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El inspector jefe Tom Douglas miró por la ventana de su apartamento mientras recogía lo que necesitaba, moviéndose con rapidez por la habitación. Normalmente la vista de Greenwich al otro lado del ancho y fangoso río le proporcionaba un gran placer, pero en aquel momento necesitaba concentrarse y no perder el tiempo contemplando el panorama.
Había sido una estupidez tomar un par de copas de vino durante el almuerzo, pero ¿cómo iba a saber que su primer gran caso con la Policía Metropolitana se presentaría precisamente en uno de sus días libres? La ley de Murphy, sin duda. Su rendimiento en los próximos días debía resultar impecable, y necesitaba ganarse el respeto y la confianza de su nuevo equipo. Sin duda, habría preferido no empezar pidiendo que le mandaran un coche a recogerlo porque había bebido durante el almuerzo.
Echó un vistazo para asegurarse de que no olvidaba nada, aunque tenía tan asimilado su mantra de «móvil, llaves, cartera, bloc, placa» que no le parecía probable. De todos modos, comprobó varias veces que llevaba todo consigo. Cerró con un portazo, bajó corriendo los seis tramos de escaleras y llegó al gran portal del edificio en el mismo momento en que un coche azul oscuro doblaba la esquina y se detenía de golpe. Tom abrió la puerta y cuando subió reconoció a Becky Robinson, su nueva sargento, al volante. El vehículo se puso en movimiento antes de que tuviera tiempo de abrocharse el cinturón.
—Lo siento, Becky. Lamento haberte hecho venir hasta aquí —dijo Tom.
—No se preocupe. Vive en un sitio muy elegante, si me permite decirlo.
Tom se volvió ligeramente en el asiento para mirar a Becky. No estaba seguro de si aquello era un mero comentario o una forma de obtener información, pero los cabellos oscuros y brillantes de la chica le caían hacia delante tapándole la cara, y no supo interpretarlo. No le apetecía nada explicar por qué un policía, y por añadidura un policía divorciado, podía permitirse vivir en un piso caro del centro de los Docklands. Aquel no era el momento ni el lugar.
Por suerte, Becky estaba concentrada conduciendo de forma resuelta, alternando acelerones rápidos con frenazos bruscos. Le esperaba un trayecto accidentado y prefería no distraerla.
—¿Crees que puedes conducir y hablar al mismo tiempo, Becky?
—Por supuesto. El tráfico es un poco denso, pero puedo sortearlo sin problemas.
Tom no lo dudaba, pero le alivió ver que no necesitaba mirarlo para hablar con él.
—Bien, ¿qué sabemos? Cuando me han llamado por teléfono solo me han hablado de una «muerte sospechosa» y de que me la habían asignado. Sé que el incidente ha tenido lugar en el centro de Londres, de modo que imagino que es allí adonde nos dirigimos.
—Sí. Al corazón de Knightsbridge. La víctima es nada más y nada menos que Hugo Fletcher. Está muerto. Obviamente. Los primeros agentes en llegar han dicho que parecía que podía ser un asesinato, pero no podían asegurarlo. Es todo lo que sé por el momento.
Becky dio un volantazo brusco a la izquierda para esquivar un taxi negro y apretó la mano con fuerza sobre el claxon. El conductor le enseñó el dedo corazón, y Tom no pudo evitar sentir cierta simpatía hacia él, a pesar de los comentarios en voz baja de Becky sobre los taxistas.
Para no poner en peligro su integridad física, se guardó sus pensamientos un rato. Hugo Fletcher, ni más ni menos. Menuda forma de empezar su carrera en la Policía Metropolitana. Como todo el mundo, sabía algo de la vida pública de la víctima. Los medios nunca se cansaban de hablar de él, y la gente de la calle lo consideraba una especie de semidiós. Pero, en realidad, Tom sabía poco acerca de su vida privada. Recordaba que tenía una esposa a la que hacía unos años había presentado con orgullo —y, en opinión de Tom, patéticamente— como su «alma gemela». Pero después se difundieron habladurías sobre ella que no podía recordar, y ahora ya no interesaba para nada a los medios.
