de las veces tiraba sus notas a la papelera y pasaba despreocupadamente al siguiente problema. Por fortuna para nosotros, la edición de Bachet de la Aritmética tenía unos márgenes generosos en todas las páginas y en ocasiones Fermat apuntó apresuradas fórmulas y comentarios en esos huecos. Para generaciones de matemáticos, estas notas acabaron convirtiéndose en un registro valiosísimo, si bien algo escaso, de los cálculos más brillantes de Fermat.
Uno de los hallazgos de Fermat tuvo que ver con los llamados números amigos o amistosos, los cuales están muy relacionados con los números perfectos que dos mil años atrás habían fascinado a Pitágoras. Los números amigos son parejas de números tales que uno de ellos equivale a la suma de los divisores del otro, y éste le corresponde del mismo modo. Los pitagóricos hicieron el extraordinario descubrimiento de que 220 y 284 son números amigos. Los divisores de 220 son 1, 2, 4, 5, 10, 11, 20, 22, 44, 55 y 110, y la suma de todos da 284. Por otra parte, los divisores de 284 son 1, 2, 4, 71 y 142, y la suma de éstos da 220.
Se dijo que el par 220 y 284 era un símbolo de amistad. Martin Gardner, en su obra Mathematical Magic Show («Festival mágico-matemático»), habla de talismanes tallados con estos números que se vendían en la Edad Media con el pretexto de que al llevarlos colgados sus influjos atraerían el amor. Un numerólogo árabe documenta la práctica de grabar la cifra 220 en una fruta y 284 en otra para luego comer la primera y ofrecer la segunda al amante a modo de afrodisiaco matemático. Los primeros teólogos observaron en el Génesis que Jacob dio 220 cabras a Esaú, y creyeron que el número de cabras, la mitad de un par amigo, era una manifestación del amor de Jacob hacia Esaú.
No se identificó ningún otro par de números amigos hasta 1636, cuando Fermat encontró la pareja 17 296 y 18 416. Aunque no se trata de un descubrimiento trascendental, sí nos muestra su familiaridad con los números y su afición a jugar con ellos. A Fermat le entró la manía de buscar números amigos; Descartes dio con un tercer par (9 363 584 y 9 437 056) y Leonhard Euler continuó hasta lograr una lista de sesenta y dos pares amigos. Resulta curioso que todos ellos pasaran por alto un par mucho más bajo de números amigos. En 1866, un italiano de dieciséis años, Niccolò Paganini, halló la pareja 1 184 y 1 210.
Durante el siglo XX, los matemáticos han desarrollado aún más la idea y han buscado los números «sociables», tres o más números que forman un círculo cerrado. Por ejemplo, en este círculo de cinco números (12 496, 14 288, 15 472, 14 536 y 14 264) la suma de los divisores del primer número da el segundo, la del segundo da el tercero, la del tercero da el cuarto, la del cuarto da el quinto y la del quinto da el primero. El círculo sociable más extenso conocido está formado por veintiocho números, siendo el primero de ellos el 14 316.
Aunque el descubrimiento de un nuevo par de números amigos hizo un poco célebre a Fermat, su gloria quedó confirmada gracias a una serie de retos matemáticos. Fermat notó que el número 26 queda emparedado entre el 25 y el 27, en el sentido de que uno es un número al cuadrado (25 = 5² = 5 × 5) y otro es un número al cubo (27 = 33 = 3 × 3 × 3). Buscó otros números emparedados entre un cuadrado y un cubo pero no lo consiguió, y sospechó que el 26 tendría que ser el único. Tras días de arduo esfuerzo, se las arregló para dar con un argumento detallado que probara que 26 es sin duda alguna el único número entre un cuadrado y un cubo. Su demostración, razonada paso a paso, estableció que ningún otro número podría satisfacer este requisito.
Fermat anunció esta propiedad única del número 26 a la comunidad matemática y la desafió a demostrar que era cierto. Comunicó abiertamente que él había dado con la prueba. En cambio, la cuestión era si el resto de matemáticos gozaba del ingenio suficiente para superar el desafío. A pesar de lo sencillo de la propuesta, la demostración es complicada en extremo y Fermat se deleitó especialmente mofándose de los matemáticos ingleses Wallis y Digby, quienes con el tiempo tuvieron que admitir el fracaso. A la larga, el mayor motivo de la fama de Fermat resultaría ser otro desafío para el resto del mundo. Sin embargo se trataba de un enigma accidental que jamás fue concebido para la discusión pública.
