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Nadie tenía ninguna duda de que el cadáver del depósito fuera el de Hugo Fletcher, pero era necesario cumplir algunas formalidades. Laura había hecho lo que le habían pedido, sin muestra alguna de emoción. Cuando confirmó lo que ya sabían, Tom le propuso que volviera con él a la comisaría antes de emprender el viaje de regreso a Oxfordshire. Era una crueldad mandarla de vuelta a casa sin ofrecerle siquiera una bebida caliente.

Tom la acompañó a la caja de zapatos que era su despacho y se sentó frente a ella al otro lado de la mesa relativamente ordenada. Llamaron suavemente a la puerta.

—Ah, el té, qué bien. Me temo que no es un té especialmente bueno, pero está caliente. Necesitamos hacerle algunas preguntas, pero me imagino que le gustará estar un momento a solas. La dejaré tranquila. La sargento Robinson, a la que conoció anoche, vendrá a preguntarle algunos datos dentro de un rato. Yo tendré que hacerle unas preguntas más detalladas, pero primero la acompañarán a Oxfordshire y más tarde pasaremos a verla, si le parece bien.

—¿Podrían hacerme las preguntas ahora, por favor? —intervino Laura tranquilamente—. Me gustaría acabar de una vez, si usted tiene tiempo.

—Por desgracia, a las ocho tengo que ocuparme de un asunto, y tardaré un par de horas.

A Tom le sorprendió la franqueza de la mirada que le dirigió Laura Fletcher. Aunque llevaba las gafas puestas, Tom pudo ver que ya no tenía los ojos rojos a causa del llanto y que, si bien hablaba con calma, había una determinación nueva en su comportamiento.

—Inspector jefe, en vista de que tiene quince minutos libres antes de marcharse, me imagino que para asistir a la autopsia de mi esposo, ¿cree que podríamos dedicarlos a repasar lo que saben hasta el momento? Anoche estaba demasiado angustiada para reaccionar, pero me gustaría ayudar en todo lo que sea posible.

—Si está segura de no necesitar un momento a solas, lady Fletcher…

—No, gracias. Lo que me gustaría de verdad sería que esto terminara cuanto antes. Y, si no le importa, prefiero que me llame Laura. Nunca quise tener un título, y ahora que Hugo está muerto me gustaría dejar atrás toda esa formalidad. No hace muchos años todo el mundo me llamaba Laura, desde el lechero hasta mis clientes. Ahora no hay forma humana de que se olviden del título.

Ligeramente sorprendido por el tono de voz de Laura, Tom decidió darle un poco de tiempo, tanto si lo necesitaba como si no. ¿Por qué está tan diferente hoy?, se preguntó. La única razón que se le ocurría era que quisiera acabar con las preguntas para estar tranquila con su tristeza.

—De acuerdo, Laura. Llámame Tom, por favor. Iré a buscar a la sargento Robinson, Becky, y dedicaremos los próximos diez o quince minutos a aclarar algunas dudas. Discúlpame un momento.

El inspector la dejó con una taza de té y fue a hablar con Becky para decidir la táctica de la entrevista, pero también para advertirla del cambio de comportamiento de Laura.

Sin embargo, cuando volvió al despacho con Becky, el barniz de determinación de Laura se había esfumado y parecía haberse recluido de nuevo en sí misma. Estaba muy quieta, con la mirada perdida y la cabeza visiblemente a kilómetros de distancia. Tom dio la vuelta a la mesa para sentarse, mientras Becky acercaba una silla. Laura volvió la cabeza para mirar a Tom, y por un momento pareció sorprendida de ver a otra persona en la habitación. Movió la cabeza, como si se sacudiese en su interior, se recolocó en la silla y echó los hombros hacia atrás, como si se preparara para la batalla.

—Veamos, Laura. Voy a ponerte al día de lo que sabemos hasta ahora. Por favor, interrúmpeme cuando quieras. Cuando vayamos a Oxfordshire necesitaremos mirar las cosas de sir Hugo, a ver si encontramos algo que apunte a un motivo.

