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Cayetano extrajo del bolsillo el dibujo con las lenguas de fuego a punto de abrasar la guadaña y se lo alargó a Tomás. Le preguntó si conocía alguna institución que usara esos símbolos. Tomás observó el papel durante unos instantes. Era un hombre esmirriado y de rostro pálido, con nariz de garfio y grandes ojos oscuros. Una tonsura disimulaba su calvicie.

—Reconozco esos símbolos, pero por separado —afirmó, mirando a Cayetano a los ojos—. La guadaña es el símbolo medieval de la muerte, como sabe. Las llamas representan el infierno, pero también el fuego purificador. Las exhibíamos en el pasado, en ese pasado que nos pertenece y del que ambos somos cómplices y víctimas, responsables y sobrevivientes, olvido y memoria.

—¿Conoce alguna organización que emplee ambos símbolos? —La voz de Cayetano ascendió hacia el cielo combado.

—Nuestro símbolo fue la cruz instalada en el centro de un óvalo, que tiene a sus lados una espada y un ramo de olivos —aclaró Tomás, apartando su capa, dejando al descubierto por un instante un retazo de camiseta amarilla con un óvalo bordado en verde, que incluía los símbolos de los cuales hablaba—. La cruz representa la causa por la cual se lucha; la espada, la justicia que se ejerce; la flor del olivo, el perdón que puede beneficiar al inculpado. «Exurge Domine et judica causam tuam, Álzate, oh Dios, a defender tu causa» —dice el salmo.

—¿No usaban también el símbolo de las llamas en los capirotes de los inculpados?

—Veo que está bien informado —dijo Tomás, acoplando sus palmas, con una leve sonrisa en los labios—. Una vez dictaminada la sentencia por el Santo Oficio de la Inquisición, el culpable debía vestir coroza y sambenito. Ambas piezas llevaban ilustraciones, que dependían de si eran penitentes o impenitentes. Los penitentes, que escapaban de la hoguera, debían vestir sambenito y coroza de color amarillo. La cruz de san Andrés iba bordada en la espalda y el pecho del sambenito, y en la parte frontal y posterior de la coroza.

—¿Y en el caso de los impenitentes?

Tomás paseó la punta de los dedos por su tonsura, luego dijo:

—Los impenitentes llevaban demonios y llamas bordados, que representaban el poder purificador del fuego. Cumplido el procedimiento, al culpable se le sometía a la relajación.

—¿Relajación?

—A la muerte en la hoguera.

Cayetano miró a su alrededor sintiendo escalofríos. Así que al final morir en la hoguera era relajarse. Una vela acababa de apagarse y el calabozo se oscureció aún más. Ahora apenas divisaba a la mujer que colgaba del cepo. Aspiró una bocanada de aire frío y escuchó unos gritos, y le pareció ver una mancha de sangre que crecía en el piso. Estaba rodeado ahora de agonía y muerte. Recordó que los delicados ropajes de la Santísima no aspiraban a disimular que ella era solo una calavera, un esqueleto, sino a destacarlo.

—¿Un símbolo que incluyera una guadaña a punto de ser consumida por las llamas no sería acaso cristiano? —preguntó Cayetano, paseándose una mano fría y temblorosa por la barbilla.

—¿Qué quiere decir con eso? —La voz del sacerdote resonó distante.

—Que si el Dios cristiano representa el triunfo sobre la muerte, las llamas de la purificación podrían representar la aniquilación de la muerte, el triunfo final de la luz y la vida.

Tomás juntó las yemas de sus dedos, pero mantuvo las palmas separadas. Tragó saliva. Bajó la vista, pensativo. Un murciélago revoloteó en el calabozo. Cayetano sintió la agitación del aire húmedo cerca de su oreja.

—El hermano consistorial me dijo que usted tenía más preguntas —resumió Tomás, eludiendo una respuesta.

Cayetano extrajo del bolsillo la lista con apellidos y ciudades:

a. Colón, Valladolid
b. C d Texcoco, Ciudad de México
c. Valdivieso, León
d. Fernández, Valparaíso
e. Gómez, Cádiz
f. Antigua, Xultún
g. Lynch

Al entregársela preguntó:

—¿Tiene idea de cómo asociar estas ciudades con estos nombres?

Tomás guardó silencio con la vista fija en el papel.

—Lynch no es una ciudad que yo conozca —afirmó con voz sepulcral.

—¿Y las otras?

—Dos son españolas. Cuatro latinoamericanas. El elemento común es que son hispanoparlantes, unas coloniales, las otras de la metrópoli.

—¿No le dicen nada los nombres?