La nota al margen
Mientras estudiaba el libro II de la Aritmética, Fermat llegó a una serie de observaciones, problemas y soluciones relacionados con el teorema de Pitágoras y con las ternas pitagóricas. Por ejemplo, Diofante discutió la existencia de ciertas ternas que constituían los llamados «triángulos cojos», cuyos dos lados menores x e y difieren uno del otro sólo en una unidad (x = 20, y = 21, z = 29 y 20² + 21² = 29²)
Fermat fue zarandeado por la diversidad y abundancia de ternas pitagóricas. Sabía que siglos antes Euclides había formulado una demostración, esbozada en el apéndice 5, que probaba que en realidad existe un número infinito de ternas pitagóricas. Seguramente observaría la detallada exposición de Diofante sobre las ternas pitagóricas y se preguntaría qué quedaba por añadir al respecto. En cuanto llegó a la página comenzó a jugar con la ecuación pitagórica, intentando descubrir algo que hubiera escapado a los griegos. De pronto, en un momento de inspiración que inmortalizaría al príncipe de los aficionados, creó una ecuación que, si bien es muy parecida a la de Pitágoras, no tiene solución alguna. Era la ecuación sobre la que leería aquel Andrew Wiles de diez años en la biblioteca de la calle Milton.
En lugar de considerar la ecuación
x² + y² = z²,
Fermat estaba contemplando una variante de la creación pitagórica:
x3 + y3 = z3.
Como se menciona en el capítulo anterior, Fermat se limitó a cambiar la potencia de 2 a 3, del cuadrado al cubo, pero su nueva ecuación parecía no tener solución alguna con números enteros. Ensayos y errores manifestaron bien pronto la dificultad de encontrar dos números que elevados al cubo y sumados entre sí equivalieran a otro elevado también al cubo. ¿Podría de verdad darse el caso de que aquella mínima variación tornara la ecuación de Pitágoras, con un número infinito de soluciones, en otra sin solución?
Modificó aún más la ecuación, cambiando el exponente a valores superiores a tres, y descubrió que dar con una solución a esas otras variantes resultaba igual de complicado. Según Fermat, parecía no haber tres números enteros que cumplieran la ecuación
xn + yn = zn, donde n representa 3, 4, 5,…
En el margen de su Aritmética, junto al problema 8, escribió una nota con su observación:
Cubem autem in duos cubos, aut quadratoquadratum in duos quadratoquadratos, et generaliter nullam in infinitum ultra quadratum potestatem in duos eiusdem nominis fas est dividere.
Es imposible escribir un cubo como la suma de dos cubos o escribir una cuarta potencia como la suma de dos cuartas potencias o escribir, en general, cualquier potencia mayor que dos como la suma de dos potencias iguales.
De entre todos los números posibles parecía no existir razón alguna que impidiera encontrar al menos una solución, a pesar de que Fermat afirmó que en ningún lugar del universo infinito de los números existía una «terna fermatina». Era una afirmación extraordinaria, pero Fermat se creía capaz de demostrarla. Tras el primer apunte marginal que esbozaba la teoría, el travieso genio anotó un comentario adicional que iba a atormentar a generaciones de matemáticos:
Cuius rei demonstrationem mirabilem sane detexi hanc marginis exiguitas non caperet.
Poseo una prueba en verdad maravillosa para esta afirmación a la que este margen viene demasiado estrecho.
Este era el Fermat más enloquecedor. Sus propias palabras sugieren que estaba especialmente entusiasmado con su prueba «en verdad maravillosa», pero no tenía ninguna intención de molestarse en anotar los detalles de la argumentación; nunca pensó en hacerla pública. Jamás mencionó nada a nadie acerca de la prueba y, aun a pesar de su mezcla de indolencia y modestia, el último teorema de Fermat, como luego se lo denominaría, iba a hacerse famoso en todo el mundo en los siglos venideros.
El último teorema al fin publicado
El célebre descubrimiento de Fermat ocurrió más bien pronto en su carrera matemática, alrededor de 1637. Unos treinta años después, cuando cumplía con sus obligaciones judiciales en la ciudad de Castres, enfermó de gravedad. El 9 de enero de 1665 firmó sus últimas voluntades y, pasados tres días, falleció. Aislados todavía de la escuela parisiense de matemáticas y recordados con no demasiado cariño por sus corresponsales, los descubrimientos de Fermat corrían el riesgo de perderse para siempre. Por suerte, el hijo mayor de Fermat, Clément-Samuel, que apreciaba el valor de la afición de su padre, decidió que sus hallazgos no perecieran para el mundo. Gracias a sus esfuerzos sabemos al menos algo sobre el logro más destacado de Fermat dentro de la teoría de números y, en particular, si no hubiera sido por él, el enigma que hoy conocemos como el último teorema de Fermat habría muerto con su creador.