—Me parece muy bien pero, por favor, llámalo Hugo. No le gustaría nada, los títulos eran una especie de obsesión familiar. Pero no está aquí y no se enterará, ¿no?

Si a Tom le había costado entender la actitud de Laura la noche anterior, ahora le resultaba imposible. Era como si hubiera construido un muro alrededor de su dolor, y lo reconstruyera con decisión cada vez que amenazaba con desplomarse. Empezaba a utilizar el antagonismo contra su difunto marido para fortalecer sus defensas. Pero la rabia contra los fallecidos era una reacción natural en los primeros estadios del duelo, y Tom no tenía ningún inconveniente en dejar a un lado las formalidades si eso la hacía feliz.

—Sabemos que Beryl Stubbs encontró a tu marido, Hugo, sobre las doce cuarenta y cinco. Es una aproximación, porque se asustó demasiado y no fue capaz de llamar hasta la una y cuarenta y cinco. La Policía Local llegó al escenario poco antes de las dos. Calculamos que la hora de la muerte fue entre las once treinta y las doce. Probablemente la señora Stubbs llegó menos de una hora después de que tu esposo muriera, y si no hubiera perdido el primer autobús porque se puso a discutir con su marido es probable que hubiera interrumpido la escena. —Tom sonrió, en un intento de aligerar el ambiente—. A Beryl le gusta echarle la culpa a su marido de todo, pero en esta ocasión es posible que le haya salvado la vida.

Laura se había puesto muy pálida otra vez, como si los hechos puros y duros de la muerte de su esposo estuvieran derribando su barricada cuidadosamente construida.

—¿Un poco más de té, Laura? —preguntó Tom con preocupación.

—No, no quiero más, gracias. Continúa, por favor.

—De acuerdo. Tenemos un testigo ocular, un vecino que vio a alguien saliendo de la casa. —Tom hizo una pausa. Aquello nunca resultaba fácil de decir a una esposa—. Lo siento, pero esto puede ser doloroso. La persona que vio era una mujer. Tenía los cabellos rojizos y llevaba una falda de piel negra y una gran bolsa al hombro. ¿Tienes idea de quién podría ser?

Calló de nuevo y miró a Laura. Ella echó la cabeza atrás y miró al techo, mordiéndose el labio superior como para evitar que le temblara. Y estaba a punto de ser más difícil.

—Lamento decirte que existen indicios de que el asesinato tuvo una motivación sexual, de modo que es crucial encontrar a la mujer. Sé que para ti es difícil, Laura, pero cualquier sugerencia que tengas puede resultarnos útil.

—Ya conoces las obras benéficas de mi esposo. Trataba con muchas mujeres, de modo que podría ser cualquiera de ellas. No me suena a nadie que conozca. Lo siento. No te puedo ayudar.

No había sido capaz de mirar a Tom a los ojos mientras respondía, y en cambio bajó la cabeza y miró los montones de carpetas de la mesa. ¿Qué era peor?, se preguntaba él. ¿Saber quién podría ser exactamente y no sorprenderte? ¿O no tener ni idea, no haberte dado cuenta de que había otras mujeres, o al menos otra mujer, en la vida de tu esposo?

Fue Laura quien rompió el incómodo silencio.

—¿Habéis descubierto cómo murió?

—Todavía no estamos seguros, pero esta mañana sabremos más. Por supuesto, te mantendré informada.

Tom hizo una pausa para valorar cuál era la mejor manera de formular la siguiente pregunta.

—La invitada de anoche… Si no recuerdo mal, es tu cuñada. ¿Es así?

—Excuñada, para ser exactos. Estuvo casada con mi hermano, pero llevan mucho tiempo divorciados.

—Parecías muy sorprendida y enfadada cuando apareció —dijo Tom.

