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Se fue a la población Márquez, en el barrio del puerto. Aunque primero llamó a Andrea Portofino para consultarle si había moros en la costa.
—Serás bienvenido —dijo la profesora y poeta de la Scuola Italiana—. Trae, eso sí, arrollado de la Sethmacher, aceitunas y un cabernet sauvignon. Te espero con unos espárragos a la vinagreta y unos deliciosos raviolis de espinaca rellenos con centolla.
Compró aceitunas negras de Til Til y dos botellas de un Apalta, diciéndose que Camilo terminaría mal. Zigzagueaba y titubeaba demasiado. Iba a ser difícil además que sus antiguos camaradas lo acogieran. Por el contrario, lo dejarían a la deriva, y más de alguno hasta era capaz de prestarle la soga. «Denle una soga a un hombre y terminará colgándose», había dicho su padre un día en La Habana, y él, un niño entonces, se había asustado y desde ese momento vivía convencido de que el refrán era cierto.
Caminó en dirección al puerto con las botellas y las aceitunas, compró en la plaza Echaurren una amarillenta antología poética de Fernando Pessoa, pues Andrea admiraba al portugués, y se paró en la cola de la fiambrería. Aún quedaba arrollado, lo que venía al pelo para el desayuno al día siguiente de la velada romántica. A Andrea le fascinaba que él le llevara el desayuno a la cama.
Cuando abrió la puerta y lo dejó pasar al living a media luz, a Cayetano lo deslumbró ver a Andrea con la cabellera recogida en tomate y envuelta en una bata de seda negra. Bajo la vestimenta la mujer iba como Dios la echó al mundo, y mientras ella hojeaba entusiasmada el libro de Pessoa, permitió que las manos del detective acariciaran su cintura y firme trasero.
—Piano, piano, piano —exclamó la treintañera, apartando las manos de Cayetano de sus curvas—. Con paciencia se logra lo que se desea, decía Benjamin Franklin. Lo más rico son los prolegómenos, pensaba el húngaro Lukács. Y para mí, algo budista, lo crucial es el camino, no el destino.
Diciendo esto, lo hizo pasar a la cocina del departamento, que estaba iluminada solo con velas. Sobre la mesa había servido espárragos, pan batido de una panadería cercana y copas de pisco sour tamaño catedral. Le indicó a Cayetano que descorchara el vino y ella puso a calentar el agua para los raviolis.
Se sentaron después de que Andrea puso en su PC una selección de Coldplay.
Se bebieron los pisco sour y las dos botellas de vino, y acabaron con los espárragos y los raviolis, y para cerrar, como buena italiana, Andrea Portofino sacó de un armario su mejor botella de grapa.
—Te espera una sorpresa en el dormitorio —anunció con la copita en la mano.
Entraron al cuarto. Estaba sumido en una luz rojiza de ensueño, olía a incienso de la India que volvía misterioso el ambiente, y las sábanas de la cama eran completamente negras.
—Pero antes vamos a compartir algo —anunció la mujer, encendiendo un pito de marihuana.
Lo aspiró profundo con los ojos cerrados, aguantó largo el humo en sus pulmones y lo fue expulsando en forma acompasada. Luego se lo pasó a Cayetano mientras se desataba el lazo de la bata, pero sin despojarse de ella, dejando sugerida su pálida desnudez. Antes de tenderse en la cama sacó de un cajón de la cómoda un almohadón negro y duro.
—Es el que recomienda Ernest Hemingway y que tanto te gusta —comentó ella con una sonrisa y lo arrojó encima de las sábanas—. Sobre el velador tengo la venda negra de la clase ejecutiva de LAN y las cremas con sabor a frutas. ¿Quién comienza?
Cayetano dio una calada profunda, contuvo gozoso la respiración y comenzó a desnudarse. Vio que Andrea bajaba la intensidad de la luz y seleccionaba algo de Ben Webster. Luego la vio acomodarse una peluca larga de color punzó y tenderse en la cama.
Quedó azorado por la esplendidez de su carne, la invitación de su sonrisa, la contundencia de sus senos y el embriagador pliegue que se anunciaba en su triángulo completamente afeitado. Ahora sintió que era Coleman Hawkins quien tocaba como un ángel el saxo. Aspiró de nuevo el pito y se lo entregó a Andrea. Luego apartó su melena encendida y comenzó a besar su largo cuello.
A la mañana siguiente lo despertó su celular.
Era Anselmo Marín, El Escorpión, su amigo al que habían jubilado prematuramente de la PDI.
—Lo lamento, Cayetano, pero me acabo de enterar de que en la avenida Gran Bretaña, de Playa Ancha, hallaron muerto al tipo con quien te ibas a reunir y que me pediste que investigara.