1. «CREO QUE LO DEJARÉ AQUÍ»
El recuerdo de Arquímedes persistirá cuando Esquilo esté ya olvidado, porque las lenguas mueren y los conceptos matemáticos no. Inmortalidad es tal vez un término estúpido, pero quizá un matemático posea las mayores probabilidades de alcanzarla, sea cual sea su significado.
G. H. Hardy
Cambridge, 23 de junio de 1993
Fue la conferencia sobre matemáticas más importante del siglo. Doscientos especialistas en la materia quedaron pasmados. De ellos, sólo una cuarta parte comprendió la totalidad de aquella densa mezcla de símbolos griegos y álgebra que cubría el encerado. El resto estaba allí simplemente para asistir a lo que esperaban fuera un verdadero acontecimiento histórico.
Los rumores comenzaron el día anterior. Un mensaje electrónico a través de Internet insinuaba que el acto culminaría en la resolución del último teorema de Fermat, el problema matemático más célebre del mundo. No pocas veces habían circulado habladurías semejantes. El último teorema de Fermat era un tema frecuente durante el té y los matemáticos especulaban sobre quién podría estar haciendo algo y en qué consistiría. De tanto en tanto, las conversaciones matemáticas en la sala de profesores convertían la especulación en rumores sobre un gran logro, pero éste nunca llegaba a materializarse.
Esta vez, los comentarios eran distintos. Un estudiante investigador de Cambridge estaba tan convencido de que era cierto que se apresuró a buscar a los corredores de apuestas para jugarse diez libras esterlinas a que el último teorema de Fermat estaría demostrado en menos de una semana. Pero el corredor se olió algo y rechazó la apuesta. Era el quinto estudiante que lo abordaba en un solo día con la misma oferta. El último teorema de Fermat había desconcertado a los mayores genios del planeta durante más de trescientos años y, sin embargo, de pronto hasta los corredores de apuestas sospechaban que estaba a punto de ser resuelto.
Cuando las tres pizarras estuvieron atiborradas de cálculos se interrumpió la disertación. Borraron la primera y el álgebra se reanudó. Cada línea constituía un minúsculo paso más hacia la demostración, pero treinta minutos después el orador aún no la había revelado. Los profesores, concentrados en las primeras filas, esperaban ansiosos el desenlace. Los estudiantes, al fondo, aguardaban a que sus maestros dieran muestras de cuál iba a ser la conclusión. ¿Estaban asistiendo a la demostración completa del último teorema de Fermat o el disertante estaba perfilando sólo un razonamiento parcial y decepcionante?
El orador era Andrew Wiles, un reservado inglés que en los años ochenta había emigrado a Estados Unidos y aceptado una cátedra en la Universidad de Princeton. Allí adquirió fama de ser uno de los mejores talentos matemáticos de su generación. En los últimos años, sin embargo, casi había desaparecido de la serie anual de conferencias y seminarios y sus colegas empezaron a pensar que Wiles estaba acabado. No es inusual que los jóvenes brillantes se quemen, según apunta el eminente matemático Alfred Adler: «La vida matemática de un matemático es corta. Raramente se progresa más allá de los veinticinco años. Si poco se ha logrado hasta entonces, poco se logrará jamás».
«Los jóvenes demuestran los teoremas, los ancianos escriben los libros», observó G. H. Hardy en su libro A Mathematician’s Apology (Autojustificación de un matemático). «Ningún matemático olvida jamás que las matemáticas son un juego de juventud. Sirva como pequeña muestra que el promedio de edad para el ingreso en la Royal Society es menor en matemáticas». Su estudiante más sobresaliente, Srinivasa Ramanujan, fue elegido miembro de la Royal Society a la temprana edad de treinta y un años porque había logrado una serie de progresos decisivos en su juventud. A pesar de haber recibido una exigua formación académica en Kumbakonam, su pueblo natal al sur de la India, Ramanujan era capaz de elaborar teoremas y demostraciones que habían escapado a los matemáticos occidentales. Parece que en esta materia la experiencia adquirida con la edad es menos relevante que la intuición y la osadía de la juventud. Cuando Hardy, el catedrático de Cambridge, supo de sus resultados, quedó tan impresionado que lo instó a abandonar su trabajo de humilde oficinista al sur de la India para asistir al Trinity College. Allí podría trabajar conjuntamente con algunos de los principales expertos en teoría de números. Por desgracia, los crudos inviernos de East Anglia fueron excesivos para Ramanujan. Contrajo la tuberculosis y falleció a la edad de treinta y tres años.
Otros matemáticos han hecho carreras igual de brillantes, pero breves. Niels Henrik Abel, noruego del siglo XIX, realizó su mayor aportación a las matemáticas a la edad de diecinueve años y sólo ocho después murió en la miseria, también de tuberculosis. Charles Hermite dijo de él: «Su legado mantendrá ocupados a los matemáticos durante quinientos años», y desde luego es verdad que los hallazgos de Abel ejercen aún hoy una influencia considerable en la teoría de números. Evariste Galois, contemporáneo del anterior y de un talento similar, alcanzó sus mayores logros siendo aún quinceañero, y en este caso la muerte se produjo a los veintiuno.
Estos ejemplos no pretenden demostrar que los matemáticos mueren de manera prematura y trágica, sino que suelen concebir sus ideas más profundas en la juventud y que, como dijo Hardy en cierta ocasión, «no conozco un solo ejemplo de adelanto matemático relevante debido a alguien que superara los cincuenta». Los matemáticos de mediana edad van pasando a menudo a un segundo plano y dedican el resto de su vida a la docencia o a la burocracia más que a la investigación. En el caso de Andrew Wiles nada podría estar más lejos de la realidad. Aunque rebasaba la avanzada edad de cuarenta, había pasado los siete últimos años trabajando en absoluto secreto, intentando resolver el gran problema de las matemáticas. Mientras otros barruntaban que se había secado, él conseguía enormes progresos inventando técnicas y herramientas nuevas con las que se iba preparando para demostrar el teorema. Su decisión de trabajar en un aislamiento absoluto fue una estrategia muy arriesgada y, además, inaudita en el mundo de las matemáticas.
A falta de inventos que patentar, el de matemáticas es el departamento menos confidencial en cualquier universidad. El colectivo se jacta de un intercambio de ideas libre y abierto y las pausas a la hora del té se han convertido en ceremonias cotidianas en las que los conceptos se comparten y examinan entre pastas y té Earl Grey. De modo que cada vez es más frecuente encontrar escritos publicados por coautores o por equipos de matemáticos y, así, la gloría se reparte por igual. En cambio, si de verdad el profesor Wiles había dado con la demostración completa y acertada del último teorema de Fermat, el premio más ansiado en matemáticas le pertenecía a él y sólo a él. El precio de su mutismo al no comentar o confirmar de antemano ninguna de sus ideas con los colegas fue que existían grandes posibilidades de cometer algún error importante.
