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Tom empezaba a sentirse un poco superfluo en Lytchett Minster Farm. Hacía solo unas horas que habían formulado su espantosa hipótesis, pero los especialistas ya habían llegado y Sarah Charles lo tenía todo controlado. Al fin y al cabo, era su jurisdicción. Había sido un alivio que lo llamaran del hospital para comunicarle que Mirela estaba respondiendo bien al tratamiento. La habían rehidratado y estaba débil, pero podía hablar.

Sabía que nadie de la Policía de Dorset poseía el conocimiento que tenía él del caso y necesitaba respuestas a algunas preguntas, de modo que tras pedir a Sarah que lo mantuviera informado por teléfono se fue al hospital. La prensa no había tardado en enterarse de los hechos, así que tuvo que sortear los coches y las furgonetas con antenas para satélite que ocupaban el estrecho camino. Solo sabían que se había hallado a una chica y que estaba viva, pero los periodistas habían estado en suficientes escenarios del crimen como para reconocer la importancia de los hombres con monos blancos. Y si traían a los perros, Sarah tendría que hacer una declaración, aunque ella quería evitarlo otro par de horas, hasta que tuvieran pruebas más sólidas.

Acababa de acceder a la carretera principal cuando sonó su teléfono.

—Tom Douglas —dijo.

—¡Adivine quién acaba de llamar, jefe! —dijo Ajay con un tono de suficiencia—. ¡Nuestra querida Jessica Armstrong! Acaba de ver las noticias en la televisión y se le acaba de ocurrir que su ídolo no era tan maravilloso como creía. Por fin ha decidido hablar.

Tom golpeó el volante con satisfacción.

—Por fin ha aflorado la conciencia. Pero la cuestión es si sirve para algo.

—Bueno, supongo que apoya su teoría. Por lo visto, el día que salió corriendo detrás de Alina Cozma, Hugo dejó su cajón de la mesa no solo sin echar la llave, sino ligeramente abierto, y nuestra pequeña cotilla echó un vistazo. Encontró un montón de sobres, y cada uno de ellos estaba dirigido a una de las chicas que habían desaparecido durante los dos años anteriores. Reconoció los nombres enseguida. Y dentro había dinero. Hugo se percató de que lo había calado y le soltó un cuento sobre chicas que escogía para darles becas especiales, lo que por supuesto era una información absolutamente confidencial.

—¡Ja! ¡Qué historia tan bonita! ¿Para qué pagaba a Jessica? —preguntó Tom.

—Él le pidió que se encargara de los pagos y le aseguró que le daría una bonificación por hacerlo. Sin duda ella se dio cuenta de que le pagaba por su silencio, y no creo que en ningún momento se creyera el cuento de las becas. Sospechaba que tenía a las chicas de amantes y que les pagaba por ello, lo que le parecía normal dado que estaba atrapado en un matrimonio tan desgraciado.

Mientras escuchaba a Ajay, Tom intentaba mantener la concentración en la carretera, siguiendo las indicaciones que le habían dado para llegar al hospital.

—¿Ha seguido realizando los pagos? —preguntó.

—Según Jessica, no se añadieron nombres nuevos a la lista. Cuando miró los sobres por primera vez vio que había uno dirigido a Alina, pero cuando él le transfirió los pagos, el de Alina había desaparecido. Dio por sentado que Hugo le habría hecho algún pago directamente, pero después de eso su nombre nunca volvió a figurar en la lista, si bien él siguió pagando a las demás. Pensó que tal vez tenía a Alina como amante fija, o bien que él había decidido que estaba jugando a un juego demasiado peligroso.

Tom se alegraba de que Ajay hubiera hablado con Jessica. Creía que a él le habría costado mantener la calma, y si alguna vez tenía que volver a verla sentiría una gran tentación de estrangularla. Sin embargo, Ajay no había terminado.

—Jessica también ha dicho que esto explica lo que ella describió como «excitación reprimida» en Hugo, y que él le prometió seguir recompensando su lealtad mientras trabajara para él. Ella prefirió pensar que era un gesto de altruismo, o eso dice. —Ajay soltó una risita burlona y Tom comulgó enormemente con su opinión no verbalizada.