No era el momento adecuado para preguntas cerradas. Quería algo más que una mera respuesta monosilábica, pero se dio cuenta de que Laura sopesaba sus palabras con cuidado.

—Imogen y yo fuimos amigas íntimas durante muchos años, pero discutimos cuando ella y mi hermano se divorciaron. Desde entonces no había estado en Ashbury Park, y por tanto era la última persona a la que esperaba ver entrar por la puerta. Vive en Canadá, y no tenía ningún motivo para pensar que pudiera presentarse en mi casa. Me sorprendió, la verdad.

Tom sabía que había algo más, y no tenía intención de dejarlo correr. Pero quería elegir bien el momento, y desde luego no era aquél. Aún había mucho terreno por cubrir.

—Antes has mencionado las obras de beneficencia de tu marido. Todo lo que puedas contarnos acerca de cualquier aspecto de su vida, y en particular de éste, nos resultaría muy útil. Hemos localizado a los empleados de la oficina de Egerton Crescent. Hemos hablado con Rosie Dixon y Jessica Armstrong, y uno de mis colegas se encontró con un tal Brian Smedley, que por lo visto es el jefe financiero de la empresa que gestiona las propiedades. Sé que trabaja en las oficinas del este de Londres, pero parece que iba a Egerton Terrace a ver a Hugo un par de veces por semana. Tendremos que interrogarlos a todos con más detalle, por supuesto, pero sería de gran ayuda que nos hablaras de la beneficencia desde tu punto de vista.

—Me temo que yo no estaba muy involucrada en sus obras de caridad. Al principio de nuestro matrimonio intenté ofrecer mis servicios, pero Hugo prefería que me quedara en casa. No puedo darte más que una idea general.

—Es una lástima que no estuvieras involucrada —dijo Tom—. Estoy seguro de que habrías sido un fichaje muy valioso.

—Yo también lo creía, pero ya ves. No pudo ser.

—Una idea general está bien —dijo Tom.

—El padre de Hugo fue quien empezó la labor de beneficencia hace muchos años, pero solo a escala local, en Oxfordshire. Al principio, el objetivo era ayudar a chicas que habían tenido que marcharse de casa por culpa de abusos en la familia y que habían terminado en la calle. Muchachas que veían la prostitución como la única forma de sobrevivir. La organización benéfica se centraba en chicas que teóricamente eran lo bastante mayores como para marcharse de casa con el consentimiento paterno, aunque la mayoría de ellas no lo tenía. Investigaban cada caso, pero si realmente las chicas no podían regresar a casa, la organización hacía todo lo posible para conseguir el permiso paterno necesario, y no descarto que no mediaran amenazas sutiles cuando los padres abusivos se mostraban reticentes. A continuación, la organización buscaba familias que acogieran a las muchachas, así como empleos, como trabajadoras domésticas o en cafés u hoteles. Esto permitía a las chicas ganar algo de tiempo para recuperarse, y a las familias que las acogían también se las compensaba económicamente. Más tarde, las jóvenes recibían todo tipo de asistencia para que fueran lo bastante fuertes como para vivir por su cuenta.

»Sin embargo, en los últimos años el trabajo de la fundación ha evolucionado hacia algo de mayor envergadura de la que tenía cuando Hugo me habló de ella por primera vez. Sin duda sabes en qué medida ha aumentado la prostitución procedente de los países de la Europa del Este.

Tom asintió. Lo sabía por la investigación que había realizado su equipo, pero quería oírselo contar a Laura. Cuando ésta continuó hablando, se dio cuenta de que el desapego inicial se convertía en un entusiasmo sincero, como si realmente le importara el destino de aquellas chicas.

