30
En cuanto regresó a Chile invitó a Matías Rubalcaba a almorzar en La Concepción, de la calle Papudo. El día de la cita, el futbolista lo esperaba en la terraza del local, bebiendo un pisco sour frente a las lanchas que refulgían en la bahía.
Le refirió en términos generales su viaje a Estados Unidos, y ordenaron platos de salmón y corvina, y media botella de un carménère de Pérez Cruz, pues a Matías le bastaba con el pisco sour. No le contó, sin embargo, que había estado a punto de traer a una profesora estadounidense a su casa. Al final había tenido que mostrarse inflexible en Nueva Orleans y regresar solo a Valparaíso. La experiencia indicaba que era preferible separar bien la pasión amorosa del trabajo.
—¿Y cómo va tu postulación en Estados Unidos? —preguntó Cayetano.
Tenía novedades esperanzadoras. La Universidad de Indiana ofrecía becas a egresados de la educación media que fuesen futbolistas talentosos. Como había perfeccionado su inglés en cursos del Instituto Chileno-Norteamericano, podía darlo por hecho que al año siguiente ingresaría a esa universidad.
—Ojo con «dalo por hecho» en este país —le advirtió al joven—. Es como el famoso «no se preocupe». No lo des por hecho y preocúpate. Y acuérdate de que para decir que no en este país usan el gerundio: estamos viendo su caso, estamos trabajando en su petición, estamos averiguando su consulta. La verdad es que no han hecho nada.
—No sea aguafiestas, don Cayetano. En unos años me titularé de profesor de literatura. Imagínese la alegría de mi madre —exclamó Rubalcaba, feliz—. Pedí este pisco sour justamente para ir brindando.
—A tu salud y porque coseches todo el éxito del mundo —dijo Cayetano en cuanto le sirvieron el suyo, y no pudo dejar de pensar en Soledad Bristol y su frustrado destino como maestra de literatura. No era un ámbito donde hubiese salarios atractivos ni oportunidades. Los maestros de literatura o filosofía que conocía se la pasaban corriendo de una escuela a otra para impartir clases, cuando no andaban en marchas callejeras exigiendo, no mejor educación, que les correspondía a los estudiantes, sino mejor paga—. ¿Entonces ya no serás chef, Matías?
—Parece que no, pero seguro que allá podré hacer «pololitos» en algún restaurante italiano.
—¿Enseñarás literatura cuando vuelvas?
—Si es que vuelvo —apuntó Rubalcaba, guiñando un ojo con picardía.
Así es el mundo moderno, pensó Cayetano. Ya pocos trabajan y jubilan en el país donde nacen. El mundo estaba formado mayoritariamente por extranjeros e inmigrantes. Todos éramos extranjeros en el 99 por ciento de la superficie terrestre. ¿Quién podía decir que las tierras donde habitaba habían pertenecido siempre a su nación o cultura? Él, sin ir más lejos, era un cubano de remoto y vago origen europeo que había emigrado a Florida, la que había pasado por tantas manos, y de ahí al último confín del mundo. Y lo curioso es que se sentía cómodo como extranjero, porque en el fondo le otorgaba un balcón distinto desde donde mirar las cosas.
—Mejor para ti si no vuelves, porque aquí no pagan bien a los maestros de literatura ni reconocen a los literatos —afirmó de pronto—. Muchos creen que si estudian literatura serán escritores. Una cosa no tiene nada que ver con la otra. Se lo escuché decir en mi juventud a Pablo Neruda, al que lo extenuaban los expertos que ponían en sus poemas significados en los cuales él jamás había pensado al escribirlos. Bien que no vuelvas.
—No les pagan bien ni aquí ni en ninguna parte, don Cayetano.
—Mejor es ser detective.
—Pero no hay nada más noble que formar a los jóvenes. En clases de literatura uno puede enseñar a debatir en forma democrática y respetuosa, a hablar y escribir mejor, y hasta se puede contribuir a formar mejores ciudadanos.
—Me bastaría con que formaras mejores personas.
—A eso apunto, don Cayetano.
—Eres un gran idealista, mi amigo, y eso me emociona y por eso te admiro. Salud.
—Es la magia inspiradora de la literatura, don Cayetano.
—Tú educarás a jóvenes para que sean mejores personas, y yo me encargaré de atender tus fracasos —bromeó Cayetano, alzando de nuevo su copa.
Al frente, en el molo, las naves de guerra y el velero Esmeralda levitaban sobre el mar gris y liso.
—¿Supiste algo más de los asesinos de Camilo? —preguntó el detective.
—No veo cambios. Y los diarios no anuncian nada nuevo.
Llegaron los platos, traídos por un mozo que vestía chaqueta blanca y hablaba español con acento portugués. Las presas de pescado, preparadas a la plancha, eran generosas, envolvían langostinos al grill y venían sobre camas de quinoa y zapallo.
—Escúchame ahora muy bien, Matías, porque la cosa se pone color de hormiga —anunció Cayetano con voz grave, alzando un índice—. La muerte de Camilo podría estar vinculada con la investigación que tengo entre manos, pero aún no puedo probarlo. Por eso debes andar con sumo cuidado y adoptar estrictas medidas de seguridad: no salir de noche, no andar solo, no dejarte provocar en lugares públicos. Tienes que tomártelo en serio.
—No se preocupe, don Cayetano. Soy precavido.
—Ninguna precaución es suficiente, Matías.
—Yo conozco esta ciudad, don Cayetano. Crecí entre patos malos y sigo viviendo entre ellos.