Las piezas encajaban, aunque ninguna los acercaba a descubrir quién había matado a Hugo Fletcher. Tenía que reconocer que el asesino probablemente había salvado al menos una vida, la de Mirela Tinescy.

La llamada terminó cuando aparcó frente al hospital y se dirigió a la habitación de Mirela. Dado el trauma que había sufrido, Tom no estaba seguro de hasta qué punto estaría ella en condiciones de hablar y decirle lo que necesitaba saber.

Le alegró comprobar que Mirela tenía una habitación individual, pero también advirtió lo pálida que estaba y lo demacradas que tenía las mejillas. Se imaginaba que ya era una chica delgada, pero saltaba a la vista que los días sin comida ni agua le habían pasado factura; la forma de su cuerpo apenas se notaba bajo las mantas. Su propio estómago rugía, pero tendría que aguantarse. Entró en la habitación y se sentó discretamente en la silla, esperando a que ella percibiera su presencia. Los ojos de la chica estaban cerrados, y no quería molestarla.

—Mirela —dijo en voz baja. Ella no abrió los ojos, pero volvió un poco la cabeza hacia él, así que supo que lo había oído—. Me llamo Tom Douglas. Soy policía y necesito hablar contigo. Siento mucho tener que hacer esto, pero si pudieras hablar conmigo te estaría muy agradecido.

Ella abrió los ojos. Tenían la expresión de un cervatillo deslumbrado por los faros de un coche. Debería haber ido con una agente. Un error estúpido.

—¿Quieres que le pida a una enfermera que esté con nosotros? ¿Te sentirías más cómoda?

Mirela se lo pensó un momento, y al fin sacudió la cabeza.

—No. Parece una buena persona —dijo, intentando sonreír.

—¿Crees que puedes contarme lo que te ocurrió, Mirela? ¿Cómo acabaste sola en casa de sir Hugo? —Tom no mencionó el hecho de que hubiera estado atada; intentaría introducirlo más tarde.

Mirela hablaba en voz baja y Tom no pudo entender todo, pero sí lo suficiente. Explicó que todas las chicas recibían visitas de seguimiento de la organización, para saber si se adaptaban y si tenían algún problema.

—Hace seis meses me visitó sir Hugo. Me sorprende mucho, pero me gusta. Me dice que soy especial y que quiere ayudarme. Buscará una vida mejor para mí, pero debo esperar.

—¿Te dijo lo que quería decir con «una vida mejor»? —preguntó Tom.

—No. Me da un móvil y dice que cada semana debo enviarle un sms cuando esté sola. Si puede, me llamará para hablar. Lo hacemos durante semanas, pero no se presenta ninguna oportunidad. No vida mejor. Tengo que mantenerlo en secreto y si se lo digo a alguien dice que tendré que dejar Allium. Así que no se lo digo a nadie. Entonces dice que podemos vernos. Pero no en privado. Nos vemos en museos.

Muy hábil, Hugo, pensó Tom. Nadie pensaría mal de sir Hugo hablando amablemente con una chica joven.

—¿Por qué te fuiste con él, Mirela?

—Nos vimos muchas veces, y me dice que es infeliz con su mujer. Que no está bien, dice. Lo compadezco. Empiezo a apreciarlo, porque es bueno conmigo. Incluso me da dinero para mandar a mi familia en Rumanía. Un día me dice que tiene una buena idea. Mientras esperamos a que llegue la oportunidad, podría ser su ama de llaves. Pero nadie debe saberlo porque no puede tener favoritas. Debo dejar una nota, me dice lo que tengo que escribir. Y nos vamos.

Tom agarró un vaso de agua de la mesita y lo sostuvo para que Mirela bebiera, como habría hecho con Lucy. Aquella chica era la hija de alguien, y si había mandado dinero a casa, su familia debía de estar loca de preocupación por no haber tenido noticias de ella desde hacía semanas.

Ella le sonrió agradecida y siguió hablando.

—Me venda los ojos. Dice que su casa es su secreto, y que nadie puede saber dónde está. No puedo salir de casa sin él. Siempre viene por la noche con su coche grande, pero me lleva a las tiendas en un coche más pequeño que tiene en la finca.