Escuchó el crujido de un torniquete acompañado de un aullido humano desgarrador. Tuvo la sensación de que las víctimas de la Inquisición seguían sufriendo, que su dolor no estaba sepultado, que la noche exigía justicia.

—Colón murió en Valladolid, pobre y desprestigiado, sin lograr nunca su beatificación —continuó Tomás—. Xultún, por otra parte, es un sitio arqueológico maya, en Guatemala, que tiene un maravilloso calendario pintado sobre unas paredes. Por eso creo que Antigua se refiere a la ciudad colonial guatemalteca.

—¿Y los otros nombres?

El monje colocó las manos en posición de orar y, sin levantar la vista, afirmó:

—Veo tres cosas importantes, y se las diré solo porque viene recomendado por el querido hermano consistorial, con quien conviene estar en buenos términos. Primero —carraspeó y luego continuó—, no creo que C d Texcoco se refiera a una ciudad, sino al cacique azteca don Carlos de Texcoco, nieto de Netzahualcóyotl.

—¿Y ese quién es?

—¿No conoce su historia?

—Señor, vengo del Caribe y de Chile, donde poco saben de indígenas.

—Don Carlos fue denunciado aquí, en junio de 1539, ante la Inquisición, por adorar ídolos y realizar sacrificios humanos. El inquisidor apostólico, el franciscano fray Juan de Zumárraga, lo condenó a la hoguera en noviembre de ese año. Pero la razón verdadera para esa condena fue otra: a don Carlos lo condenaron porque, como miembro de la nobleza azteca, criticaba el dominio español, la imposición del cristianismo por la fuerza y la afirmación de que la conquista era voluntad de Dios. Acusaba a los españoles de no contar la historia como fue.

Aquella última frase dejó pensativo a Cayetano.

—¿Murió en la hoguera? —preguntó al rato.

—Lo condenaron a la hoguera, pero no murió allí. Conozco el caso, pues lo estudié.

—¿Cómo murió? —Cayetano se acomodó en la silla, arrancándole un crujido, recordando que el profesor de la UNAM le había hablado ya de Zumárraga, del sacerdote que había quemado una montaña de códices aztecas en Tlatelolco.

Otra vela se apagó. La oscuridad reptó por las paredes del calabozo y los murciélagos seguían revoloteando entre los muros. Cayetano sintió un escalofrío y que estaba lejos de Ciudad de México y habitando otro tiempo.

—¿Quiere saber cómo murió? Lo decapitaron —respondió Tomás.

—¿Cómo?

—Tal como lo escucha. Lo decapitaron.

—Pero a la Inquisición no le gustaba ver correr sangre.

—No era la Inquisición la que ajusticiaba, sino el poder civil, señor Brulé.

—Lo ajusticiaron entonces por defender a los indígenas.

—Así es. Y algo parecido ocurre con el caso que menciona la letra c de la lista. Imagino que la combinación se refiere a fray Antonio de Valdivieso, que fue decapitado en la ciudad nicaragüense de León. Lo asesinaron por denunciar los abusos que cometían los españoles contra los indígenas. Personas al servicio de la Inquisición le cortaron la cabeza y la hicieron rodar hasta el lago Xolotlán.

¿Había rodado hasta el lago como la de Joe Pembroke hasta cerca del Pacífico?, se preguntó Cayetano con la piel de gallina. Con un estremecimiento comprobó que, sin quererlo, había dado con otra víctima degollada por proteger a los indígenas americanos. Pensó en Pembroke y en su terrible fin, en sus planteamientos académicos y su lista, una lista que hablaba de gente que, quinientos o cuatrocientos años antes, había muerto, al parecer, por las mismas razones que él. Tuvo la sensación de que si aguzaba un poco más el ingenio podría tal vez comenzar a atar ciertos cabos.

—¿Y de Fernández, en Valparaíso, sabe algo? —preguntó, nervioso pero satisfecho, puesto que en el palacio de la Inquisición la investigación parecía avanzar a grandes pasos.

El monje negó con la cabeza.

—¿Y de Gómez, en Cádiz?

Volvió a negar con la cabeza.

—¿Y de Lynch? —continuó Cayetano.

—Ya le dije. No ubico ciudad alguna con ese nombre.

Las campanas de una iglesia tañeron cinco veces.

—Disculpe, pero está amaneciendo —dijo Tomás—. Es hora de abandonar el palacio. Si necesita ayuda, solicítela a través del hermano consistorial, o búsqueme los viernes, a medianoche, en la capilla de la Expiración. La puerta lateral está abierta. Solo hay que empujarla con fuerza.