En condiciones ideales, Wiles habría deseado dedicar más tiempo a repasar su trabajo y a revisar por entero el manuscrito final. Pero se presentó la oportunidad única de anunciar su descubrimiento en el Isaac Newton Institute de Cambridge, así que abandonó la cautela. El propósito del instituto consiste en reunir a los mayores genios intelectuales del mundo durante unas cuantas semanas para celebrar seminarios sobre un tema de investigación elegido por ellos. Situado en los alrededores de la universidad, lejos de los estudiantes y de otras distracciones, el edificio está especialmente diseñado para estimular la colaboración entre los académicos a fin de conseguir que surjan ideas geniales. Carece de pasillos donde ocultarse y cada despacho da al foro central. Se pretende que los matemáticos pasen un cierto tiempo en esta zona común y se los anima a mantener la puerta del despacho abierta. La colaboración se persigue también durante el desplazamiento dentro del instituto, pues incluso el ascensor, que sólo recorre tres pisos, tiene una pizarra. De hecho, cada habitación del edificio posee al menos una, incluidos los servicios. En esta ocasión, los seminarios en el Newton Institute lucían el título de «Funciones-L y aritmética». Toda la cúpula mundial de la teoría de números se había reunido para discutir problemas relativos a esta rama altamente especializada de las matemáticas puras, pero sólo Wiles había reparado en que las funciones-L podrían ser la clave para resolver el último teorema de Fermat.
Aunque era una gran tentación aprovechar la oportunidad de revelar su trabajo ante semejante audiencia de élite, la razón principal para hacerlo en el Newton Institute era que éste se encuentra en su ciudad natal, Cambridge. Allí era donde Wiles había nacido, allí creció y desarrolló su pasión por los números, y fue en Cambridge donde descubrió el problema que iba a presidir el resto de su vida.
El último problema
En 1963, cuando tenía diez años, Andrew Wiles ya se sentía fascinado por las matemáticas. «Me encantaba resolver los problemas en la escuela. Me los llevaba a casa e inventaba otros por mi cuenta. Pero el mejor problema que encontré jamás lo descubrí en la biblioteca municipal».
Un día, caminando distraído de casa al colegio, el pequeño Wiles decidió entrar en la biblioteca de la calle Milton. Era bastante deficiente en comparación con las bibliotecas de las escuelas, pero, en cambio, disponía de una extensa colección de libros de pasatiempos matemáticos, y eso era lo que llamaba la atención de Andrew. Aquellos libros estaban repletos de problemas científicos y de enigmas matemáticos de todo tipo y la solución de cada acertijo estaba convenientemente explicada en algún rincón de las páginas finales. Sin embargo, aquella vez lo atrajo un libro con un solo problema, y sin solución. El volumen se titulaba The Last Problem («El último problema»), y en él su autor, Eric Temple Bell, relataba la historia de un problema matemático que hundía sus raíces en la antigua Grecia y había alcanzado su mayor desarrollo en el siglo XVII. Fue entonces cuando el gran matemático francés, Pierre de Fermat, lo convirtió, sin darse cuenta, en un desafío para el resto del mundo. Genios y más genios de las matemáticas acabaron humillados por el legado de Fermat, y a lo largo de trescientos años nadie había logrado resolverlo. Existen otras cuestiones pendientes en matemáticas, pero lo que hace tan particular el problema de Fermat es su aparente sencillez. Treinta años después de haber leído el relato de Bell, Wiles me comentó cómo recordaba el momento en que se encontró con el último teorema de Fermat: «Parecía tan simple, y ninguno de los grandes matemáticos de la historia lo había demostrado aún. Allí había un problema que yo, un niño de diez años, podía entender, y desde aquel momento supe que jamás se me iría de la cabeza. Tenía que resolverlo».
El problema parece tan sencillo porque se basa en la única parte de las matemáticas que todos podemos recordar, el teorema de Pitágoras:
En un triángulo rectángulo, el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma del cuadrado de los otros dos lados.
El resultado de esta cancioncilla pitagórica es que el teorema se ha grabado a fuego en millones, si no miles de millones, de cerebros humanos. Se trata del teorema básico que todo inocente escolar está obligado a aprender. Pero aunque un niño de diez años pueda entenderlo, la obra de Pitágoras fue la inspiración para un problema que ha frustrado a los mayores genios matemáticos de la historia.
Pitágoras de Samos fue uno de los personajes más prestigiosos y a la vez de los más misteriosos de las matemáticas. Como no hay referencias directas sobre su vida y su obra, su figura está rodeada por el mito y la leyenda, y eso dificulta a los historiadores discernir entre realidad y ficción. Lo que sí parece cierto es que Pitágoras desarrolló la idea de la lógica numérica y fue el responsable de la primera edad de oro de las matemáticas. Gracias a su genio, los números dejaron de utilizarse tan sólo para contar y calcular y comenzaron a valorarse como objetos en sí mismos. Estudió las propiedades de cada número, las relaciones entre ellos y las figuras que forman. Se dio cuenta de que los números existen con independencia del mundo perceptible y, por tanto, su estudio no está corrompido por la imprecisión de los sentidos. Así pudo descubrir verdades desligadas de la opinión o del prejuicio y más absolutas que cualquier conocimiento anterior.
Pitágoras, que vivió en el siglo VI a. J. C., adquirió sus habilidades matemáticas viajando a lo largo y ancho del viejo mundo. Algunos relatos hacen pensar que llegó hasta la India e Inglaterra, pero lo más probable es que recopilara muchas técnicas e instrumentos matemáticos de egipcios y babilonios. Esas dos civilizaciones antiguas habían ido más allá de los límites del simple cálculo. Supieron realizar cómputos complejos con los que crearon sofisticados sistemas de cálculo y complicados edificios. De hecho tenían las matemáticas como meras herramientas para solucionar problemas prácticos; el estímulo para descubrir algunos de los principios básicos de la geometría fue facilitar la reconstrucción de las lindes en los campos, las cuales se perdían con las crecidas anuales del río Nilo. El término geometría significa literalmente «medir la tierra».
Pitágoras observó que los egipcios y los babilonios traducían cada cálculo a la forma de una receta que luego podían seguir a ciegas. Las recetas, transmitidas de generación en generación, siempre daban respuestas correctas, así que nadie se molestaba en cuestionarlas o en indagar la lógica que yacía tras las ecuaciones. Lo importante para estos pueblos era que un cómputo funcionara, el porqué era irrelevante. Después de viajar durante veinte años, Pitágoras había asimilado todos los principios matemáticos del mundo conocido y zarpó rumbo a la isla de Samos, en el mar Egeo, su lugar de procedencia, con la intención de fundar una escuela dedicada al estudio de la filosofía y, en particular, a investigar los principios matemáticos recién adquiridos. Quería entender los números, no sólo explotarlos. Esperaba encontrar una cantera copiosa de estudiantes librepensadores que lo ayudaran a desarrollar filosofías nuevas por completo, pero, durante su ausencia, el tirano Polícrates había convertido la Samos liberal de otro tiempo en una sociedad intolerante y conservadora. Polícrates invitó a Pitágoras a sumarse a su corte, pero el filósofo, consciente que se trataba tan sólo de una maniobra para silenciarlo, rechazó la oferta. Abandonó la ciudad y se trasladó a una cueva remota de la isla donde poder meditar sin miedo a ser perseguido.