Sería una pesadez. Aquel caso alcanzaría mucha repercusión, y tendrían que aguantar un sinfín de preguntas absurdas de la prensa. La gente le preguntaba a menudo cómo se las arreglaba para comunicar a los familiares la peor noticia posible, pero al menos podía darles su pésame, y no metía un micrófono debajo de la nariz de un pariente afligido para preguntarle cómo se encontraba.
El tráfico había empeorado y Becky no tenía más remedio que avanzar a paso de tortuga, de modo que a Tom le pareció seguro hacerle un par de preguntas.
—¿Quién lo encontró?
—La mujer de la limpieza. Nos espera en la casa para hablar con nosotros, pero tengo entendido que resulta bastante incoherente. El comisario Sinclair está en Bath, en una de sus bodas fastuosas, y han mandado un coche para recogerlo y llevarlo directamente al escenario. Me ha pedido que sea el enlace con la familia en este caso, dada la repercusión. Lo hice mil veces antes de que me ascendieran, así que no hay ningún problema.
—¿Hemos localizado al familiar más cercano? —preguntó Tom.
—Parece que no. Lo encontraron en su casa de Knightsbridge, donde vive normalmente entre semana, aunque la familia tiene una casa en Oxfordshire. Han enviado allí a la Policía Local, pero parece que no había nadie. Tiene una hija de su matrimonio anterior, pero que sepamos no tiene más. Mandaremos a uno de los policías locales a casa de la exesposa en cuanto sepamos dónde está su mujer actual. No estaría bien que se enterara antes la ex, ¿no?
Becky detectó un hueco en medio del tráfico y pisó a fondo, esquivando coches y cambiando de carril antes de volver a frenar de golpe. Aunque apenas había unos doce kilómetros entre el piso de Tom y la casa de Hugo Fletcher en Egerton Crescent, a primera hora de la tarde el tráfico de Londres era una pesadilla.
—Si le parece bien, señor, voy a hacer sonar la sirena. Necesitamos avanzar. —Becky se recogió los cabellos detrás de las orejas y pulsó un botón en el salpicadero. Inmediatamente empezó a brillar una luz parpadeante en el coche, que parecía un turismo normal, y el estruendo de una sirena les permitió abrirse camino entre la multitud de compradores de última hora de aquel sábado.
Por su seguridad y su cordura, Tom decidió que el silencio era la mejor opción, aunque quedó bastante impresionado. Si bien la conducción de Becky parecía errática, no perdía una sola oportunidad de meterse en el hueco más insignificante que se abría entre dos coches, o de cambiar al carril contiguo cuando advertía la más estrecha de las aberturas. Su rostro era la viva imagen de la concentración y la determinación.
A pesar de todos sus esfuerzos, tardó todavía más de quince minutos en llegar al escenario, que ya estaba acordonado. Tom observó la elegante media luna de casas pintadas de blanco, adornadas en el exterior con setos de boj bien recortados y matas de laurel. Estaba claro que el dinero no era un problema en aquella familia, pero ni siquiera eso había impedido la muerte prematura de un hombre tan famoso y respetado.
Le impresionó menos la multitud congregada en la calle, con las cámaras a punto.
—Mierda, Becky, si no se le ha notificado a la esposa deberíamos ser discretos. Habla tú con ellos, por favor. No me suelo lucir cuando trato con periodistas.
Fue directamente hacia el portal antes de que alguien le lanzara alguna pregunta.
—Último piso, señor —le informó el joven agente apostado en la puerta mientras se ponía el mono. Subió la escalera, echando un vistazo al suntuoso entorno. En los últimos meses se había acostumbrado al lujo, pero los siglos de riqueza que desprendía aquella casa no le eran tan familiares.
Se detuvo en la puerta del dormitorio. El equipo de inspección de la escena del crimen estaba terminando y recogiendo para marcharse. El forense estaba junto a la cama, ocupado con sus trucos habituales. Tom miró a su alrededor. Era una habitación luminosa y ventilada, pero curiosamente solo la moqueta parecía tener alguna relación con el siglo XXI. Para el gusto de Tom, la gran cama con dosel encajaba más en una casa de campo, y los pesados muebles de madera oscura hacían la habitación más opresiva de lo que era. Aunque Tom tenía que reconocer que el cadáver en la cama no contribuía precisamente a aligerar el ambiente.
