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A la mañana siguiente, después de haber dado una lectura cruzada a la información suministrada por la viuda Pembroke, Cayetano Brulé se reunió con Suzuki, su asistente, en El Desayunador, del cerro Alegre.

A Cayetano le gusta ese local, pues sus ventanas altas, por las que entra a borbotones la luz del día, le permiten seguir con comodidad el paso de las porteñas de buenas piernas a lo largo de las latas pintadas de amarillo de Le Petit Filou de Montpellier, y porque los maceteros con helechos que cuelgan de las vigas de roble y el fresco del Loro Coirón, pintado detrás de la caja registradora, tienen la virtud de inundar su alma de optimismo.

—Otro académico víctima de un alumno frustrado por una mala nota —comentó Suzuki mientras exprimía la bolsita de té verde sobre la taza. Cayetano no recordaba desde cuándo Suzuki se había tornado vegetariano y solo aceptaba infusiones de yerbas o mate paraguayo, y ya ni miraba el café—. Lo bueno es cuánto ofrece la viuda, porque el alquiler de la casa y el despacho nos tienen con el agua al cuello, jefe.

—Pero esto es más enredado que pelea de culebras. Nadie, por mucho que odie a un profesor, le cercena el pescuezo y echa a rodar su cabeza —dijo Cayetano, revolviendo la taza de Nescafé—. Y menos le estampa una guadaña a fuego en el pecho.

—Suena a la temible mara Salvatrucha. ¿Habrá llegado a Valparaíso?

—No creo que esa gente matricule a sus miembros en universidades de Estados Unidos, Suzuki.

—No crea, jefe, en algunos países los hijos de los narcos se están casando ya con las hijas de familias tradicionales. Usted sabe, el dinero lo lava todo. Así que no sería raro que estén aspirando ahora a maestrías y doctorados en Harvard y Stanford.

Cayetano maldijo el café en polvo. Ni para el día del juicio final aprenderían en ese país a tomar el café como Dios manda. El mundo está en manos de aficionados, lo que resulta lamentable. Tal vez debía imitar a Suzuki y pasar a las infusiones: manzanilla, boldo, bailahüén, llantén. Hay países en América Latina que saben hacer café, otros entienden de ron, otros de vinos. Entre los dos primeros no está Chile, desde luego.

—El asunto pinta a delicado —insistió, regresando de sus imprecaciones—. Pembroke puede ser un pez gordo. Llegó a Valparaíso en el Emperatriz del Pacífico y de su camarote desapareció su computador y su cuaderno de apuntes.

—¿Droga, entonces?

—Tiene toda la pinta. También podría vincularse con sectas satánicas. A Pembroke lo pueden haber escogido al azar para un rito iniciático. Suelen practicarlo con perros o gatos de la calle, santos de yeso robados de las iglesias, o…

—Para salir de dudas, jefe, usted debería conversar con Armando Milagros, el cubano de la calle Atahualpa, que se dedica a componer parejas. Sabe de brujerías.

Un taxi colectivo subió como una exhalación por los adoquines resbaladizos de Almirante Montt, haciendo cimbrar la estructura de El Desayunador. Al frente, Philippe, el francés del Le Petit Filou de Montpellier, alzaba la cortina metálica de su local, cuyas paredes habían amanecido garabateadas con «mueran los gays» y una cruz gamada. Los neonazis, así como los ultraizquierdistas, resurgían en la ciudad, más bien en todo el país, pensó preocupado Cayetano. Afuera, Philippe encendió un cigarrillo, apoyado contra el letrero de ceda el paso.

—Pero más me huele a droga —recapituló Cayetano—. Pembroke viajaba solo en el camarote, según la información que me dio la viuda, supuestamente para escribir un libro. Lo curioso es que entre los libros que llevaba consigo había un volumen de las obras completas de Kim Il Sung.

—¿El antiguo dictador de Corea del Norte?

—Exactamente. —Cayetano sacudió la cabeza y se encogió de hombros—. Pero lo cierto, mi amigo, es que un crucero se presta bien para que un narco se contacte discretamente con colegas en distintos puertos.

—Entonces ¿el gringo se dedicaba a suministrar drogas en el Emperatriz del Pacífico? —Suzuki sorbió con escándalo el té verde.

Tenía los ojos achinados, el pelo chuzo y la piel color marfil. Para los porteños era un japonés de tomo y lomo, y lo cierto es que por apariencia era idéntico a su padre, un marino mercante de Okinawa que, cincuenta años atrás, había embarazado a su madre cuando ella practicaba el oficio más antiguo del mundo en la atmósfera sombría y recargada de humo del Yaco Bar, en el peligroso barrio del puerto.