Tom lo sabía; lo había visto y se había preguntado para qué sería. Estaba claro que Hugo no deseaba ser reconocido cuando iba a la casa. Resultaba un poco raro que un coche tan pequeño tuviera los cristales tintados; ahora lo entendía.

—Tenía que ponerme la venda en los ojos hasta que llegábamos a la tienda, siempre una tienda diferente. No sé dónde estamos, pero creo que el mar está cerca por los pájaros. Es lo único que sé. Pero es bueno conmigo y solo limpio la casa para él. —La joven dejó de hablar y cerró los ojos. Tom comprendió que a Mirela le resultaría difícil expresar lo siguiente, de modo que le dio un poco de tiempo. Por fin habló de nuevo—: Empieza a tocarme un poco. No demasiado, pero ya sé lo que pasará. Entonces me besa. No me importa, mejor un hombre bueno que muchos que no lo son y algunos que huelen mal. Cuando me pide sexo decido que no pasa nada. Me gusta. Somos felices juntos. Esto era al principio, claro. Pero no me gusta el sexo que él quiere. Le gusta que lo aten. No es muy agradable, pero he soportado cosas peores.

Qué pena, pensó Tom. Qué triste que una chica tan joven clasifique el sexo por lo malo que ha sido.

—¿Siempre te encadenaba, Mirela? —preguntó Tom con todo el tacto que pudo.

—No, no, no me encadenaba. Eso fue al final. Hacía varias semanas que estaba allí y le dije que no era feliz. Que quería salir, aunque fuera al jardín. Pero siempre dice que no. Estoy en la casa siempre. No hay aire para respirar. Empiezo a gritarle, y digo que esto no es una gran oportunidad. No me gusta vivir allí. No dice nada. Solo me mira como si no fuera nadie. Luego digo que no me gusta el sexo. Creía que era normal. Pero no lo es. Le digo que no es una buena manera de tener sexo, y que detesto la peluca que me hace poner. Sus ojos se vuelven muy negros. Como un diavol. No sé esta palabra en inglés. —Tom no necesitaba traducción para saber lo que significaba—. Entonces me agarra por los pelos y me arrastra arriba. Me mete en una habitación que yo no había visto antes porque estaba cerrada. No hay nada. Solo un colchón y un gancho con una cadena. Y un cubo para… Ya sabe para qué. Me tira sobre el colchón e intento resistirme, pero él es demasiado fuerte.

El rostro de Mirela expresaba miedo, como si estuviera reviviendo cada momento. Tom volvió a ofrecerle el vaso de agua.

—Tranquila, Mirela. No tenemos ninguna prisa, no te preocupes.

—No… Quiero decirlo ahora. Después puedo olvidar. Puedo intentar. Me pone la cadena y sale de la habitación. Cuando vuelve trae unas galletas y un poco de agua. No más comida. Entonces dice una cosa horrible. Dice «¿Te acuerdas de tu amiga Alina?». Digo que sí, que claro. Dice: «Esta habitación está a su memoria». No son las palabras exactas, dijo una palabra que no entendí.

Pero Tom creía que sí.

—¿Crees que pudo decir «Esta habitación está dedicada a su memoria»?

—Creo que sí, pero no conozco esa palabra. Dice que era una puta muy estúpida. Pide más dinero porque sabe muchos secretos. Así que prepara la habitación para ella. Entonces dice que ahora seguiré el camino de las otras. Dice que a nadie le importan las prostitutas. Siempre se olvidan de nosotras. Sale de la habitación. Creo que se ríe. Pero no vuelvo a verlo. No viene más.

De repente Tom se dio cuenta de que Mirela probablemente no sabía que Hugo estaba muerto. No estaba seguro de si era conveniente decírselo, pero en vista de su miedo pensó que hacerlo era la decisión correcta.

—Mirela, sir Hugo te trató muy mal. No hay excusa para su comportamiento, y me alegro de que te encontráramos. Pero si no volvió, Mirela, fue porque está muerto. Alguien lo asesinó.

Ella volvió la cabeza y por primera vez sonrió de verdad.

—Bien —dijo.