Se fijó en las dos copas de champán, ahora volcadas, y vio que les habían sacado las huellas. Y todavía quedaba condensación en la parte exterior de la cubitera, de lo que se deducía que no hacía mucho que el hielo se había derretido.
El escenario tenía algo de trágico. Una ocasión que a las claras había empezado como una celebración o un encuentro romántico había acabado con un cadáver y un sinfín de hombres con monos blancos. Tom se imaginó la escena: copas levantadas para brindar; una sonrisa disimulada llena de promesas; un beso, quizá. ¿Qué había salido mal?
Un joven técnico del equipo de inspección de la escena del crimen, con la piel pálida y la cara llena de granos, levantó la cabeza y se subió las gafas por la nariz mientras guardaba su material.
—No hemos encontrado mucho, señor. Tenemos algunas huellas, pero nada con que compararlas aparte de las de la víctima, de modo que puede que sean legítimas. Lo único importante que hemos hallado es un cabello muy largo. Lo hemos descubierto en el baño. Un pelo rojizo; no sé si significa algo. Lo analizaremos y le diremos algo; con suerte, puede que tenga un poco de raíz. Y también está el cuchillo.
Tom se volvió y miró hacia la cama con el ceño fruncido.
—Basándome en la ausencia evidente de sangre, debo concluir que no ha sido apuñalado.
—No, no lo fue. Lo que hace más raro lo del cuchillo. Estaba en la mesilla, al lado de él. Sin rastro de sangre ni de huellas. Forma parte de un juego de cocina, y creo que es un cuchillo para deshuesar porque está muy afilado; de hecho, parece que lo han afilado recientemente.
—¿Alguna idea de para qué se ha utilizado?
—Ninguna, lo siento. Pero nos lo llevaremos y lo examinaremos para ver si aparece algo.
Tom saludó con la cabeza al otro técnico, que estaba apoyado despreocupadamente en la pared; era evidente que había terminado su trabajo.
—Gracias a todos. Imagino que han tomado las huellas a la mujer de la limpieza —dijo Tom.
—Sí, por supuesto —respondió—. Pero está un poco trastornada. Le dejamos a usted que le pregunte quién suele entrar en esta habitación de forma habitual, para que podamos descartar las huellas. —Cerró la bolsa de utensilios con un gesto decidido—. Ya está. Hemos terminado. Solo falta embolsar los pañuelos cuando nos dé permiso; entonces nos marcharemos.
Tom se volvió hacia la cama, donde un hombretón con un atuendo idéntico al suyo estaba inclinado sobre el cadáver, mirando a través de unas gafas de media luna. Los brazos y las piernas del difunto estaban atados a los cuatro postes de la cama con pañuelos de color rojo oscuro, y tenía la boca amordazada. El cuerpo estaba desnudo, y en forma para un hombre de la edad de Hugo Fletcher. Tom permaneció unos instantes observando el cadáver. Primero champán y después alguna forma de fetichismo. Pero tampoco parecía una escena típica de bondage. No había señales físicas de disciplina o sadismo.
Como no conocía de antes al forense, se acercó para presentarse. Le solían caer bien los patólogos: nunca había conocido ninguno que no fuera un tanto extravagante.
—Buenas tardes. Soy el inspector jefe Tom Douglas. Gracias por mantener el escenario intacto hasta mi llegada; creo que ya podemos soltarle las manos y los pies.
—Rufus Dexter. Perdone que no le estreche la mano —dijo, saludando en dirección a Tom con una mano enguantada que había estado Dios sabe dónde. Se inclinó para empezar a desatar el cadáver mientras el técnico hacía lo mismo por el otro lado de la cama.
—Un caso raro, Tom. Está atado, ¿y por lo tanto es un crimen? Probablemente. ¿Motivación sexual? Los pañuelos parecen indicarlo. ¿Muerto durante el acto? No lo creo. Pero es posible. No hay pruebas de que lo estuviera realizando. El pene está limpio y diría que no ha estado dentro de una mujer desde su última ducha. Aunque tengo que comprobarlo. Podría haber sido oral, supongo. No lo sé.