A Pitágoras no le gustó nada aquel aislamiento y al cabo de un tiempo recurrió a sobornar a un muchacho para que fuera su primer alumno. La identidad del pupilo es dudosa, pero algunos historiadores sugieren que también se llamó Pitágoras y que con posterioridad adquirió fama por ser la primera persona en aconsejar a los atletas que comieran carne para mejorar su constitución física. Pitágoras, el maestro, pagaba a su alumno tres óbolos por cada lección a la que asistía, y pudo ver que la desgana inicial del muchacho para aprender se transformaba, según avanzaban las semanas, en entusiasmo por la sabiduría. Para ponerlo a prueba, Pitágoras fingió que ya no podía pagar al estudiante y que, por tanto, las clases debían cesar. El muchacho respondió entonces que prefería pagar por su formación antes que interrumpirla. El alumno se había convertido en discípulo. Por desgracia, ésta fue la única adhesión a Pitágoras en Samos. Durante algún tiempo estableció una escuela, conocida como Semicírculo de Pitágoras, pero sus criterios acerca de la reforma social no fueron aceptados, así que el filósofo se vio obligado a abandonar la colonia en compañía de su madre y de su único discípulo.
Pitágoras se dirigió al sur de Italia, que entonces formaba parte de la Magna Grecia, y se instaló en Crotona, donde tuvo la suerte de encontrar al mecenas perfecto, Milón, el hombre más rico del lugar y uno de los más forzudos de la historia. Si la fama de Pitágoras como sabio de Samos ya se estaba divulgando por toda Grecia, la reputación de Milón era incluso mayor. Tenía unas proporciones hercúleas y había logrado la proeza de ser campeón de los juegos olímpicos y píticos en doce ocasiones. Además del atletismo, Milón valoraba y estudiaba la filosofía y las matemáticas. Cedió una parte de su casa a Pitágoras, el espacio suficiente para crear su escuela. Resultó así que la mente más original y el cuerpo más poderoso se habían asociado.
Seguro en su nuevo hogar, Pitágoras fundó la Hermandad Pitagórica, un grupo de seiscientos discípulos capaces no sólo de entender sus enseñanzas, sino también de acrecentarlas con ideas e instrumentos nuevos. Al ingresar en la hermandad, cada miembro debía donar todas sus posesiones materiales a un fondo común, y en el caso de que alguien la abandonara percibía el doble del importe donado en un principio y se erigía una lápida en su memoria. La hermandad era una escuela igualitaria e incluía a varias mujeres entre sus componentes. La estudiante preferida de Pitágoras era la mismísima hija de Milón, la bella Teano, y, a pesar de la diferencia de edad que los separaba, con el tiempo se casaron.
Poco después de crear la hermandad, Pitágoras acuñó el término filósofo, y con él fijó los objetivos de su escuela. Durante la asistencia a los juegos olímpicos, León, príncipe de Fliunte, preguntó a Pitágoras cómo se definiría a sí mismo. Este respondió: «Soy un filósofo», pero León no había escuchado nunca esa palabra y le pidió que se explicara.
La vida, príncipe León, podría compararse con estos juegos. De la vasta multitud aquí reunida, a algunos los atrae el adquirir riquezas, a otros los seduce la esperanza y el deseo de la fama y la gloria. Pero de entre todos ellos, unos pocos han venido a ver y entender todo lo que aquí ocurra.
Lo mismo sucede con la vida. Unos están influidos por el ansia de riquezas mientras que otros están ciegos, seducidos por la loca fiebre de poder y dominio. Pero el género más noble del ser humano se dedica a descubrir el significado y la finalidad de la vida en sí misma. Ambiciona desvelar los secretos de la naturaleza. A éste es a quien yo llamo filósofo, porque aunque ningún hombre sea sabio absoluto en todas las materias, sí puede amar la sabiduría como la clave de los secretos de la naturaleza.
Aunque muchos estaban al corriente de las aspiraciones de Pitágoras, nadie ajeno a la hermandad conocía los detalles o el alcance de sus logros. Cada miembro de la escuela debía prestar el juramento de no revelar jamás al mundo exterior ninguno de sus descubrimientos matemáticos. Incluso después de la muerte de Pitágoras, un miembro de la hermandad fue ahogado por quebrantar esta promesa. Había anunciado públicamente el descubrimiento de otro sólido regular, el dodecaedro, formado por doce pentágonos iguales. El carácter tan secreto de la Hermandad Pitagórica es, en parte, la razón de que los extraños rituales que quizá practicaron hayan estado envueltos por el mito. Del mismo modo se explica que hoy dispongamos de tan pocos datos fidedignos sobre sus logros matemáticos. Lo que se sabe con certeza es que Pitágoras impulsó una actitud vital que cambió el rumbo de las matemáticas. La hermandad era, de hecho, una comunidad religiosa y uno de los ídolos que veneraban era el Número. Creían que podrían descubrir los secretos espirituales del universo y acercarse más a los dioses si comprendían las relaciones entre los números. La hermandad centró sobre todo la atención en el estudio de los números cardinales (1, 2, 3,…) y en las fracciones. A veces, a los números cardinales se los llama números enteros y, junto a las fracciones (proporciones entre números enteros), constituyen los denominados técnicamente como números racionales. De entre la infinidad de números, la hermandad se fijó en los que poseen un significado especial, y unos de los más especiales son los llamados números perfectos.
Según Pitágoras, la perfección numérica dependía de los divisores de un número (los números que dan un resultado entero al dividir entre ellos el deseado). Por ejemplo, los divisores de 12 son 1, 2, 3, 4 y 6. Cuando la suma de los divisores de un número supera su valor se habla de número abundante. Así, 12 es un número abundante porque sus divisores suman 16. Por otra parte, cuando la suma de los divisores de un número es menor que él mismo se lo denomina deficiente. De modo que 10 es un número deficiente porque sus divisores (1, 2 y 5) sólo suman 8.
Los números más raros y significativos son aquellos cuyos divisores suman exactamente su valor, y ésos son los llamados perfectos. El 6 tiene por divisores 1, 2 y 3, así que se trata de un número perfecto porque 1 + 2 + 3 = 6. El número perfecto que le sigue es el 28, porque 1 + 2 + 4 + 7 + 14 = 28.
Además del significado matemático que tenían para la hermandad, la perfección del 6 y del 28 fue reconocida por otras culturas que observaron que la Luna da una vuelta completa alrededor de la Tierra cada veintiocho días y que afirmaron que Dios creó el mundo en seis. En La ciudad de Dios, san Agustín sostiene que, aunque Dios podía haber creado su obra en un instante, decidió hacerlo en seis días para poner de manifiesto la perfección del mundo. El mismo observó que el número 6 no es perfecto porque Dios lo haya elegido, sino porque la perfección es inherente a su naturaleza: «El 6 es un número perfecto en sí mismo y no porque Dios creara todas las cosas en seis días. Lo cierto es, más bien, lo contrario; Dios creó todas las cosas en seis días porque ese número es perfecto. Y continuaría siéndolo incluso si la obra de los seis días no existiera».
