23

Arribó minutos antes de las siete a La Cucina di Beppo, en las inmediaciones del barrio El Loop. Ya estaban allí los profesores Markus Chang, chino-americano especialista en códices precolombinos, y Amílcar Guerra, guineano-americano, vecino de pasillo de Pembroke.

Un mozo los guió por un laberinto de salas que simulaban una casa toscana: ventanas ciegas, óleos enmarcados, retratos en sepia, banderines de clubes de fútbol y calendarios viejos. Tomaron asiento en un booth con mantel de cuadros rojos y verdes, junto a una foto de Vittorio Gassman durante la filmación de Il Sorpasso.

—Mi colega Malpica pide que lo disculpe —anunció Chang en un español de acento madrileño—, pero no podrá acompañarnos esta noche.

—Efectivamente —agregó Guerra, circunspecto—. Su esposa sufrió esta tarde una descompensación repentina y precisa su compañía. Confiamos en que nosotros podamos ayudarlo a usted.

—Cuente con nosotros —agregó Chang mientras recibían las cartas—. El colega Guerra es profesor asistente y yo profesor asociado del departamento de literatura del Voltaire College. Nos interesa contribuir al esclarecimiento del asesinato. Es una pérdida irreparable para la familia del profesor Pembroke, para el college y nuestra disciplina.

Les agradeció, explicó en pocas palabras su investigación y pasaron a ordenar los platos.

—La cena corre por invitación del profesor Oldensturm, director del departamento —aclaró Chang—, así que nosotros pagaremos su consumo, señor Brulé. Aunque debo advertirle —carraspeó, nervioso— que no podemos cubrir el importe de bebidas alcohólicas, solo de agua mineral o gaseosas. Son normas del Voltaire College, usted entiende.

Conocía el puritanismo, ese que se sonrojaba ante alguien que tomaba una copa de tinto con el almuerzo, pero veía como natural que cualquier hijo de vecino fuese a una armería a comprar rifles de asalto y bazucas. Optaron por unas bandejas de tomate con albahaca y mozzarella y una pizza vegetariana de tamaño gigante. Cayetano se encargó de invitar a un Valpucciano, con lo que zanjó el tema del alcohol mientras Dean Martin cantaba «Volare».

Al rato tuvo la impresión de que a los académicos les intimidaba verse involucrados en el asunto y que por eso se esmeraban en decir solo aquello que sonase políticamente correcto. Reiteraban que Pembroke no tenía enemigos entre el alumnado ni los colegas, y que los postulantes rechazados no representaban una amenaza real para nadie.

—¿Y cómo se dirimen las disputas académicas en el college? —preguntó Cayetano.

Hubo silencio. Solo se escuchaban las conversaciones de otras mesas y, por sobre estas, la voz de Nicola di Bari entonando «Un vagabundo como yo».

—Las disputas se dirimen de otra forma, desde luego —dijo el profesor Chang—. Entre los profesionales, a través del debate respetuoso. Entre las ovejas negras, aserruchando pisos, marginando a los adversarios de congresos y directorios de revistas, postergando la aparición de libros, que son los que permiten mejorar el salario y engrosar el currículo. Pero nunca descuartizando a nadie. Quiero que lo entienda. La violencia de que usted habla campea al sur del río Grande, señor Brulé.

Sintió que Chang pronunciaba lo último con indisimulado desprecio y el deseo de ofenderlo en su condición de hispano. Estuvo a punto de recordarle las decenas de estudiantes y profesores asesinados en los colleges estadounidenses por gente que portaba fusiles y pistolas, pero se contuvo para no perjudicar su investigación.

—¿Nunca comentó Pembroke que se sentía amenazado? —preguntó, cambiando de tono, apoderándose de un triángulo de pizza.

—Jamás —repuso Chang y se empinó un prolongado sorbo de agua, la que parecía disfrutar como si de un tinto soberbio se tratara.

—¿No había gente que discrepara radicalmente de sus libros?

—Bueno, el debate y la controversia son usuales en la academia —afirmó Chang y apartó con un cuchillo el queso de su pizza—. El conocimiento avanza gracias a la curiosidad intelectual, la crítica y la oposición de puntos de vista. Y en esas disputas, algunos lo acusaron de abrigar resentimientos en contra de los españoles.

—No entiendo bien.

—Es sencillo, señor Brulé. Pembroke era especialista en culturas precolombinas y la conquista española, y se identificaba con los vencidos. Él desciende de europeos y native americans. Lo suyo no era solo un asunto académico, sino también personal.

