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Lo arrancó del sueño el escandaloso canto de un gallo.
Se calzó los anteojos con torpeza. Estaba en un cuarto con muros de adobe. El pajarraco cantaba desde la ventana abierta de par en par. Hizo memoria. La persecución en Valparaíso. Bajada Urriola. Taxi en calle Prat. Plaza de Olmué. Una de la mañana. Por fin, un refugio: Pensión Sarmiento.
Había logrado escapar de sus perseguidores. De lo contrario le habrían clavado el estilete en el corazón. Ya no debía utilizar el celular. Delataría su paradero. Desde la ventana, el gallo lo seguía observando con curiosidad. Tenía la cresta rosada y caída, el plumaje oleaginoso. Terminó por irse a cantar a otra parte.
Hojeó un folleto del Tao que encontró sobre el velador: «Si no se interfiere en el curso de las cosas, todo se mantiene en orden». Aquello no le servía mucho como investigador. «Saber, y pensar que no sabemos, es una virtud. No saber, y pensar que sabemos, es un defecto». Eso le pareció ya algo más útil. Cuando tenga tiempo estudiaré el Tao, concluyó e introdujo con un leve sentimiento de culpabilidad el texto en el bolsillo de su chaqueta, que colgaba de una silla de mimbre.
Se duchó mirando por la ventanita del baño hacia el cerro La Campana, que domina todo el valle, y luego desayunó, bajo un parrón, café con leche y huevos fritos con tocino. El gallo seguía cantando desde una cancha de fútbol, rodeado de gallinas castellanas.
Vio las noticias de las ocho en el televisor instalado junto a la caja: fútbol, farándula, política internacional, incendios, crímenes, violaciones. De México decían que habían encarcelado a la dirigente máxima del Sindicato de Maestros, acusada de corrupción. Nada más. O al menos así lo creyó hasta que el locutor reapareció con una noticia de último minuto: acababan de hallar el cadáver de un español en el pasaje Bavestrello, de Valparaíso.
Lo habían apuñalado. Tenía cerca de treinta años y llevaba tres semanas en el país. Se llamaba Miguel Ángel Navarrete Azcárate y se hospedaba en un hotel de la ciudad. En Valparaíso vive sin lugar a dudas un asesino en serie, afirmó el reportero desde los peldaños del Bavestrello, y seguro recorría los cerros porteños como un vecino más.
Intuyó de inmediato quién era la víctima. Lo que lo sorprendió es que él solo lo había derribado en las escaleras. Sus compañeros lo habían asesinado. ¿Por qué? ¿Por qué preferían matarlo a llevarlo a un hospital, donde tal vez enfrentaría un interrogatorio policial? ¿Se trataba del mismo hombre a quien él había pateado en la quijada? ¿No significaba todo aquello, tan turbio y enigmático, que él se había topado con el narcotráfico y que este ahora lo tenía a él en su mirilla? De ser así, sus días estaban contados.
Cruzó la calle bajo la sombra de los árboles, esquivó una jauría de perros que dormitaba bajo un banco de la plaza e ingresó al cibercafé de la esquina. En un computador examinó su cayetanobruledetective@gmail.com y su twitter @CayetanoBruleReal. No encontró nada nuevo. Compró un móvil con tarjeta y llamó a Bernardo Suzuki.
—Estamos en Armagedón —anunció.
Era la clave acordada para indicar que la vida de ambos se hallaba en peligro y que debían adoptar precauciones extremas. Tenían un sitio de reunión para este caso: un café de mala muerte en una galería de la plaza de la Victoria, junto a un antiguo cine de películas porno. Pensó en la piel pálida y el cuerpo bien formado de la bella Stacy, y luego sintió escalofríos.
—Entendido, jefe —repuso Suzuki—. ¿Qué hora es?
Consultó su Poljot. Estaba detenido a la 1.07 de la mañana.
—Deben ser como las diez —calculó.
Implicaba que se verían al día siguiente, a esa hora, en el café porteño. Armagedón significaba además que Cayetano no volvería a su casa del paseo Gervasoni ni regresaría al despacho del Turri, y que debían usar celulares de prepago para comunicarse o bien dejar mensajes en la fuente de soda porteña Los Panzers, de Elvio Porcel de Peralta, veterano jugador del glorioso Santiago Wanderers de 1968.
Le explicó a Suzuki cómo recuperar los textos de Pembroke en el paseo Fischer, luego colgó y llamó a Anselmo Marín.
—Debemos vernos a la brevedad —le anunció—. Es por lo del pasaje Bavestrello.
—Te espero hoy a las siete en el Club Alemán —repuso El Escorpión.