A medida que ascienden los cardinales, se hace más difícil encontrar números perfectos entre ellos. El tercer número perfecto es el 496, el cuarto el 8 128, el quinto es el 33 550 336 y el sexto el 8 589 869 056. Además del valor de las sumas de sus divisores, Pitágoras encontró otras propiedades elegantes en todos los números perfectos. Por ejemplo, que los números perfectos siempre son resultado de la suma de una serie consecutiva de números cardinales. Así tenemos
6 | = 1 + 2 + 3, |
28 | = 1 + 2 + 3 + 4 + 5 + 6 + 7, |
496 | = 1 + 2 + 3 + 4 + 5 + 6 + 7 + 8 + 9 + … + 30 + 31, |
8 128 | = 1 + 2 + 3 + 4 + 5 + 6 + 7 + 8 + 9 + … + 126 + 127. |
Pitágoras se entretuvo con los números perfectos, pero no le bastó coleccionar aquellos números especiales, sino que quiso ahondar en su significado más profundo. Una de sus revelaciones fue que la perfección iba muy vinculada a la binariedad. Los números 4 (2 × 2), 8 (2 × 2 × 2), 16 (2 × 2 × 2 × 2), etc., son conocidos como potencias de 2 y pueden escribirse como 2n, donde n representa el número de veces que el 2 se multiplica por sí mismo. Para ser perfectas, todas estas potencias de 2 sólo fallan en que la suma de sus divisores siempre resulta menor que ellas en una unidad. Esto los convierte en ligeramente deficientes:
2² | = 2 × 2 | = 4, | Divisores 1, 2 | Suma = 3, |
23 | = 2 × 2 × 2 | = 8, | Divisores 1, 2, 4 | Suma = 7, |
24 | = 2 × 2 × 2 × 2 | = 16, | Divisores 1, 2, 4, 8 | Suma = 15, |
25 | = 2 × 2 × 2 × 2 × 2 | = 32, | Divisores 1, 2, 4, 8, 16 | Suma = 31. |
Doscientos años después, Euclides iba a refinar la relación pitagórica entre la binariedad y la perfección. Euclides descubrió que los números perfectos son siempre múltiplos de dos números, uno de los cuales es potencia de dos y el otro es la siguiente potencia de dos menos uno. O lo que es lo mismo,
6 | = 21 × (2² − 1), |
28 | = 2² × (23 − 1), |
496 | = 24 × (25 − 1), |
8 128 | = 26 × (27 − 1), |
Los ordenadores actuales han continuado el registro de los números perfectos y han encontrado ejemplos tan extraordinariamente elevados como 2216 090 × (2216 091 − 1), un número con más de 130 000 dígitos y que obedece al principio de Euclides.
Pitágoras estaba fascinado con las propiedades y figuras exquisitas que poseían los números perfectos y reverenciaba su refinamiento y su belleza. A primera vista podría parecer que la perfección es un concepto relativamente fácil de concebir y, sin embargo, los antiguos griegos fueron incapaces de desentrañar algunos de los puntos fundamentales del asunto. Por ejemplo, aunque existen bastantes números cuyos divisores suman un número menos que ellos mismos, o sea, que son ligeramente deficientes, parece no haber números que sean ligeramente abundantes. Los griegos no fueron capaces de encontrar números cuyos divisores sumaran un número más que ellos mismos, pero no supieron explicar la razón. Para su frustración, aunque no pudieron hallar números ligeramente abundantes, tampoco consiguieron demostrar que dichos números no existen. Comprender la aparente ausencia de números ligeramente abundantes no tenía ningún valor práctico, pero era un problema cuya solución quizá podría iluminar la naturaleza de los números y, por tanto, merecía ser estudiado. Tales enigmas intrigaron a la Hermandad Pitagórica y dos mil quinientos años después los matemáticos aún no han sido capaces de probar que no existen números ligeramente abundantes.
Todo es número
Además de estudiar las relaciones entre los números, a Pitágoras también lo intrigaban los vínculos que existen entre los números y la naturaleza. Reparó en que los fenómenos naturales están gobernados por leyes y que dichas leyes pueden describirse a través de ecuaciones matemáticas. Uno de sus primeros hallazgos al respecto fue la relación esencial que se da entre la armonía de la música y la de los números. El instrumento más destacado de la música helénica antigua fue la lira tetracorde o de cuatro cuerdas. Antes de Pitágoras, los músicos ya apreciaron que cuando determinadas notas sonaban juntas causaban un efecto agradable, así que afinaban las liras de manera que, punteando dos cuerdas, consiguieran aquella armonía. Pero estos antiguos músicos no habían comprendido aún la causa de que ciertas notas fueran armónicas y, en consecuencia, no seguían ningún método concreto para templar los instrumentos. En lugar de eso afinaban las liras de oído hasta alcanzar un estado de armonía, método al que Platón denominaba «torturar el clavijero».
Jámblico, erudito del siglo XIV que escribió nueve libros sobre la secta pitagórica, relata cómo llegó a descubrir Pitágoras los principios esenciales de armonía en la música:
En cierta ocasión [Pitágoras] estaba enfrascado en la idea de si podría concebir una ayuda mecánica para el sentido del oído que fuera a la vez fiable e ingeniosa. Tal aparato sería similar a los compases, a las reglas o a los instrumentos ópticos diseñados para el sentido de la vista, así como también el sentido del tacto dispone de balanzas y de los conceptos de pesos y medidas. Entonces, por algún divino golpe de suerte, pasó por delante de una fragua y escuchó los martillos golpeando el hierro y produciendo entre sí una armonía abigarrada de retumbos, con la excepción de cierta combinación de sonidos.
Al momento, según Jámblico, Pitágoras echó a correr hacia la fragua para inspeccionar aquella armonía de martillos. Notó que al golpear a un tiempo la mayoría de ellos se lograba un sonido armónico y, en cambio, cualquier combinación que incluyera un martillo concreto producía siempre un sonido desagradable. Analizó las herramientas y vio que las que eran armónicas entre sí guardaban una relación matemática sencilla: sus masas eran proporciones o fracciones simples de las del resto. O lo que es lo mismo, todos aquellos martillos cuyos pesos mantenían entre sí la proporción de una mitad, dos tercios o tres cuartos producían sonidos armónicos. Por el contrario, el peso del martillo que provocaba la disonancia al golpearlo al unísono con cualquiera de los restantes no mantenía una relación simple con los otros pesos.
Figura 1: Una cuerda suelta que vibra libremente produce una nota de partida. Si se pisa justo en el punto medio de su longitud, la nota resultante es una octava más alta que la nota original y mantiene la armonía con ella. Pueden conseguirse más notas armónicas desplazando la presión hacia otros puntos que constituyan fracciones simples (por ejemplo, un tercio, un cuarto, un quinto) de la longitud de la cuerda.
Pitágoras había descubierto la proporción numérica responsable de la armonía musical. Los científicos han arrojado algunas dudas sobre este episodio que relata Jámblico, pero lo que sí es seguro es que Pitágoras aplicó su nueva teoría de las relaciones musicales a la lira. Para ello examinó las propiedades de una sola cuerda. Con tan sólo puntearla, la cuerda genera una nota o tono patrón que está producido por la longitud de la cuerda. Si se pisa la cuerda en determinados puntos de su longitud, se provocan otras vibraciones y tonos, como muestra la figura 1. Los tonos armónicos sólo se realizan en puntos muy concretos. Así, si se pisa la cuerda justo en el punto medio de su longitud, el tañido genera un tono una octava más alto que el original y se mantiene en armonía con él. Del mismo modo, presionando la cuerda en puntos que son justo un tercio, un cuarto o un quinto de su longitud, se originan otras notas armónicas. En cambio, si trabamos la cuerda en un punto que no constituya una fracción simple de su longitud total, se produce un tono disonante con los anteriores.