—Cuando conocí a Hugo, me impresionó enormemente el trabajo de su fundación, ayudar a las muchachas que no parecían tener a nadie a quien recurrir. Pero, en comparación, aquellas chicas eran afortunadas. Hablaban el idioma y estaban en su propio país. Las chicas a las que la organización presta ahora su ayuda llegan a menudo a Inglaterra contra su voluntad, o con la convicción errónea de que vienen a trabajar como camareras o doncellas. En algunos casos creen que han conseguido un contrato para trabajar de modelo, y llegan llenas de esperanzas e ilusiones. Entonces, por supuesto, se hace patente que la vida que conocían ha terminado. Las introducen en el país a escondidas, de forma ilegal, y luego las venden para la prostitución. El precio de una chica puede alcanzar las ocho mil libras, lo que proporciona unos beneficios considerables a los contrabandistas. Pero ellas pueden ganar hasta ochocientas libras al día para las bandas que las compran. A veces tienen que mantener relaciones sexuales con doce, quince o veinte hombres. Cada día de su vida. Es prácticamente imposible que se escapen. En teoría pueden pagar su libertad, pero no existe posibilidad alguna de que reúnan tanto dinero. Les quitan la mayor parte de sus ganancias, si no todas. Además, normalmente están aquí de forma ilegal, de modo que ¿cómo iban a volver a casa aunque reunieran el dinero? Si consiguen huir de donde las tienen encerradas y se entregan a la Policía, les preocupa su propia seguridad, y muchas de ellas no quieren volver a la vida de la que creían haber escapado. Tienen miedo de las represalias de los contrabandistas de su país de origen, y por si esto fuera poco tendrían que vivir con la vergüenza de lo que les ha ocurrido. Es una situación realmente terrible.

—¿Y cómo las ayuda la organización? —preguntó Becky.

—Hugo contaba con un equipo de empleados que salían a buscar chicas. Sospecho que se hacían pasar por clientes. Intentaban convencerlas para que acudieran a la Policía, con la ayuda y el apoyo de la fundación. Pero esto suponía que ellas tenían que estar contentas de regresar a su país de origen, y no solía ser el caso. De modo que, si esto no funcionaba, les ofrecían un lugar seguro y a menudo compraban su libertad a los proxenetas a cambio de unas cantidades exorbitantes de dinero. A mí esto no me parecía bien, porque creía que de este modo solo conseguían que fueran a buscar más chicas. Pero Hugo pensaba que yo no lo entendía. Decía que no debía preocuparme por ese aspecto, así que en realidad no lo sé. Algo sobre oferta y demanda, por lo visto. Pero las chicas rescatadas se recolocaban con familias, lo mismo que ocurría con aquéllas a las que ayudaba la Fundación Allium en sus orígenes.

—¿A cuántas jóvenes ha ayudado la organización, aproximadamente? —preguntó Tom.

—No a tantas como habrían querido. Apenas entre cien y ciento cincuenta al año. Lo que se podían permitir con las recogidas de dinero y, por supuesto, con los ingresos que Hugo aportaba de uno de sus fondos.

En aquel momento, uno de los agentes llamó a la puerta y entró.

—Señor, tiene que ir a su cita de las ocho.

Tom se disculpó y dio las gracias de nuevo a Laura por haber acudido tan temprano para reconocer el cadáver. También le prometió que iría a Oxfordshire en cuanto le fuera posible. Mientras recogía algunos documentos antes de marcharse, Becky siguió con el interrogatorio. El inspector se percató de que estaba conmovida con la situación que había descrito Laura.

—¿Qué les sucede a las chicas al final?

—¿A qué te refieres exactamente?

A Tom le sorprendió el tono seco de Laura en respuesta a una pregunta que parecía totalmente inocua.

—Bueno… Se quedan con las familias durante un tiempo acordado y, si es así, ¿qué es de ellas cuando se van? ¿Reciben ayuda para obtener un permiso de trabajo, un pasaporte y ese tipo de cosas?

—Ah, ya. Bueno, depende de las circunstancias…

Tom no llegó a oír el resto de la respuesta de Laura mientras salía del despacho, pero en su voz le pareció percibir algo que curiosamente sonó a alivio.