—¿Odiaba a los académicos españoles por eso?

—No, no dije eso. Eso sería esencialismo. Digamos que despreciaba a quienes se identificaban con la historia oficial española sobre la conquista de América.

—Entiendo. He leído algunos textos de Pembroke.

—Me alegra —intervino Guerra—, porque así no caemos en generalizaciones ni clisés.

—Y como sabemos —continuó Chang—, casi nadie entre quienes se dedican a esa especialidad siente simpatías por los conquistadores o pone en duda el exterminio de que fueron víctimas los indígenas. Ya nadie se refiere, por ejemplo, al «descubrimiento» de América en referencia a 1492, aunque durante siglos se habló en esos términos.

—Como dicen, crea el concepto y dominarás la realidad —aseveró Guerra.

—Y todo esto dejando de lado, señor Brulé, que hay evidencias que sugieren que las naves chinas alcanzaron costas americanas en 1421.

—No puedo creer que todavía haya quienes niegan el exterminio de indígenas en el Nuevo Mundo —comentó Cayetano.

—Ellos hablan de la existencia de una difamadora «leyenda negra» —precisó Chang—. Afirman que todo fue una campaña de desprestigio lanzada por Francia contra España con el fin de debilitar al Imperio español.

—¿Piensan así hoy algunos profesores? —preguntó Cayetano, y se dijo que volvía a toparse con españoles, o al menos con tipos que hablaban como españoles.

—Algunos relativizan el holocausto indígena subrayando la importancia de la obra civilizadora cristiana y de la lengua aportada por España —explicó Guerra con voz profunda—. Refutan la «leyenda negra» y afirman que la conquista y la colonización fue preferible a lo que hicieron los ingleses en el norte del continente. La razón: España fomentó el mestizaje, mientras Inglaterra practicó el exterminio de los nativos.

Siguieron comiendo pizza, pero en silencio. Cayetano pensó en lo intrincado que era todo aquello, mientras sentía que cada vez entendía mejor a Pembroke.

—¿Tuvo el profesor disputas sonadas con algún colega en particular? —preguntó.

—¡Lo que usted sugiere con esa pregunta es vergonzoso! —reclamó Chang, airado—. Grosero e irresponsable. No acepto que desee convertir en sospechosos a distinguidos colegas que resuelven sus diferencias a través de debates en congresos y publicaciones. Esa afirmación, permítame, señor Brulé, que se lo diga sin ambages, raya en lo inmoral.

Optó por escanciar el resto del vino en las copas y servir más triángulos de pizza, porque había ido evidentemente demasiado lejos y su error a esas alturas era irreparable. Siguieron comiendo sin hablar, escuchando risotadas de otros y la voz poderosa de Rita Pavone.

—Permita que le formule la pregunta de otro modo, entonces —insistió Cayetano—. ¿Existe un colega que sea el antípoda académico de Joe Pembroke?

No respondieron.

—Me sorprende que, sin ser historiador, Pembroke incursionara en la historia —continuó—. Tiene que haber hostigado a algunos historiadores.

—Era profesor de literatura —aclaró Chang, ceñudo—. Utilizaba crónicas y cartas de relación de los conquistadores para sus cursos sobre culturas precolombinas.

—Usted acepta que Pembroke tenía diferencias sobre el tema con profesores, pero se niega a darme sus nombres. No puede ser. ¿Quién era el principal adversario de Pembroke en la academia? ¿No dice usted que el conocimiento avanza gracias al debate?

—Roig Gorostiza es uno, diría yo —afirmó Amílcar Guerra, mirando incómodo a su colega—. ¿No te parece?

—Sí. Gorostiza —repitió Chang.

—¿Nadie más?

—Zulueta de la Renta —completó Chang.

—¿Españoles?

—Hispano-estadounidenses. Llevan decenios en colleges de Estados Unidos. Son respetados en el medio. Han participado en innumerables congresos y simposios, y tienen influyentes publicaciones en su haber.

—¿Profesores de literatura como Pembroke?

—Historiadores —precisó Chang y acabó su vaso de agua, tenso.

—¿Están en el congreso?

—No, la MLA es solo para profesores de lenguas —aclaró Guerra.

—¿Podrían ayudarme a ubicarlos?

—Gorostiza enseña en un college de California; De la Renta, en uno pequeño y muy exclusivo de la costa este —explico Chang, haciendo una bola con la servilleta—. Los halla en Google —agregó y trató de disimular un eructo. Después dio por terminada la cena.