Pitágoras descubrió por primera vez la base matemática que rige un fenómeno físico y demostró que se da una relación fundamental entre las matemáticas y la ciencia. Desde entonces, los científicos han buscado los principios matemáticos que, al parecer, gobiernan cada proceso físico elemental y han averiguado que los números afloran en todo tipo de fenómenos naturales. Por ejemplo, un número particular parece presidir las longitudes de los ríos con meandros. El catedrático Hans-Henrik Stolum, geólogo de la Universidad de Cambridge, ha calculado la relación entre la longitud real de los ríos, desde el nacimiento hasta la desembocadura, y su longitud medida en línea recta. Aunque la proporción varía de un río a otro, el valor promedio es algo mayor que 3, o sea, que la longitud real es unas tres veces la distancia en línea recta. En realidad, la relación es aproximadamente 3.14, una cifra muy cercana al valor del número π, la proporción que existe entre la circunferencia de un círculo y su diámetro.
El número π derivó en su origen de la geometría del círculo y surge una y otra vez en las circunstancias científicas más diversas. En el caso de la relación fluvial, la aparición de π es el resultado de una pugna entre el orden y el caos. Einstein fue el primero en apuntar que los ríos tienden a serpentear cada vez más porque, por leve que sea la curva en un principio, ésta provoca corrientes más veloces en la orilla externa, que van originando una margen más erosionada y cerrada. Cuanto mayor sea la curvatura en la orilla, mayor resulta la velocidad de las corrientes en la margen exterior y, con ella, el aumento de la erosión por ese lado. Así, el curso del río se retuerce cada vez más. Sin embargo existe un proceso natural que detiene el caos: el aumento del serpenteo acaba haciendo que el curso se repliegue sobre sí mismo y se «cortocircuite». El río vuelve a enderezarse y el meandro queda abandonado a un lado, convertido en un lago en forma de herradura. El equilibrio entre estos dos factores opuestos conduce a una relación promedio de π entre la longitud real y la distancia en línea recta desde el nacimiento hasta la desembocadura. La proporción de π aparece con mayor frecuencia en ríos que fluyen por llanuras de pendientes muy suaves, como las que hay en Brasil o en la tundra de Siberia.
Pitágoras descubrió que los números se ocultan detrás de todas las cosas, desde la armonía de la música hasta las órbitas de los planetas, y eso le hizo proclamar que «todo es número». Al tiempo que indagaba en el significado de las matemáticas, Pitágoras desarrolló el lenguaje que permitiría, a él y a otros, describir la naturaleza del universo. En lo sucesivo, cada paso esencial en matemáticas proporcionaría a los científicos el vocabulario necesario para explicar mejor los fenómenos de su entorno. De hecho, los avances matemáticos llegarían incluso a inspirar revoluciones científicas.
Isaac Newton, además de descubrir la ley de la gravedad, fue un matemático destacado. Su mayor contribución a las matemáticas fue el desarrollo del cálculo y, en tiempos posteriores, los físicos utilizaron el lenguaje del cálculo para describir mejor las leyes de la gravedad y para resolver problemas gravitacionales. La teoría clásica de la gravedad newtoniana perduró intacta durante siglos hasta ser desbancada por la teoría general de la relatividad de Albert Einstein, quien elaboró una explicación alternativa y más detallada de la gravedad. Las propias ideas de Einstein sólo fueron posibles gracias a conceptos matemáticos nuevos que lo dotaron de un lenguaje sofisticado para sus ideas científicas más complejas. En la actualidad, la interpretación de la gravedad está recibiendo una vez más la influencia de los avances matemáticos. Los más recientes estudios cuánticos de la gravedad se vinculan al desarrollo de la teoría matemática de cuerdas, según la cual las fuerzas de la naturaleza parecen explicarse de manera adecuada mediante las propiedades geométricas y topológicas de los tubos.
De todas las relaciones entre números y naturaleza que estudió la hermandad, la más importante fue la que lleva el nombre de su fundador. El teorema de Pitágoras proporciona una ecuación verdadera para todos los triángulos rectángulos y, por tanto, también define al ángulo recto en sí. A su vez, el ángulo recto define la perpendicular, esto es, la relación entre la vertical y la horizontal, o sea, la relación entre las tres dimensiones del universo conocido. A través del ángulo recto, las matemáticas describen la estructura del espacio que habitamos. El teorema de Pitágoras constituye, por tanto, una revelación profunda y, a pesar de ello, las matemáticas que se requieren para comprenderlo son relativamente sencillas. Basta comenzar midiendo la longitud de los dos lados menores de un triángulo rectángulo (x e y) y luego elevar a la segunda potencia cada uno de ellos (x², y²). Entonces se suman (x² + y²). El resultado de esa adición en el triángulo de la figura 2 es 25.
Figura 2: Todos los triángulos rectángulos obedecen al teorema de Pitágoras.
Si ahora se mide el lado más largo (z), denominado hipotenusa, y se eleva su longitud al cuadrado, lo peculiar del resultado es que el número que resulta de z² es idéntico al calculado con anterioridad, o sea, 5² = 25. Esto es lo mismo que decir:
En un triángulo rectángulo, el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los otros dos lados.
En otras palabras o, mejor, símbolos:
x² + y² = z².
Esto es cierto a todas luces para el triángulo de la figura 2, pero lo relevante es que el teorema de Pitágoras se cumple con todos los triángulos rectángulos que imaginemos. Es una ley matemática universal y podemos confiar en ella siempre que encontremos un triángulo con un ángulo recto. Y a la inversa, todo triángulo que obedezca el teorema de Pitágoras es con certeza absoluta un triángulo rectángulo.
En este punto cabe advertir que, aunque el teorema se asocie siempre a Pitágoras, mil años antes que él ya lo habían utilizado los chinos y los babilonios. No obstante, aquellas culturas nunca supieron que el teorema era cierto para todos los triángulos rectángulos. Desde luego se cumplió con los triángulos que analizaron, pero no tuvieron manera de demostrar que funcionaba con todos los triángulos rectángulos que no habían sometido al teorema. El motivo de la reivindicación pitagórica del teorema es que fue Pitágoras quien demostró por primera vez su valor universal.
Pero ¿cómo supo Pitágoras que el teorema se cumple siempre? No podía aspirar a poner a prueba toda la variedad infinita de triángulos rectángulos, y en cambio llegó a estar seguro al ciento por ciento de la validez total del teorema. La razón de su convencimiento radica en el concepto de demostración matemática. La búsqueda de una prueba matemática es la búsqueda de una verdad más absoluta que el conocimiento acumulado por cualquier otra disciplina. El ansia de una verdad esencial a través del método de la demostración es lo que ha guiado a los matemáticos durante los últimos dos mil quinientos años.
La demostración absoluta
La historia del último teorema de Fermat gira en torno a la búsqueda de una demostración perdida. La prueba matemática es mucho más poderosa y rigurosa que el concepto de demostración que solemos utilizar en el lenguaje cotidiano, e incluso más que la idea que se tiene de ella en física o en química. La diferencia entre las pruebas científicas y las matemáticas es a la vez sutil y profunda y resulta crucial para poder comprender la obra de todo matemático desde Pitágoras.
La idea clásica de una demostración matemática consiste en partir de una serie de axiomas o afirmaciones que pueden considerarse ciertos o que por evidencia propia lo son. Después, con una argumentación lógica y progresiva, se puede llegar a una conclusión. Si los axiomas son correctos y la lógica es impecable, la conclusión final es innegable. Esta conclusión constituye un teorema.