Clément-Samuel dedicó cinco años a recopilar los apuntes y cartas de su padre y a examinar las anotaciones en los márgenes de su ejemplar de la Aritmética. La nota marginal referente al último teorema de Fermat era sólo uno de los muchos pensamientos inspirados escritos en el libro, y Clément-Samuel acometió la publicación de esas anotaciones en una edición especial de la Aritmética. En 1670 sacó a la luz un volumen titulado Diophanti arithmeticorum libri cum observationibus P. de Fermat («Aritmética de Diofante con observaciones de P. de Fermat»). Junto a las traducciones originales griega y latina de Bachet se insertaban cuarenta y ocho observaciones hechas por Fermat. La segunda observación, que se muestra en la figura 6, era la que luego sería conocida como el último teorema de Fermat.
Una vez las Observaciones de Fermat llegaron a la vasta sociedad, quedó claro que las misivas que Fermat había enviado a sus colegas representaban meros fragmentos de un tesoro pleno de hallazgos. Sus apuntes personales contenían series íntegras de teoremas que, por desgracia, no iban acompañados de ninguna explicación ni de la más leve indicación sobre su demostración básica. Había suficiente cantidad de tentadores destellos de lógica como para no dejar ninguna duda a los matemáticos de que Fermat disponía de pruebas, pero completar los detalles era el desafío que había dejado para que ellos lo aceptaran.
Figura 6: Página que contiene la célebre observación de Pierre de Fermat
Leonhard Euler, uno de los mejores matemáticos del siglo XVIII, intentó demostrar una de las observaciones más elegantes de Fermat, un teorema relacionado con los números primos.
Número primo es aquel que no tiene divisores, es decir, el que no puede dividirse entre ningún otro número, excepto entre la unidad y él mismo, para dar un resultado exacto. De modo que el 13 es un número primo, pero el 14 no. El 13 no puede dividirse entre ningún número para dar un resultado exacto, en cambio el 14 puede dividirse entre 2 y 7. Todos los números primos pueden clasificarse en dos categorías; los que tienen la forma 4n + 1 o los que se corresponden con 4n − 1 donde n representa cualquier número. Así, el 13 se incluye en el primer grupo (4 × 3 + 1), mientras que el 19 lo hace en el segundo (4 × 5 − 1). El teorema de primos de Fermat afirma que el primer tipo de números primos equivale siempre a la suma de dos cuadrados (13 = 2² + 3²), mientras que el segundo jamás puede escribirse de ese modo (19 = ?² + ?²). Esta propiedad de los números primos es bien simple, pero intentar demostrar que se cumple con cada número primo resulta extremadamente difícil. Para Fermat se trataba tan sólo de una de sus muchas demostraciones privadas. El desafío para Euler era redescubrir la prueba de Fermat. Al fin, en 1749, tras siete años de trabajo y casi un siglo después de la muerte de Fermat, Euler consiguió probar este teorema de los números primos.
El repertorio de los teoremas de Fermat abarcaba desde lo fundamental hasta la simple diversión. Los matemáticos establecen la importancia de los teoremas según su repercusión en el resto de las matemáticas. En primer lugar, un teorema se considera importante si contiene una verdad universal, es decir, si se aplica a todo un grupo de números. En el caso del teorema de números primos, éste es cierto no sólo para algunos números primos sino para todos ellos sin excepción. En segundo lugar, los teoremas deben revelar alguna verdad esencial más profunda sobre las relaciones entre los números. Un teorema puede servir de trampolín para generar multitud de teoremas adicionales, e incluso puede inspirar el desarrollo de nuevas ramas de las matemáticas. Por último, un teorema es importante si su ausencia entorpece áreas enteras de la investigación por la falta de un eslabón lógico. Muchos matemáticos se han acostado llorando por saber que podrían alcanzar mejores resultados si llegaran a probar tan sólo un eslabón perdido de la cadena lógica.
Como los matemáticos utilizan los teoremas como escalones para llegar a otros resultados, se volvía imprescindible demostrar cada teorema de Fermat. El mero hecho de que afirmara que tenía la prueba de un teorema no era suficiente para aceptarlo así como así. Antes de poder usarlo, cada teorema debía ser demostrado con un rigor severísimo porque en caso contrario las consecuencias podrían haber sido desastrosas. Imaginemos, por ejemplo, que los matemáticos hubieran aceptado sin más uno de los teoremas de Fermat. Se habría incorporado como elemento de toda otra serie de pruebas más amplias. A su debido tiempo, esas pruebas más extensas serían incorporadas a otras aún mayores, y así sucesivamente. A la larga, cientos de teoremas podrían llegar a apoyarse sobre una verdad sin revisar del teorema original. ¿Pero qué ocurriría si Fermat hubiera cometido un error y por tanto el teorema no probado tuviera en realidad algún fallo? Todos esos otros teoremas que lo hubieran incorporado también resultarían ser falsos y amplias ramas de las matemáticas se desplomarían. Los teoremas son el fundamento de las matemáticas porque, una vez establecida su verdad, no es arriesgado crear otros teoremas sobre esos cimientos. Las ideas sin demostrar son, con diferencia, mucho menos valiosas y se las considera sólo conjeturas. Cualquier lógica basada en una conjetura es por sí misma una conjetura.