—No, no creo que el gringo anduviera en el crucero para vender papelillos de cocaína —respondió Cayetano—. Si andaba metido en el negocio, no se dedicaba al menudeo.

—¿Y entonces?

—No sé, ando confundido. La información que me entregó la viuda dice que la PDI no encontró nada comprometedor en la cabina, y que en Estados Unidos su ficha es inocentona como biografía de neonato. Sí llama la atención que alguien aprovechó la conmoción a bordo para llevarse, como te dije, el PC y los apuntes del camarote. Y algo semejante ocurrió en su casa de Chicago.

—Ahí estaba la carne —opinó Suzuki, masajeándose las sienes.

Dos noches había permanecido el Emperatriz del Pacífico atracado en Valparaíso, recordó Cayetano. Pembroke no había regresado a bordo.

—¿Y por qué hacía un crucero sin esposa? —preguntó Suzuki.

—Quería trabajar.

—A otro perro con ese hueso, jefe.

—Pues así son los matrimonios modernos. —Cayetano volvió a encogerse de hombros mientras miraba hacia Almirante Montt y recordaba antiguos amores—. Veo que sigues atado al pasado. Necesitas renovarte, no vas con los tiempos.

—Seré enchapado a la antigua para ciertas cosas, jefe, pero no en las que importan. Dígame, ¿quién le activó el nuevo Toshiba y le repara el celular antediluviano que tiene?

—Tampoco te me pongas engreído. Era cosa de leer las instrucciones. Lo haría yo mismo, pero vienen mal traducidas y con letra chica.

—De todas formas, no entiendo cómo un tipo de cincuenta años, apuesto y vital, como muestran las fotos, se va a un crucero por América del Sur sin mujer —insistió Suzuki, sosteniendo la taza como un antifaz—. Raro, por decir lo menos…

—Ya te dije. Escribía un libro.

—La erudición no mata la pasión, jefe. Si no fue por droga, pudo haber sido por una mujer o un hombre. En esta época ya no hay que hacer distingos. ¿Seguro que viajaba solo?

—Ocupaba cabina single.

—¿Y de qué escribía?

—¡Qué sé yo! —Cayetano se despojó de las gafas y engurruñó los ojos. Limpió las dioptrías con la punta de la corbata—. Todo eso lo hurtaron.

—Debe ser requeteentretenido ese manuscrito como para que se lo llevaran. Digo yo, en una época en que nadie quiere leer…

—Recuperar los computadores y cuadernos de apuntes sería esencial. Según la viuda, al gringo en Valparaíso también lo despojaron de su billetera y el celular, que llevaba cuando bajó del crucero. Tenía dólares y tarjetas de crédito.

Suzuki contempló la calle palpándose el cuello. Sintió alivio. Allí estaba el cuello. Íntegro. Calentito. El sol era una capa de agua luminosa sobre los adoquines, y en la esquina un perro callejero se rascaba las pulgas a los pies de Philippe, que conversaba con una muchacha de melena verde.

—También le he dado vueltas a la posibilidad de que lo hayan asesinado por motivos pasionales —añadió Cayetano, dejando un billete en la mesa.

—¿Entonces cree que llevaba a su media naranja en el Emperatriz del Pacífico y que la viuda se enteró de eso y lo mandó matar?

—Hay un detallito nada menor: la prima del seguro de vida de Joe Pembroke ascendía a cinco millones de dólares. Por eso el año pasado llegaron a Valparaíso dos investigadores de la compañía de seguros. Sospecho que se fueron con las manos vacías.

—¿Y por qué buscará ella, más de un año después del crimen, a un detective privado para que remueva las brasas y aparezcan las llamas?

—También me lo pregunto, Suzuki, y no tengo respuesta. Pero hay otro aspecto a considerar —agregó mientras bajaban por Almirante Montt hacia la plaza Aníbal Pinto—. Tal vez quien liquidó a Pembroke no fue ni la droga, ni una secta, ni su viuda, sino alguien enamorado de la media naranja que tú crees que existe. ¿Entiendes?

—¿Y esa persona iba en el Emperatriz del Pacífico?

—Entre los dos mil pasajeros —especuló Cayetano, no muy convencido.

A través de una puerta abierta les llegó la voz de Piero cantando «Mi viejo».