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Aquel mediodía, Cayetano Brulé pasó un buen rato ante el computador del lobby del Best Western tratando de encontrar referencias sobre la disputa académica entre Pembroke y Puskas. Como escaseaba la información al respecto, supuso que esas discusiones quedaban prisioneras entre los gruesos muros de los colleges y los congresos y simposios. Lo que sí ocupaba un generoso espacio en la red eran las reseñas de los profesores Roig Gorostiza y Zulueta de la Renta.

El tenor de esos textos se asemejaba al de los de Sandor Puskas: atacaban frontalmente a Pembroke por ensalzar el libro de Forbes. Según ellos, este carecía de pruebas irrefutables como para ser tomado en serio por la academia. Se trataba, aseguraban, de un esfuerzo fútil y malintencionado por desvirtuar la historia documentada, desprestigiar la figura de Cristóbal Colón y negar el rol protagónico y civilizatorio de España en el encuentro entre ambos mundos.

En la red pudo constatar además que, un año antes del asesinato de Pembroke, el profesor Puskas había muerto ahogado. Soledad no le había mencionado aquello. El accidente ocurrió una noche de luna llena, cuando el académico nadaba en una de las playas de aguas turquesas que se extienden a lo largo del camino entre Tulum y Punta Allen, en el estado mexicano de Quintana Roo. No había sido fácil explicar el drama ni en su college ni a su viuda: Puskas ocupaba entonces una cabaña con una joven que desapareció misteriosamente la misma noche de su muerte. Lo patético era que había anunciado que su estancia en la costa caribeña se debía a que realizaba una investigación sobre la antiquísima ruta marítima maya que unía los centros ceremoniales de Tulum y de la isla de Cozumel.

Salió al French Quarter y caminó hasta encontrar un sitio donde tomar una cerveza, pensando en que no eran baladíes las circunstancias bajo las cuales uno fallecía. Llamaba la atención, desde luego, que Puskas hubiese muerto casi justo un año antes que Pembroke. ¿Se trataba de una simple coincidencia? Un estampido lo hizo saltar de la butaca: el barman, un tipo de barriga cervecera, cinta negra en la frente y barba, acababa de azotar la jarra de cerveza contra el mesón. En fin, dijo tratando de recuperar la calma, ahora ya entendía el odio visceral que reinaba entre Pembroke y Puskas. Era un odio que seguramente seguía palpitando tras la muerte de ambos.

A juzgar por la información de la red, Puskas contaba con una legión de activos discípulos y seguidores. Sus aliados defendían la historia tradicional y ponían en tela de juicio las pruebas que aportaba el libro de Forbes. Pembroke, sin embargo, aparecía huérfano de apoyo, sin nadie a su lado que lo ayudara a defender el libro. Solo había un especialista de cierto fuste, profesor de la UNAM, llamado Efraín Solórzano del Valle, que lo apoyaba a través de una reseña publicada en la revista Letras Libres, de Ciudad de México, que dirige el historiador Enrique Krauze.

Bebió un sorbo de cerveza con la vista fija en el televisor que el barman acababa de encender. Proyectaban la final de fútbol americano entre los equipos de Baltimore y San Francisco. Supuso que tendría que viajar a México para consultar a Solórzano y aprender de paso algo de la Santa Muerte, pero descartó la idea al preguntarse de dónde extraía la certidumbre de que una disputa académica pudiese explicar el asesinato.

Decidió volver al cuarto y llamar a Valparaíso para ver cómo andaban las cosas en el puerto. Cada vez que salía de su despacho por un tiempo más o menos prolongado, lo asaltaba la misma duda: ¿estaría Suzuki manteniendo todo en orden? Era un síndrome del envejecimiento: creer que nadie puede hacer las cosas como uno, que uno es imprescindible. Y lo más jodido era resignarse al simple pero implacable hecho de que el mundo entero sigue funcionando perfectamente cuando a uno lo acomodan dos metros bajo tierra. Le dio un último buche a la cerveza, regresó al hotel y se tumbó en la cama, bajo las aspas del ventilador que giraban en silencio.

Despertó poco después de las ocho, cuando afuera estaba oscuro. Tomó una ducha rápida y salió al encuentro de Soledad.