Fermat afirmó que poseía la demostración de cada una de sus observaciones, así que para él se trataba de teoremas. En cambio, hasta que la comunidad en general redescubrió cada prueba individual, ninguna de ellas pudo ser considerada más que una mera conjetura. De hecho, durante los últimos 350 años el último teorema de Fermat debería haberse denominado, con mucha más propiedad, la última conjetura de Fermat.
A medida que pasaron los siglos, todas las observaciones fueron probadas una a una, pero el último teorema se negó con terquedad a ceder tan fácilmente. De hecho, se lo denomina el «último» teorema porque fue la última de las afirmaciones que quedó por demostrar. Tres siglos de esfuerzos fracasaron en la búsqueda de la prueba y eso contribuyó a su mala fama de ser el desafío más duro de las matemáticas. Sin embargo, esta reconocida dificultad no tiene por qué significar que el último teorema de Fermat sea importante según lo dicho antes. El último teorema, al menos hasta hace muy poco, parecía no satisfacer los diversos criterios; daba la impresión de que su demostración no conduciría a nada relevante, de que no aportaría ninguna revelación particularmente profunda sobre los números y de que no contribuiría a probar ninguna otra conjetura.
La fama del último teorema de Fermat procede tan sólo de la pura dificultad de probarlo. Le añade un atractivo adicional el hecho de que el príncipe de los aficionados afirmara que podía demostrar este teorema que, desde entonces, ha desconcertado a generaciones de matemáticos profesionales. Los comentarios improvisados en el margen de su copia de la Aritmética se interpretaron como un desafío para el mundo. El había demostrado el último teorema, la cuestión era si algún otro podría alcanzar su brillantez.
G. H. Hardy tenía un sentido del humor muy singular e ideó lo que podría haber sido un legado igual de frustrante que el anterior. El desafío de Hardy era como una póliza de seguros que lo ayudaba a enfrentarse a su miedo a viajar en barco. Siempre que cruzaba el mar enviaba antes un telegrama a un colega diciendo:
He resuelto la hipótesis de Riemann stop
Daré detalles a mi regreso stop
La hipótesis de Riemann es un problema que ha atormentado a los matemáticos desde el siglo XIX. La lógica de Hardy consideraba que Dios jamás permitiría que se ahogara porque, en ese caso, dejaría a los matemáticos acosados por un segundo y terrible fantasma.
El último teorema de Fermat es un problema de una inmensa dificultad y a pesar de ello puede expresarse de manera que lo entienda un colegial. No existe ningún problema en física, química o biología que, enunciado de forma tan inequívoca y simple, haya permanecido sin solución durante tanto tiempo. En su libro The Last Problem, E. T. Bell escribió que tal vez la civilización se extinguiría antes de que dicho teorema llegara a resolverse. Demostrar el último teorema de Fermat se ha convertido en el galardón más preciado de la teoría de números y no sorprende que haya provocado algunos de los episodios más emocionantes de la historia de las matemáticas. La búsqueda de una prueba ha comportado a los más grandes genios del planeta descomunales recompensas, desesperaciones suicidas y duelos al amanecer.
El prestigio del enigma ha llegado más allá del cerrado universo matemático. En 1958 incluso se abrió camino dentro de un cuento fáustico. Una antología titulada Deals with the Devil («Pactos con el diablo») contiene un relato breve de Arthur Poges. En «El diablo y Simón Flagg», el diablo pide a Simón Flagg que le formule una pregunta. Si consigue responderla en el transcurso de veinticuatro horas, el alma de Simón será suya, pero si yerra, pagará a Simón la cantidad de cien mil dólares. Simón plantea la pregunta: «¿Es verdadero el último teorema de Fermat?». El diablo desaparece y zumba alrededor del mundo para empaparse de todas las matemáticas que se han elaborado desde el principio de los tiempos. Al día siguiente regresa y admite su derrota:
Tú ganas, Simón —dijo casi en un susurro, mirándolo con un respeto absoluto—. Ni siquiera yo soy capaz de aprender en tan poco tiempo las matemáticas que se requieren para un problema tan difícil. Cuanto más indago en él peor se torna. Factorizaciones no unívocas, ideales… ¡Bah! ¿Sabes —confió el diablo— que ni siquiera los mejores matemáticos de otros planetas, todos mucho más avanzados que el tuyo, lo han resuelto? Vamos, hay un tipo en Saturno semejante a una seta con zancos que resuelve mentalmente ecuaciones diferenciales en derivadas parciales; y hasta él ha desistido.