Las demostraciones matemáticas se basan en este proceso lógico y, una vez probadas, son ciertas hasta el fin de los tiempos. Son absolutas. Para apreciar el valor de tales pruebas conviene compararlas con su pariente pobre, la prueba científica. La ciencia propone una hipótesis para explicar un fenómeno físico. Si la observación empírica del fenómeno coincide con la hipótesis, se adquiere una evidencia a su favor. Además, la hipótesis no sólo debe describir un fenómeno conocido, también debe predecir las consecuencias de otros fenómenos. Se llevan a cabo experimentos para poner a prueba la capacidad de predicción de una hipótesis y, si ésta vuelve a resultar satisfactoria, se muestran aún más evidencias a su favor. En ocasiones se reúne una cantidad ingente de pruebas positivas y entonces la hipótesis se acepta como teoría científica.
Las teorías científicas no pueden demostrarse jamás con una rotundidad tan absoluta como ocurre con un teorema matemático. A lo sumo se las considera muy probables en base a la evidencia de que se dispone. La llamada demostración científica se fundamenta en la observación y la percepción, pero tanto una como otra son falibles y sólo se aproximan a la realidad. Como dijo Bertrand Russell: «Aunque parezca una paradoja, toda ciencia exacta está regida por la idea de aproximación». Incluso las «pruebas» científicas más aceptadas contienen siempre una pequeña porción de duda. En algunas ocasiones, la inseguridad disminuye, aunque nunca desaparece por completo, mientras que otras veces la prueba demuestra al fin ser errónea. La fragilidad de estas pruebas favorece que se produzcan revoluciones científicas en las que una teoría que se había asumido como correcta es sustituida por otra que quizá consista en un simple refinamiento de la anterior o, tal vez, en una oposición absoluta.
Por ejemplo, la búsqueda de las partículas elementales provocó que cada generación de físicos derribara o, cuando menos, refinara la teoría de sus predecesores. La búsqueda moderna de los bloques constitutivos del universo empezó a principios del siglo XIX, cuando una serie de experimentos instaron a John Dalton a proponer que todo está formado por átomos discretos, que además serían, según él, elementales. Al final de la centuria, J. J. Thomson descubrió el electrón, la primera partícula subatómica conocida, así que el átomo dejó de ser elemental.
Durante los primeros años del siglo XX, los físicos desarrollaron una imagen «completa» del átomo: un núcleo formado por protones y neutrones y orbitado por electrones. Afirmaron con arrogancia que protones, neutrones y electrones son todos los ingredientes del universo. Más tarde, experimentos con rayos cósmicos revelaron la existencia de otras partículas fundamentales, los piones y los muones. Una revolución aún más grandiosa se produjo en 1932 con el descubrimiento de la antimateria, la existencia de antiprotones, antineutrones, antielectrones, etc. Por aquel entonces, los físicos de partículas no podían estar seguros de cuántas partículas diferentes existen, pero al menos podían confiar en que esas entidades eran de verdad elementales. Así fue hasta los años sesenta, cuando surgió el concepto de quark. Al parecer, el protón en sí está formado por quarks con carga fraccionaria, al igual que el neutrón, el pión y el muón. La conclusión de todo esto es que los físicos modifican constantemente su visión del universo, cuando no la borran por completo y vuelven a comenzar. En las décadas siguientes, la idea misma de que la partícula es un objeto puntual se reemplazó por la creencia en partículas de aspecto semejante a cuerdas, las mismas que parecen explicar la gravedad. La teoría es que cuerdas billones de billones de billones de veces más cortas que la longitud de un metro (tan pequeñas que parecen puntuales) vibran de varias maneras y cada vibración da origen a diferentes partículas. Esto se parece al hallazgo de Pitágoras de que la cuerda de una lira da lugar a diferentes notas según el modo en que vibre.
Arthur C. Clarke, escritor de ciencia ficción y futurista, escribió que si un eminente sabio afirma que algo es indudablemente cierto, existen muchas probabilidades de que eso mismo se demuestre falso al día siguiente. La prueba científica es tornadiza y chapucera sin remedio. Por el contrario, la demostración matemática es absoluta y libre de dudas. Pitágoras murió convencido de que su teorema, que era cierto en el año 500 a. J. C., lo seguiría siendo por toda la eternidad.
La ciencia se desarrolla de manera similar al sistema judicial. Una teoría se reconoce verdadera si hay evidencias para probarla «más allá de toda duda razonable». Las matemáticas, en cambio, no confían en la evidencia de la equívoca experimentación, sino que se construyen con la infalible lógica. Una muestra de ello la constituye el problema del tablero de ajedrez mermado que ilustra la figura 3.
Figura 3: El problema del tablero de ajedrez mermado.
Tenemos un tablero de ajedrez al que le faltan dos esquinas opuestas, así que sólo le quedan 62 cuadros, y cogemos 31 fichas de dominó cuyas medidas cubran exactamente dos cuadros del tablero. La pregunta es la siguiente: ¿es posible colocar las 31 piezas de dominó de manera que entre todas cubran los 62 cuadros del tablero?
Existen dos modos de afrontar el problema:
1. Enfoque científico
El científico tratará de solucionar el problema a través de la experimentación y, después de intentar unas pocas docenas de posiciones, descubrirá que todas fallan. Puede que el científico piense que hay bastantes evidencias para afirmar que el tablero no se puede cubrir. Sin embargo no podrá estar seguro de que ésa sea la respuesta verdadera porque siempre le quedarán combinaciones no comprobadas y entre las que quizá se halle la correcta. Hay millones de posiciones posibles y sólo se puede comprobar un número reducido de ellas. La conclusión de que la tarea es imposible está basada sólo en la experiencia, y el científico tendrá que vivir con la incertidumbre de que su teoría pueda ser rebatida en cualquier momento.
2. Enfoque matemático
El matemático intenta resolver el problema desarrollando un argumento lógico que conduzca a una conclusión indubitablemente cierta y que permanezca inamovible para siempre. Un argumento de ese tipo es el siguiente:
- Los cuadros que faltan del tablero son blancos. Por lo tanto ahora hay 32 cuadros negros y sólo 30 cuadros blancos.
- Cada ficha de dominó cubre dos cuadros vecinos, y todos los cuadros contiguos son de colores contrarios, o sea, uno negro y otro blanco.
- Por esa razón, las 30 primeras fichas de dominó cubrirán 30 cuadros blancos y 30 cuadros negros del tablero, con independencia del modo en que se coloquen.
- En consecuencia, siempre nos encontraremos con una ficha de dominó y con dos cuadros negros sobrantes.
- Pero cada ficha de dominó tapa dos cuadros contiguos y éstos son siempre de colores opuestos. Sin embargo, los cuadros sobrantes son de idéntico color, así que no podemos cubrir ambos con la ficha de dominó que nos queda. Por tanto, ¡cubrir todo el tablero es imposible!
