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La cabeza del profesor Joseph Pembroke, más conocido como Joe Pembroke en el Voltaire College de Chicago, rodó dejando una estela de sangre sobre la escalera de hormigón del cerro Concepción, en el puerto de Valparaíso. Pasó luego junto al quiosco donde colgaban los periódicos de la tarde de verano y se detuvo de golpe, como frenada por un mecanismo interno, en medio de la concurrida calle Esmeralda.
Asentada quedó sobre el cuello cercenado, con sus ojos azules muy abiertos, enfatizando una mueca de horror e incredulidad en el rostro. Un trole alcanzó a detenerse a medio metro de la aparición más macabra de que se tenga memoria en esa mítica ciudad del Pacífico. Se paró de modo tan súbito y oportuno, que una anciana con bastón y un acordeonista barbudo que toca en los bares locales dieron con su humanidad en el piso soltando improperios contra el chofer.
—Frené en seco pues creí que era la pelota de trapo con que juegan al fútbol los niños de un pasaje del cerro —explicó a los carabineros Eleuterio Miranda, el parsimonioso conductor de troles—. ¡Cómo iba a pensar que se trataba de una cabeza humana!
En minutos se armó un taco descomunal en Esmeralda, lo que dificultó el arribo expedito de la ambulancia.
—No se necesita una ambulancia para esto —alegó el oficinista de una empresa naviera—. Basta con que traigan una bandeja.
Fue como si lo hubiesen escuchado. El dueño de la fuente de soda Bosanka, que tiene una barra corta y cuatro butacas, pero ofrece el mejor sándwich de ave y palta del barrio, no tardó en llegar al sitio del suceso provisto de una bandeja de aluminio y un estropajo, que entregó al paramédico que ya cruzaba entre los vehículos. Era un profesional hábil y de sangre fría; rodeado de curiosos que se arremolinaban en torno suyo, acomodó con recogimiento la cabeza en el estropajo desplegado sobre la bandeja, y la tela se tiñó de carmesí como si se hubiese derramado sobre ella una copa de buen carménère.
Una mujer piadosa, que venía de la misa de La Matriz, ofreció de inmediato su pañuelo para que el paramédico cubriese la cabeza del desgraciado.
—¡Menos mal! Porque ya no se puede sostener su mirada —comentó un vendedor de reineta y jurel que observaba todo con un canasto de mimbre colgado del brazo.
—Lo difícil va a ser encontrar el resto —rezongó un viejo tuerto de boina que volvía de cobrar su paupérrima jubilación.
El paramédico cargó la bandeja con la cabeza hasta la ambulancia, que había quedado atascada frente al Turri, un bello edificio antiguo, ubicado una cuadra más al sur.
Después oscureció y sobre Valparaíso cayó un aguacero acarreado por el viento norte, que también trajo el perfume a algas. Al rato, troles, buses, taxis y peatones volvieron a circular como de costumbre. Era la noche del 20 de febrero de 2011.