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—Llamó El Escorpión —anunció Suzuki sin dejar de desmanchar la cafetera en el lavamanos del despacho en el Turri—. Que lo llame en cuanto pueda.

Cayetano marcó al departamento de Concón y examinó el volumen de Kim Il Sung que le había enviado la viuda Pembroke desde Chicago junto con el cuaderno con cubiertas de cuero del académico decapitado. Aquello implicaría volver a concentrarse en los textos, sentirse un historiador o un arqueólogo, pensó Cayetano.

—Va a ser complicado el asunto —le anunció Anselmo Marín tras soltar un bufido—. Como sabes, al muchacho lo liquidó un profesional de la daga. Fue cerca del ascensor Espíritu Santo, mientras subía por Bernardo Ramos. Lo esperaron en la esquina con la calle Epicuro. La policía no encontró ni arma ni huellas ni testigos.

—¿Y entonces?

—Paciencia. Los amigos de Homicidios trabajan sin descanso. Ahora, la PDI se va a meter en tu caso. ¿Quieres anticiparte e informarles sobre lo que sabes?

Lo había estado pensando en el vuelo de Ciudad de México a Santiago y durante el funeral de Matías. ¿Debía compartir voluntariamente sus suposiciones con la Policía de Investigaciones? Eran buenos chicos allí, serios y profesionales, ajenos a lo que la institución había sido en la época tenebrosa de Chile. ¿Debía decirles que sospechaba que la muerte de Matías estaba vinculada con la de Camilo y de Pembroke, y que esta última tenía al parecer relación con teorías divergentes en colleges estadounidenses sobre hechos ocurridos quinientos años antes?

Se atusó el bigote con desánimo de solo imaginar que el agrio prefecto Federico Debayle pensaría que a él, a Cayetano Brulé, se le había soltado un tornillo. Se sacudiría la caspa de los hombros con una mano, se cercioraría de que su prendedor con la insignia de la PDI estuviese correctamente asido a la corbata de seda italiana y lo miraría con incredulidad, y le preguntaría en tono burlón si Cristóbal Colón no estaba involucrado también en aquello. En la PDI solo Anselmo Marín lo entendía.

—Tal vez debería contarle a Debayle que Rubalcaba me estaba proporcionando información —dijo Cayetano, apoltronado en su sillón floreado.

—¿Piensas acaso que pudo haber sido El Jeque? —preguntó Marín.

—Creo que El Jeque no tiene nada que ver y solo está asustado. A los narcos locales les agobia que Los Zetas o el Cartel de Sinaloa lleguen aquí a disputarles la plaza.

—Puede ser. Las mafias nuestras son artesanales frente a las transnacionales de México y Colombia —afirmó Marín—. Allá, por quítame de ahí esas pajas, te mandan a matar.

—Y de pasadita te decapitan.

—Les temen con razón. Aquí aún estamos en pañales, pero lo que se viene encima es grande y preocupante.

—En Centroamérica la invasión mexicana comenzó como aquí, de a poco. En ese momento nadie se tomó el asunto en serio en Guatemala, Nicaragua ni Costa Rica. Después los mexicanos ejecutaron a los líderes locales y se apoderaron de las plazas extorsionando, colgando o descuartizando a sus adversarios. Cuando las autoridades quisieron reaccionar ya los narcos se habían atrincherado en la policía, el ejército y los juzgados.

—Pero nunca aparece ningún mafioso gringo. ¿Qué te parece, Cayetano? ¿O conoces un caso? ¿Será verdad que no existe un cartel gringo de Nueva York, Los Ángeles o Chicago, y que todo lo mueve un negrito o un latino muerto de hambre y frío, apostado en la esquina oscura del Bronx? ¿No te parece raro que los gringos hayan dejado pasar la oportunidad ante sus propias narices?

Las cosas no solo dependen del cristal con que se las mire, pensó Cayetano, sino de quién las cuenta. Eso, al menos, lo tenían muy bien asumido al parecer los historiadores, y él creía entenderlos.

—Los narcos gringos alcanzaron una etapa soñada en estos vaivenes —agregó, contemplando el sonriente rostro mofletudo del camarada Kim Il Sung—. No solo controlan el mayor mercado de drogas del mundo, sino que también convencieron al planeta de que los traficantes son los otros, los extranjeros, nunca ellos.

Recordó las espeluznantes imágenes de los diarios de México: ejecutados en plazas, bares y casinos, ahorcados que colgaban de postes de la luz o pasos bajo nivel, bolsas plásticas con cuerpos cercenados, cabezas humanas confundidas en basurales, cementerios clandestinos que aparecían en los jardines de las mansiones de jefes narcos.

—¿Y entonces quién pudo haber hecho esto en Valparaíso? —insistió El Escorpión.

—No sigas preguntándome, Anselmo. Todo resulta demasiado confuso e inverosímil.