Esta prueba demuestra que toda combinación posible de las fichas de dominó fallará en el intento de cubrir por completo el tablero de ajedrez mermado. De una forma parecida, Pitágoras elaboro una demostración que evidencia que cualquier triángulo rectángulo obedece a su teorema. El concepto de prueba matemática, sagrado para Pitágoras, fue lo que capacitó a la hermandad para descubrir tantas cosas. La mayoría de las demostraciones modernas son complicadas en extremo y seguir sus razonamientos lógicos sería imposible para los profanos en la materia, pero la argumentación del teorema de Pitágoras es, por fortuna, relativamente clara y se fundamenta en unas matemáticas básicas. La demostración está resumida en el apéndice 1.
La prueba de Pitágoras es irrefutable. Evidencia que su teorema es válido para cualquier triángulo rectángulo del universo. El hallazgo fue tan relevante que sacrificaron cien bueyes en agradecimiento a los dioses. Marcó un hito en las matemáticas y supuso uno de los avances más decisivos y destacados en la historia de la humanidad. Su importancia fue doble. En primer lugar desarrolló la idea de demostración matemática. Un resultado matemático probado contiene una verdad mucho más profunda que cualquier otra porque es resultado de un razonamiento lógico progresivo. Aunque el filósofo Tales ya había realizado algunas demostraciones geométricas primitivas, Pitágoras amplió mucho más la idea y consiguió demostrar muchas otras afirmaciones matemáticas ingeniosas. La segunda consecuencia del teorema de Pitágoras es que vincula el método matemático abstracto con lo tangible. Pitágoras mostró que las verdades matemáticas podían aplicarse al mundo científico y proporcionó los cimientos de la lógica. Las matemáticas aportan a la ciencia un punto de partida riguroso y los científicos incorporan a esa base infalible medidas imprecisas y observaciones defectuosas.
Una infinidad de ternas
La hermandad de los pitagóricos impulsó a las matemáticas con su esmerada búsqueda de la verdad a través de la demostración. Se difundieron nuevas sobre sus logros, pero hasta hoy los detalles de sus hallazgos continúan siendo un secreto muy bien guardado. Muchos solicitaron su admisión en el templo de la sabiduría, pero sólo las mentes más brillantes fueron aceptadas. Uno de los rechazados fue el candidato Cilón, a quien aquella humillación ofendió tanto que veinte años más tarde consumó su venganza.
Durante la LXVII Olimpiada (año 510 a. J. C.) se produjo una rebelión en la ciudad cercana de Sybaris. Teyls, el cabecilla victorioso de los rebeldes, inició una brutal campaña de persecución contra los que apoyaron el gobierno anterior, y eso provocó que muchos de ellos buscaran refugio en Crotona. Teyls reclamó la devolución de los traidores a Sybaris para poder imponerles el castigo oportuno, pero Milón y Pitágoras convencieron a los ciudadanos de Crotona para que se opusieran al tirano y ampararan a los refugiados. Teyls, furioso, reunió un ejército de trescientos mil hombres y marchó sobre Crotona. Las dotes de mando de Milón, que defendió su ciudad con cien mil ciudadanos armados, le concedieron la victoria tras setenta días de lucha. Como justo castigo a los rebeldes, Milón alteró el curso del río Cratnis, de manera que fluyera sobre Sybaris y destruyera la ciudad.
A pesar del cese de la batalla, en la ciudad de Crotona aún reinaba la confusión porque no lograban acordar qué hacer con el botín de guerra. Temeroso de que las tierras fueran concedidas a la élite de los pitagóricos, el pueblo de Crotona inició una protesta. La multitud estaba cada vez más resentida con la reservada hermandad porque continuaba ocultando sus hallazgos, pero nada ocurrió hasta que apareció Cilón como portavoz del pueblo. Cilón se hizo fuerte gracias al miedo, la paranoia y la envidia de la muchedumbre, y la sedujo con el propósito de destruir la escuela de matemáticas más brillante que jamás haya existido en el mundo. Rodearon la casa de Milón y la escuela adyacente, cegaron y atrancaron todas las puertas para que nadie saliera y entonces le prendieron fuego. Milón luchó para encontrar la salida de aquel infierno y huyó, pero Pitágoras murió junto a muchos de sus discípulos.
Las matemáticas habían perdido a su primer gran héroe, pero el espíritu de los pitagóricos perduró entre nosotros. Los números y su exactitud eran inmortales. Pitágoras había demostrado que las matemáticas, más que cualquier otra disciplina, no son una materia subjetiva. Sus discípulos no necesitaban del maestro para decidir la validez de una teoría concreta. Su veracidad no era cuestión de opinión. Al contrario, el desarrollo de una lógica matemática se había convertido en juez de la verdad. Ésta fue la gran contribución de los pitagóricos a la humanidad, una vía de acceso a la verdad que está más allá de la falibilidad del juicio humano.
Después de la muerte del fundador y del ataque de Cilón, la hermandad abandonó Crotona en busca de otras ciudades de la Magna Grecia, pero la persecución continuó y muchos de ellos tuvieron que asentarse en tierras extranjeras. Esta forzada emigración favoreció que los pitagóricos difundieran su evangelio matemático por todos los rincones del mundo antiguo. Los discípulos de Pitágoras crearon nuevas escuelas y enseñaron a sus alumnos el método de la demostración lógica. Además del teorema de Pitágoras, transmitieron al mundo la manera de encontrar las llamadas ternas pitagóricas.
Las ternas pitagóricas son combinaciones de tres números enteros que se ajustan a la ecuación pitagórica: x² + y² = z². Por ejemplo, dicha ecuación se cumple si x = 3, y = 4 y z = 5:
3² + 4² = 5², 9 + 16 = 25.
Otro modo de concebir las ternas pitagóricas es en términos de reordenación de cuadrados. Si tenemos un cuadrado de 3 × 3 consistente en 9 baldosas y otro de 4 × 4 formado por 16 baldosas, podemos reorganizar todas las piezas para crear un cuadrado de 5 × 5 que reúna 25 baldosas, tal como se ve en la figura 4.
Figura 4: Hallar combinaciones de números enteros para la ecuación pitagórica puede concebirse también si se unen dos cuadrados que puedan dar lugar a un tercero. Por ejemplo, un cuadrado consistente en 9 baldosas puede sumarse a otro formado por 16 para que, reordenados, den lugar a un tercer cuadrado de 25 baldosas.
Los pitagóricos buscaron otras ternas pitagóricas, otros cuadrados que pudieran sumarse para dar lugar a un tercero mayor que los anteriores. Otra de esas ternas es x = 5, y = 12 y z = 13:
5² + 12² = 13², 25 + 144 = 169.
Una terna pitagórica elevada es x = 99, y = 4 900 y z = 4 901.
Las ternas pitagóricas escasean cada vez más según aumentan los números, y encontrarlas se va haciendo más y más costoso. Para dar con la máxima cantidad de ternas posible, los pitagóricos inventaron una forma metódica, y mientras lo hacían llegaron a demostrar también que existe un número infinito de ternas pitagóricas.
Del teorema de Pitágoras al último teorema de Fermat
Un libro que trata sobre el teorema de Pitágoras y su infinidad de ternas es The Last Problem, de E. T. Bell, el mismo que llamó la atención del pequeño Andrew Wiles en la biblioteca. Aunque la hermandad había alcanzado una comprensión casi absoluta de las ternas pitagóricas, Wiles se enteró pronto de que aquella ecuación en apariencia inocente, x² + y² = z², tiene un lado oscuro. La obra de Bell explicaba la existencia de un monstruo matemático.