Tom interrumpió aquel flujo de información.
—¿No es mucho suponer que se trate de una mujer?
—Bueno… Supongo que sí. Siempre me pareció muy hetero cuando lo veía en la televisión. Nunca oí ningún rumor de que tuviera el más remoto interés por los hombres. Aunque claro…, todo es posible, supongo. No hay indicios de que haya habido nadie aquí, ni mujer ni hombre. La cama está intacta. He mirado todo el cuerpo y no he encontrado cabellos, ni púbicos ni de los otros, que no fueran suyos. Está limpio como una patena.
Qué raro, pensó Tom. Todas las pruebas indican que había una expectativa de sexo, pero no parece que ocurriera nada.
—¿Alguna idea de la causa de la muerte?
—No hay señales evidentes de que le hayan hecho nada. Es posible que lo ataran y lo dejaran solo y que el pánico que le produjo le causara un ataque al corazón, o que lo envenenaran de alguna manera. Analizaremos el champán, por supuesto. No tendré ninguna respuesta hasta que lo abramos y tengamos el resultado de tóxicos. Lo siento.
Tom le pidió que le dieran la vuelta al cadáver, para comprobar si tenía marcas que indicaran alguna forma de preferencia sexual que estuviera vinculada con el fetichismo. La espalda estaba limpia, pero en ambas muñecas y en los tobillos tenía laceraciones provocadas por los pañuelos que indicaban forcejeo.
—No puedo asegurar que signifique algo —dijo el joven técnico de los granos—. Se supone que se retuercen de placer cuando juegan a esto. Es la manera de mostrar que están disfrutando. No tiene por qué significar que forcejeara. Y tampoco tienen siempre relaciones sexuales, al menos de la forma habitual. Podría ser que ella se limitara a masturbarlo.
Tom miró al técnico joven con interés, pero resistió la tentación de preguntar cómo era que sabía tanto sobre fetichismo. Por fascinantes que fueran aquellas especulaciones, primero tenía que aclarar algunos datos. Se dirigió a Rufus Dexter.
—¿Alguna idea de la hora de la muerte?
—La mujer de la limpieza no es muy lista —respondió—. Tardó más de una hora en avisarnos. Dice que estaba demasiado asustada. Hacía un cuarto de hora que había llegado cuando encontró el cadáver. ¿Cuánto tiempo llevaba muerto cuando llegamos nosotros? Como mucho tres horas, pero es más probable que fueran dos y media.
Cuando el forense hizo una pausa para respirar, Tom intervino.
—Tengo entendido que, después del aviso, se llegó al escenario del crimen poco antes de las dos, y que ustedes se presentaron hacia las dos y media. De modo que la hora de la muerte fue entre las once y media y las doce, ¿no es así?
Rufus asintió.
—De acuerdo, Rufus, cuando quieran pueden trasladar el cadáver. ¿Cuándo le harán la autopsia?
—¿Mañana por la mañana le parece bien? Prefiero hacerlo cuanto antes. La prensa hará preguntas. Teniendo en cuenta de quién se trataba, incluso el primer ministro, ¡eso seguro! ¿Quedamos a las ocho?
Tom pestañeó, recordando la llamada de teléfono que tendría que hacer inevitablemente.
—Digamos que… con todo el trabajo que voy a tener hoy, no veo necesario que usted también tenga que sacrificar su sábado, o sea que no creo que hacerlo el domingo cambie nada. Además, tenemos una hora más; los relojes se atrasan una hora esta noche. Se lo diré al comisario Sinclair por si quiere pasarse. Parece que ya ha llegado.