—A Camilo lo mataron profesionales y al estilo de las mafias. Todo esto huele pésimo. Lamento haber sido yo quien te involucró en un asunto tan detestable. No sabes cómo me arrepiento, y cómo me amarga y agobia que aún no pueda dar con la hebra que guía a la madeja.
—De eso quería hablarle —dijo Matías mientras trozaba su corvina.
Cayetano lo notó nervioso.
—Me llamó El Jeque hace unos días —continuó el deportista en voz baja—. Anda preocupado porque en sus dominios están entrando competidores y con ellos, la policía.
—¿Cómo lo sabe?
—Se lo huele. Le inquietan varias cosas, según me dijo. Primero, la presencia suya, don Cayetano. Él desconfía de usted. También desconfía de su vínculo con la PDI. Alguien le pasó el soplo de que usted cuenta ahí con aliados. Y ahora lo desestabilizó el asesinato de Camilo, con quien El Jeque tenía una relación. Todo eso no lo deja dormir tranquilo. Se huele una encerrona. Siente que un poder anónimo comienza a desafiarlo, un poder que es más brutal y poderoso que él. Está claro: El Jeque teme perder en ese desafío.
Alguien estaba informando a El Jeque desde el interior de la PDI, concluyó Cayetano, preocupado. Alguien lo mantenía al tanto de sus encuentros con Anselmo Marín, El Escorpión.
—¿Te amenazó a ti El Jeque? —preguntó.
—No. ¿Por qué habría de hacerlo?
—No sé, pero su mensaje me huele a amenaza. Debes andar con más cuidado. ¿No sientes que te siguen?
—Me da lo mismo, don Cayetano. Estoy por irme del país.
—Sí, pero recién el próximo año, y ni eso es completamente seguro. El próximo año es el próximo año. No lo olvides.
—Soy optimista por naturaleza. Las cosas siempre se ven peor de lo que son.
—Quiero decirte dos cosas, mi amigo. Una: no sabes cuánto me arrepiento de haberte enredado en este asunto que cada día se torna más siniestro. La otra: te ruego que te marches de Valparaíso por un tiempo prudencial. ¿Tienes familiares en otra ciudad?
—No se preocupe, don Cayetano. Sé cuidarme solo. Acuérdese de qué barrio vengo.
Cayetano sorbió el último resto del vino sin replicar nada, pero inquieto. Matías debía ausentarse por al menos dos o tres meses de la ciudad, hasta que la mar se hubiese calmado. No le gustaba para nada la terca seguridad de Matías, pero no había nada que hacer para convencerlo de que se marchara. Si hubiese sido su hijo, lo habría sacado a patada limpia de Valparaíso. Una lancha llena de pasajeros zarpaba ahora del muelle.
—Hay algo más —anunció Matías, cabizbajo.
—¿Cómo que hay algo más?
Cayetano apartó el plato. Se le habían ido las ganas de comer.
—El Jeque me dio algo para usted. Cree que puede servirle. Se lo envía con el deseo de que el asunto se aclare a la brevedad y todos abandonen sus dominios.
Moctezuma, al enterarse del arribo de los conquistadores españoles a México, le envió a Hernán Cortés magníficos obsequios de oro y plata para que se marchara del imperio, recordó Cayetano. No imaginó nunca que sus presentes solo servirían para abrirle el apetito al español y convencerlo de que se quedara.
Matías sacó del maletín deportivo una bolsa de plástico y se la pasó a Cayetano.
—No la abra aquí —le advirtió, arqueándose sobre la mesa—. Dentro va una capuza negra con huecos para los ojos. Es puntiaguda como las del Ku Klux Klan.
—Eso se llama coroza.
—¿Carroza?
—Coroza. Las empleaba la Inquisición para conducir a los herejes a la hoguera.
—Bueno, como usted diga. Tiene en la frente una guadaña y unas llamas debajo.
Tomó la bolsa en sus manos, impresionado por lo que Matías acababa de revelarle. A través del plástico pudo palpar la lela acartonada de la coroza. Introdujo su mano en la bolsa e hizo girar el paño entre los dedos. Lo examinó con la vista. Ahí estaban, bordadas en rojo, una guadaña y, debajo de ella, unas lenguas de fuego. Sintió un escalofrío. Aquello era la Edad Media, el pasado siniestro de una intolerancia que al parecer palpitaba hasta hoy cobrando víctimas. Aquello era la Santa Muerte y algo más, quizá el castigo terrenal y el infierno, en todo caso era tierra incógnita, algo que él desconocía, que lo desconcertaba y atemorizaba.
—Lo envía El Jeque —repitió Matías.
Aquel regalo sugería, por un lado, una relación entre el mafioso y el mendigo, y por otro, un vínculo de confianza entre el mafioso y Matías. La primera lo ayudaba en su propósito de aclarar las cosas, la segunda le causaba desazón pues comprometía el promisorio futuro del joven.
—Se la vendió Camilo pocos días antes de morir —añadió Matías—. Creo que por eso quería verlo a usted. La noche del asesinato sus pies se enredaron con la coroza cerca de donde murió Pembroke. El vehículo de los españoles ya se había ido, Camilo intentaba huir del sitio del crimen. Tenía pánico de que lo involucraran en aquello.
Cayetano cerró la bolsa y se acomodó los espejuelos sobre la nariz. Luego se atusó con parsimonia los bigotazos entre el índice y el pulgar.
—¿Y me manda eso porque cree que puede servirme?
—Cree que puede serle de ayuda. No se asuste cuando despliegue la coroza, don Cayetano. Está manchada de sangre. Me temo que es la del profesor estadounidense.