En la ecuación de Pitágoras aparecen tres números, x, y y z, todos elevados al cuadrado (o sea, x² = x × x):
x² + y² = z².
Sin embargo, el libro exponía una ecuación hermana a la pitagórica en la que x, y y z están elevados al cubo (es decir, x3 = x × x × x). La potencia de x deja de ser 2 para convertirse en 3:
x3 + y3 = z3.
Encontrar números enteros (ternas pitagóricas) que resolvieran la ecuación de Pitágoras era relativamente sencillo, pero al cambiar los exponentes de los términos de la ecuación de 2 a 3 (del cuadrado al cubo) parece imposible hallar números enteros que la satisfagan. Generaciones de matemáticos que garabatearon cuadernos y cuadernos de notas han errado en la búsqueda de números que encajen con ella.
En la ecuación de origen, elevada al cuadrado, el reto consistía en reordenar las baldosas de dos cuadrados para formar un tercero aún mayor. En su versión elevada a la tercera potencia, se trata de reordenar dos cubos formados por bloques para dar lugar a un tercero mayor que los anteriores. En apariencia no tiene ninguna relevancia qué cubos se elijan para empezar; al combinarlos siempre resulta o bien un cubo entero y algunos bloques sobrantes o bien uno incompleto. La máxima aproximación que se ha logrado a la solución perfecta es una fusión con un solo bloque de más o de menos.
Si comenzamos, por ejemplo, con 63 (x3) y 83 (y3) y recomponemos los bloques, sólo falta uno para formar un cubo completo de 9 × 9 × 9, como ilustra la figura 5.
Figura 5: ¿Es posible unir los bloques de construcción de un cubo con los de otro para crear un tercer cubo aún mayor? En este caso, un cubo de 6 × 6 × 6 sumado a otro de 8 × 8 × 8 no reúne los bloques suficientes para formar un cubo de 9 × 9 × 9. Hay 216 (63) bloques en el primer cubo y 512 (83) en el segundo. Entre los dos suman un total de 728 bloques que, a falta de uno, no bastan para alcanzar el valor de 93.
Encontrar tres números que encajen perfectamente con la ecuación elevada a la potencia de 3 parece del todo imposible. Eso es lo mismo que decir que parecen no existir combinaciones de números enteros que satisfagan la ecuación
x3 + y3 = z3
Y aún más. Si cambiamos la potencia de 3 (cúbica) por otra mayor con valor n (así 4, 5, 6, …), también parece imposible hallar una solución. Así que, en apariencia, no existe ninguna solución con números enteros para la ecuación más general
xn + yn = zn cuando n es mayor que 2.
Con el simple cambio del 2 en la ecuación pitagórica por cualquier otro número mayor, la solución de la ecuación con números enteros pasa de ser relativamente sencilla a resultar de una dificultad delirante. De hecho, el gran Pierre de Fermat, francés del siglo XVII, proclamó la sorprendente afirmación de que nadie había hallado soluciones posibles porque no las hay.
Fermat fue uno de los matemáticos más brillantes e interesantes de la historia. No podía haber hecho intentos con toda la infinidad de números, y en cambio estaba convencido de que no existe ninguna combinación que pueda resolver la ecuación porque su declaración se basaba en una demostración matemática. Del mismo modo que Pitágoras no necesitó comprobar todo triángulo para demostrar la validez de su teorema, tampoco Fermat tuvo que hacerlo con cada número para estar en lo cierto. El último teorema de Fermat, tal como se conoce, establece que
xn + yn = zn
no tiene solución con números enteros cuando n es mayor que 2.
A través del libro de Bell, Wiles supo que Fermat había quedado fascinado con la obra de Pitágoras y que con el paso del tiempo se dedicó más al estudio de la ecuación de Pitágoras en su versión modificada. Leyó cómo Fermat declaraba que, aun cuando todos los matemáticos del mundo dedicaran la eternidad a buscar una solución de la ecuación, jamás la encontrarían. Seguramente pasó una página tras otra impaciente y entusiasmado con la idea de contemplar la demostración del último teorema de Fermat. Pero no estaba allí. No estaba en ningún lugar. Bell terminaba el libro con la declaración de que la demostración se había perdido hacía mucho tiempo. No quedaba indicación alguna sobre aquello en lo que pudo consistir, ningún indicio del proceso de construcción de la prueba o de su desarrollo posterior. Wiles quedó perplejo, furioso e intrigado. No fue el único.
Durante más de trescientos años, muchos de los mejores matemáticos habían intentado redescubrir la demostración perdida de Fermat y habían fallado. Según erraba una generación, la siguiente se sentía aún más frustrada y obstinada. En 1792, casi un siglo después de la muerte de Fermat, el matemático suizo Leonhard Euler solicitó a su amigo Clêrot que registrara la casa de Fermat por si todavía quedaba algún fragmento valioso de papel. Jamás se encontraron indicios de cómo pudo ser la demostración de Fermat. En el segundo capítulo averiguaremos más detalles sobre el enigmático Pierre de Fermat y sobre cómo se perdió su teorema, pero por el momento basta saber que el último teorema de Fermat, el problema que cautivó a los matemáticos durante siglos, atrapó también la mente del joven Andrew Wiles.
Sentado en la biblioteca de la calle Milton había un niño de diez años con la mirada fija en el problema matemático más perverso de cuantos existen. Con frecuencia, la mitad de la dificultad de un problema matemático radica en comprender de qué se trata, pero en este caso la cuestión era sencilla. Consistía en probar que xn + yn = zn no tiene solución con números enteros cuando n es mayor que 2. A Andrew no le intimidó saber que los genios más brillantes del planeta habían fracasado en la búsqueda de la demostración. Se puso a trabajar de inmediato utilizando todas las técnicas de su libro de texto para intentar la demostración y rehacerla. Quizá podría encontrar algo que todos los demás, excepto Fermat, hubieran pasado por alto. Soñaba con sorprender al mundo.
Treinta años más tarde, Andrew Wiles estaba preparado. Frente al auditorio del Isaac Newton Institute garabateaba la pizarra cuando, de pronto, esforzándose por contener la alegría, miró fijamente al auditorio. La exposición estaba llegando al clímax y todos lo sabían. Algunas personas habían conseguido introducir cámaras fotográficas en el aula y los flashes salpicaron sus observaciones finales.
Con la tiza en la mano, se volvió hacia la pizarra por última vez. Unas pocas líneas finales de lógica completaron la prueba. Era la primera ocasión, tres siglos después, en que alguien respondía al desafío de Fermat. Algunas cámaras más dispararon para inmortalizar aquel momento histórico. Wiles escribió el enunciado del último teorema de Fermat, se volvió hacia el auditorio y dijo con modestia: «Creo que lo dejaré aquí».
Doscientos matemáticos aplaudieron y vitorearon para celebrarlo. Incluso aquellos que habían anticipado el resultado se sonreían incrédulos. Después de tres décadas, Andrew Wiles creía al fin haber alcanzado su sueño y, tras siete años de reclusión, ya pudo desvelar su cálculo secreto. Sin embargo, mientras la euforia se extendía por el Newton Institute, la tragedia estaba a punto de saltar. Wiles disfrutaba del momento, pero ni él ni nadie dentro de aquella habitación eran conscientes de los horrores que iban a llegar.