La voz calmada pero autoritaria del comisario James Sinclair se oyó primero por el hueco de la escalera y luego por la puerta abierta. Tom sabía que, aunque nadie se atreviera a cuestionarlas, daba las órdenes de tal modo que parecían meras sugerencias. La extraña cara asimétrica le había valido el apodo de Isaías —que Tom reconocía avergonzado no haber entendido hasta que se lo habían explicado—, pero siempre se utilizaba con afecto. Sentía un respeto infinito por ese hombre, y aunque no hacía mucho que lo conocía, Tom se alegró sinceramente cuando le ofrecieron el puesto de ayudante en su equipo de investigación de homicidios. Tenía otras razones para querer mudarse a Londres, pero trabajar para James Sinclair fue un factor que valoró especialmente.
Habían llamado a los camilleros para que trasladaran el cadáver, y Tom aprovechó la oportunidad para echar otro vistazo. De repente advirtió lo que le había parecido raro en la habitación. No había ningún toque femenino. Nunca había visto un dormitorio de mujer que no tuviera al menos un par de frascos de perfume y algún utensilio de maquillaje o crema facial. Sin embargo, allí no había rastro de ello. Abrió la puerta del armario y miró dentro. Solo trajes elegantes. Fue hacia la cómoda, y en los cajones encontró más de lo mismo. Camisas recién planchadas y perfectamente dobladas, así como calzoncillos, camisetas y calcetines.
Dejó a los hombres trabajando y salió al pasillo para dirigirse al otro dormitorio. Al igual que el primero, carecía de personalidad, y tenía un mobiliario parecido. Los cajones de la cómoda estaban completamente vacíos, y solo en el armario había alguna prueba de que había una mujer en la familia: bolsas de ropa que contenían trajes de noche, pero ninguna prenda de calle. Estaba claro que solo Hugo Fletcher utilizaba el apartamento con regularidad, y únicamente durante la semana laboral. Ni siquiera de alguien tan aparentemente importante como ese hombre era de suponer que se pusiera un traje con corbata o un esmoquin para descansar durante el fin de semana. Y, por lo que parecía, la esposa solo iba allí en ocasiones especiales.
Sumido en sus pensamientos bajó a ver al comisario, que estaba hablando con Becky Robinson.
—Becky, uno de los agentes ha intentado calmar a la mujer de la limpieza, pero por lo visto no hay forma de sacarle nada y solo dice que ha pasado mucha vergüenza al encontrar a la víctima «como Dios lo trajo al mundo», según dice ella. ¿Quieres intentarlo tú, por favor? Sabes mejor que nadie lo importante que es este caso…, y el tiempo es crucial.
—De acuerdo, señor, lo intentaré. —Becky se dirigió a la escalera del sótano como si ya se hubiera aprendido la distribución de la casa.
Tom echó un rápido vistazo a su alrededor. No se había fijado al entrar, pero ahora se daba cuenta de que la planta baja estaba distribuida en unos despachos muy bien decorados que parecían más estudios que lugares de trabajo, y que los dos pisos superiores parecían destinados a la vivienda.
Ahora que estaban solos, se volvió para hablar con su jefe y le informó de su conversación con el forense. Observó a James Sinclair mientras éste asimilaba los datos en silencio.
—¿Qué opinas del cuchillo, Tom? ¿Crees que murió de un infarto y que el cuchillo estaba allí para cortar sus ataduras si hubiera llegado hasta el final, por decirlo así?
—Es posible, pero no lo sabremos hasta después de la autopsia. Los nudos estaban apretados, pero no tanto como para necesitar un cuchillo. Haré que investiguen los pañuelos, por si se trata de alguien tan tonto como para haber comprado los cinco en una tienda con una tarjeta de crédito, pero algo me dice que no será así. Está claro que conocía a la persona que estaba con él; no hay indicios de que hayan forzado la entrada, y el champán indica que se trataba de un encuentro planeado. Tenemos que comprobar si se han llevado algo, pero a primera vista no parece que hayan saqueado la casa, y hay muchos objetos valiosos.
—No es necesario que te diga que tendremos los ojos del mundo puestos en nosotros en este caso. Pero no hay nada como un caso de gran repercusión para labrarse una reputación, ¿eh, Tom?