—Si no cooperas con el prefecto Debayle, él mismo en persona se va a encargar de convertir tu vida en un verdadero infierno. Recuerda que vino a Valparaíso a imponer orden y que si hay alguien a quien detesta es a los detectives privados.

¿Quién querría a una autoridad de enemigo?, se preguntó Cayetano. Nadie. Y menos a una autoridad chilena. Los habitantes de ese país eran demasiado disciplinados, competitivos, obsesivos y severos consigo mismos para ser latinoamericanos. Creían que la vida se definía en cada día, en cada hora, en cada acto, a diferencia del resto de sus vecinos, que se la tomaban con calma y primero la gozaban. Lo demás podía esperar.

Mientras en Buenos Aires, Lima, Ciudad de México o Río los cafés palpitaban por las mañanas de vida, atestados de gente que platicaba animadamente de fútbol, política o la nada misma, en Santiago los chilenos corrían ceñudos de un lugar a otro como si el mundo se fuese a acabar. Y si iban a un café se lo tomaban de pie, a la carrera, sin hablar con nadie, atendidos por muchachas de minifalda y escote, porque de lo contrario creían que estaban perdiendo el tiempo. No había otro país tan próspero ni ambicioso ni sufrido en toda la región. Los chilenos iban por las calles flagelándose con un látigo ensangrentado por las horas que no habían trabajado bien.

Eran los más ricos y ostentaban los mejores índices de desarrollo de América Latina, pero no lograban arrojar por la borda el reloj ni los reglamentos, ni el policía ni el pedagogo frustrado que cada uno llevaba dentro, ni distenderse ni reírse de sí mismos ni disfrutar de las cosas sencillas de la vida. Les faltaba aprender a ser felices, como decía Lenin P. Recabarren.

—¿Así que emplearon una daga? —Le hizo señas a Suzuki para que preparara un expreso.

—De unos quince centímetros. Lo sabemos por la punción.

Sintió náuseas y una tristeza enorme. Pensó en Dubois y su daga asesina. Vio a Matías desangrándose en una calle oscura del cerro Bellavista, a Camilo muerto en Playa Ancha, a Pembroke, o lo que quedaba de él, decapitado. No pudo apartar el recuerdo del matrimonio de agricultores del sur de Chile que acababa de morir quemado en su casa. La habían incendiado terroristas en nombre del pueblo mapuche. Recordó a Zamudio, el joven gay asesinado por neonazis. Algo grave ocurría en el país. En algún momento podía descarrilarse y los políticos, carentes de prestigio y respeto, no estaban ya en condiciones de controlar la locomotora. La situación empeoraría con el desembarco del crimen organizado internacionalmente. Si este lograba instalarse, no tardaría en extender sus tentáculos hacia los uniformados, la PDI, los políticos, la economía y la justicia.

—¿Nadie escuchó algo esa noche? —preguntó Cayetano, echándole un vistazo al índice del libro de Kim Il Sung. Eran horrendos discursos dirigidos al Comité Central del partido, a los obreros y campesinos, a las mujeres, a los artistas y militares, al pueblo de Corea del Norte.

—Nadie —replicó Anselmo Marín—. Dos deben haberlo esperado en la calle Epicuro. Uno lo inmovilizó por la espalda mientras el otro le encajaba la daga a sangre fría.

Cayetano cerró los ojos, horrorizado. Crímenes como esos no ocurrían en Chile, pensó. Eran propios de La Familia Michoacana, Los Caballeros Templarios o Los Zetas, eran el pan de cada día en México, Venezuela o Colombia, pero no en Chile. ¿Se trataba en este caso de los narcos que comenzaban a operar en el país o de intereses vinculados a interpretaciones divergentes de la historia? Lo segundo le pareció ridículo, descabellado.

Debía controlarse, volver a su lógica, no dejarse confundir por la tristeza y el sentimiento de culpabilidad que lo embargaba. Pero no pudo contener las lágrimas. Todo esto ocurrió por mi culpa, se reprochó una vez más, por mi maldita culpa. Lo que le correspondía hacer era abandonar el oficio, cerrar el despacho del Turri y dedicarse a otra cosa, a algo menos nocivo, a abrir en Valparaíso un café de verdad, con dulces de guayaba y sándwiches cubanos, por ejemplo, concluyó. Suficiente dolor y luto había causado ya con sus torpes e ineptas averiguaciones.

—Lo siento, Cayetano, pero tú querías saber cómo murió tu amigo. Por mí, puedes hacer lo que estimes conveniente. Sabes que soy una tumba.

Colgó con la sensación de que lo que acababa de contarle El Escorpión no era cierto, de que estaba soñando, de que saldría pronto de esa pesadilla atroz. Cogió las fotocopias del cuaderno de Pembroke, apartó al sonriente camarada Kim Il Sung y le dijo a Suzuki que se olvidase del expreso.

Se marchó de su oficina con un portazo furibundo.