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Ahora que caminaba frente al oleaje revuelto y espumoso del Pacífico, bajo la carretera costera que une a Viña del Mar con Valparaíso, recordó el día en que fue a pescar a la playa de Bacuranao con su padre. La cabellera de él era entonces espesa y negra, y su banda tocaba de martes a jueves en el hotel Capri, y de viernes a domingo en el Nacional. La mañana fulguraba como la que tenía enfrente, y el mar turquesa respiraba quieto, mientras la brisa del golfo mecía las pencas de las palmeras. Recordó, y más que eso, percibió la manaza de su padre acariciando su cabeza porque había pescado una aguja plateada, a la postre la captura más grande de la jornada.
—De eso se trata la vida, campeón, de hacer con lo que uno tiene lo mejor que puede —comentó su padre mientras caminaban a la parada de la guagua con los pescados en un recipiente de plástico.
Decenios después, hablando con un marinero estadounidense alrededor de unas cervezas en el restaurante Hamburg, de Valparaíso, se enteró de que esas palabras estaban esculpidas en la lápida del boxeador Joe Louis. No las había olvidado nunca y ahora pensaba que eran ciertas y profundas, que hablaban de lo promisoria e implacable que es la vida, y que de alguna forma lo habían guiado hasta ese momento.
Lo habían guiado hasta ese sitio, más bien, pensó. Hasta ese sitio sombreado bajo la carretera allí elevada, que lleva a Viña del Mar y cimbra con el paso de los vehículos.
Allí, sentado y con la espalda apoyada contra un pilar emplazado en la roca, observando absorto el oleaje, tocado por un quepis verde olivo, estaba el vagabundo que buscaba desde hace días. Detuvo sus pasos sobre la arena para espiarlo a la distancia. De alguna parte, horadando el rumor de los autos y las olas, llegaba la voz de Leo Dan cantando «Te he prometido», lo que lo inundó de nostalgia. Se estaba poniendo viejo, admitió. Y los viejos, como la muerte, no tienen remedio. Se es viejo, se dijo, cuando uno tiene más recuerdos que proyectos en el alma, y ahora sentía que los primeros fluían a diario en la laguna de su vida.
—Camilo —gritó.
Volvió a hacerlo, más fuerte, porque el estallido de las olas impedía que él lo escuchara. Fumaba, y entre sus piernas, sobre la arena, tenía una botella de pisco Capel.
Le decían Camilo, según le contó El Jeque al despedirlo a la salida de la fortaleza estilo Bin Laden, porque se parecía al guerrillero cubano Camilo Cienfuegos, un tipo apuesto y carismático que desapareció en octubre de 1959 en un accidente de aviación. Ni su cuerpo ni los restos del Cessna 310, en que volaba de Camagüey a La Habana, fueron jamás hallados, lo que alimentó toda clase de teorías conspirativas.
Camilo, el chileno, se había formado en las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba, a comienzos de 1980, con la intención de integrar una expedición militar cuyo objetivo era derrocar al dictador Augusto Pinochet e instaurar el socialismo en Chile. Detectado por satélites de Estados Unidos, el desembarco revolucionario clandestino fracasó. Hubo detenidos y ejecutados, y más tarde, en La Habana, el encargado cubano de la operación supuestamente se suicidó. Y hubo algo más: los combatientes que lograron eludir la persecución policial chilena se convirtieron ante sus camaradas en sospechosos de haber revelado al enemigo los planes insurgentes. Entre los sospechosos figuraba Camilo. Huérfano súbitamente de apoyo y buscado al mismo tiempo por la dictadura, tuvo que sumergirse en la clandestinidad hasta el retorno de la democracia, en 1990.
—Algo muy grave debe haberle ocurrido en esa época —comentó El Jeque, dejando ver su dentadura diamantina antes de cerrar con un portazo la puerta de fierro de su complejo habitacional—, porque Camilo se desquició.
Así que el vagabundo es mi esperanza, concluyó Cayetano, resignado. Su esperanza era un ser vapuleado por los movimientos tectónicos de la Guerra Fría, la que había finalizado casi un cuarto de siglo atrás, dejando muertos, heridos y desaparecidos por ambos lados. Siguió acercándose al hombre de quepis y barba, que permanecía sentado en la roca.
—Camilo —volvió a gritar, esta vez con impaciencia.
Fue entonces, en el instante en que una ola poderosa hizo retumbar la tierra salpicando de llovizna los roquedales, que el hombre volteó la cara para mirar a Cayetano. Un escalofrío lo sacudió desde la cabeza a los pies. No supo si aquella reacción la causó su mirada huidiza y medrosa de ojos negros, o el insólito parecido que guardaba con Camilo Cienfuegos.
—No te vayas, amigo, solo necesito hablarte un minuto. Te traje vianda —continuó diciendo, implorando más bien, tratando de apaciguarlo, abriendo al mismo tiempo la mochila en que le traía alimentos y refrescos.
Pudo leer la incertidumbre en sus ojos, unos ojos que vagaban dubitativos entre la mochila y su rostro. Pensó en los perros callejeros, que titubean entre acercarse o alejarse de quien les ofrece pan, y prefirió arrojarle la mochila a los pies. En ese instante lo embargaron una tristeza y ternura infinitas porque Camilo evidenciaba que cada uno carga con su propia cruz a lo largo de la vida.
Siguió avanzando sobre la arena, y el vagabundo permitió que se sentara en la roca, a unos metros de él. De la carretera llegaba ahora «Don’t let me be misunderstood», interpretado por Santa Esmeralda. Recordaba cada palabra de esa canción que calzaba de forma impecable con las circunstancias. Pensó de pronto en la Santa Muerte de la que hablaba Armando Milagros en Valparaíso.
—Por favor, no temas —dijo, y le brindó una cajetilla de Lucky Strike—. ¿Podemos hablar?