Tom dirigió la mirada al pasillo y vio una serie de cuadros en los que no había reparado. Básicamente eran fotografías enmarcadas de la víctima posando junto a varios políticos importantes y algunos filántropos famosos. Resultaba extraño relacionar a aquel hombre sonriente vestido con un esmoquin impecable con el cuerpo atado y amordazado que había visto minutos antes en la cama.
James Sinclair siguió la mirada de Tom.
—A Hugo podían quererlo el público general y los medios, pero en su época levantó muchas ampollas, ¿sabes? Sinceramente, me sorprende que nadie le hubiera dado una lección antes. Creo que tenía guardaespaldas. ¿Dónde demonios estaban?
Tom dirigió la mirada a la puerta principal.
—Esto está bien protegido. Supongo que pensaba que aquí estaba a salvo, y quizá no quería que los guardaespaldas supieran lo que se traía entre manos. Los localizaremos y veremos qué nos dicen. De momento iré a ver cómo se las arregla Becky. Con esos buitres fuera, no sé cuánto tiempo podremos mantener la noticia alejada de los medios.
Tom bajó al sótano, donde Becky estaba sentada en un sofá bajo en una salita muy agradable destinada al descanso del personal, aferrando la mano de una mujer que con toda seguridad era la señora de la limpieza. Aunque no tuviera motivos para dudar de su angustia, Tom se dio cuenta de que disfrutaba de la atención. Un agente le estaba preparando una taza de té en la cocina contigua, y en la mesita había lo que parecía una copa de coñac.
Todavía llevaba puestos el abrigo y un gorro marrón de punto con una forma que Tom no había visto nunca. Le echó unos sesenta años. Becky le hablaba en un tono apaciguador. Tom decidió quedarse en segundo plano y dejarla trabajar.
—Beryl, nos ha ayudado mucho. Sé que esto ha debido de ser un golpe terrible para usted. Pero necesitamos localizar enseguida a lady Fletcher. ¿Se le ocurre alguna idea?
A Tom le sorprendió oír el título. Había olvidado que Hugo Fletcher había sido nombrado caballero por sus obras benéficas. Nunca había estado muy al día de la lista de honor.
—Pobre Alexa. Quería muchísimo a su padre, ¿sabe usted?
—Beryl, no quiero atosigarla, pero no podemos notificárselo a Alexa sin habérselo dicho antes a lady Fletcher.
El hermoso rostro de Becky empezaba a teñirse de un tono rosa que Tom atribuyó a la frustración.
—Puede preguntarle a Rosie. Ella sabrá dónde está.
—¿Quién es Rosie? ¿Y dónde puedo encontrarla? —preguntó Becky, que empezaba a desesperarse.
—Rosie Dixon es una de las secretarias de sir Hugo; se encarga de las agendas y de las visitas. Su número está en la agenda roja del despacho. Llámela primero al móvil, porque conozco a Rosie y estará de compras en Harvey Nichols. Se pasa casi todo el día allí, que yo sepa. Nunca he entendido por qué le tolera él ese comportamiento.
Al percatarse del uso inadecuado del tiempo presente, el rostro de Beryl palideció. Pero no había tiempo para consolarla; Tom volvió a subir la escalera y se dirigió rápidamente a la oficina principal. Becky lo siguió, dejando al agente a cargo de Beryl.
—El número de Rosie Dixon… Lo tengo —dijo él al cabo de un par de minutos—. ¿Puedes llamar tú, Becky, y decirle que venga enseguida? Y pregúntale dónde podemos localizar a Laura Fletcher urgentemente.
Tom volvió a la parte delantera de la casa, donde el comisario hablaba con el policía que había llegado primero al escenario. A los pocos minutos salió un grito de la oficina.
—¡Hecho, señor! —dijo Becky desde la puerta blandiendo un papel—. Rosie viene hacia aquí, así que necesitamos a alguien para que hable con ella. También he descubierto dónde está lady Fletcher. Rosie dice que esta tarde regresa de su casa en Italia, y que llegará al aeropuerto de Stansted en cualquier momento. Tenemos que interceptarla.
Tom se detuvo un momento para poner al día al comisario, y luego siguió a Becky hasta la calle.
—Bien, podemos organizarnos en el coche. Tenemos que encontrarla antes de que salte la noticia.