CAPÍTULO 9
Calle de Colón (Valencia)
18 de diciembre de 2015
Las ventanas de la lujosa habitación daban a la calle de Colón, una avenida de varios carriles que funcionaba como uno de los engranajes principales de la capital valenciana. Don había reservado su estancia en un hotel céntrico cercano a la plaza de toros de la ciudad. El paseo en coche le había animado a dar un vistazo por sus calles, pletóricas y repletas de viandantes en busca del regalo perfecto. No importaba a donde se fuera, Europa entera sufría del mismo modo durante las fechas más señaladas del año.
Valencia era una capital atípica, grande y tranquila, y con un ritmo diferente al que se podía sentir por las calles de Madrid. Su cultura, cargada de historia y reflejada en las construcciones heredadas por el periodo de la reconquista. Para él, dejarse sorprender por la propia arquitecta era como un soplo de aire fresco, un balón de oxígeno. Al llegar a la habitación, buscó en el mapa de su teléfono y comprobó que no muy lejos de allí, se encontraba la casa de subastas a la que acudiría al día siguiente. Se trataba de una celebración privada, alejada de los medios de comunicación y del folclore típico que solía acudir a los eventos más burdos para hacer público su altruismo. Por su parte, las casas de subastas más serias se encargaban de que la prensa y los curiosos no tuvieran acceso a las instalaciones. A diferencia de lo que podía aparecer en las películas americanas, el proceso era bastante simple y abierto a cualquiera que deseara participar. El anonimato, algo obligatorio.
Entró en el baño y sacó una pequeña bolsita de polvo blanco de su americana. Preparó una línea recta sobre la cerámica y esnifó con fuerza. La coca no tardó en hacer efecto. Después sintió un poso de amargura en su garganta y escupió en el lavabo. Los narcóticos le ayudaban a mantenerse despierto en un mundo interior tenebroso que buscaba hacerse con su control.
Dado que la presencia de aquel hombre le había cortado el apetito, decidió almorzar fuera del hotel para camuflarse entre la muchedumbre local. Abandonó el hotel, caminó hasta la calle de Xàtiva y se iluminó con el esplendor de la bonita Estaciò del Nord. Como un transeúnte más, reflexionaba sobre sus emociones. Durante las últimas semanas, había sufrido duras jornadas de trabajo, días de mucha intensidad, de decisiones importantes. El estrés acumulado, la escasez de sueño y los nervios a flor de piel para que los proyectos llegaran a puerto, florecían como amapolas en cuanto el cuerpo se relajaba. La mayoría de dolencias que sufrían las personas, no eran más que manifestaciones inteligentes de su sistema, advirtiendo de una trágica consecuencia. Y pese a todo, a Don, en lo más profundo de su ser, sin que él lo reconociera, algo se agitaba cuando llegaba la Navidad. Puede que fuera la soledad, el desafortunado pasado que arrastraba o el dolor que su padre había inculcado en él hacía años. El año en el que todo cambió para ellos. De nada servía volver atrás. Lo había intentado todo. Una lucha interior constante que terminaba por agotarle. Así que se repitió que, sin importar lo que fuera, tenía que domesticar las ansias que le poseían.
Dio un largo paseo hasta encontrar un lugar que le llamara la atención. Decidió entrar en una taberna típica española con productos frescos del mar y decoración autóctona. En la barra, había una vitrina de cristal con marisco fresco y los camareros iban vestidos de uniforme. En lo alto, una televisión donde daban las noticias de la mañana. El local estaba ocupado por algunos negociantes que almorzaban de manera informal. Don tomó un lugar de la barra y dio un vistazo a la carta, pues solo deseaba dar un bocado antes de la comida. Los narcóticos le ayudaban a concentrarse pero también le abrían el estómago más de la cuenta. Acostumbrado al servicio de lujo, apoyarse en una barra le transportaba a sus años más jóvenes, aunque fuese por unos minutos. Pidió una botella de agua con gas, un pincho de tortilla de patata y un plato de bonito ahumado. Aunque lo podía comer en Madrid, allí, junto a la costa, sabía mejor.
Mientras disfrutaba del sosiego matinal y del almuerzo que tenía delante, por la televisión apareció un rostro conocido que despertó su atención. No lo podía creer. Sorprendido, llamó al camarero.
—¿Puede subir el volumen? —Preguntó señalando a la pantalla.
El hombre se fijó en el aparato y accedió algo confundido.
—¿Así va bien?
—Gracias —dijo el arquitecto y miró a los ojos de Omar Seimandi, que sonreía en un vídeo de archivo. La presentadora introducía así al libio como uno de los filántropos más conocidos en el mundo inmobiliario. Todas eran buenas palabras. Adjetivos y calificaciones que Don nunca había tenido. Con razones suficientes, se sintió avergonzado e insultado a la vez. ¿Qué tenía ese hombre que no tuviera él?, se preguntó. La televisión continuaba hablando:
«El empresario libanés pasará por Valencia para participar en una subasta benéfica, antes de regresar a Beirut con su familia».
Inevitablemente, lo había llevado al terreno personal. Él también ayudaba a la caridad y no necesitaba manifestarlo públicamente. Pero no tenía eso a lo que llamaban familia. No, al menos, como algo de lo que estar orgulloso. Nadie elige de dónde procede. De nuevo, sintió el cosquilleo en sus brazos que, poco a poco, iba apoderándose del resto del cuerpo. El camarero observaba la noticia atónito por la suma de dinero que leía la presentadora.
—Madre mía, hay que ser generoso… —dijo en tono jocoso—. Eso es lo que pasa cuando tienes mucho dinero, que ya no sabes qué hacer con él, ¿eh?
Don apretó los puños por debajo de la barra.
—Desconfío de los samaritanos —respondió Don. Sus palabras desprendían asco en cada sílaba. El camarero se quedó en silencio por un segundo y continuó mirando a la pantalla—. ¿Me dice qué le debo?
Al abandonar el local, sacó el teléfono de su bolsillo y marcó el número de su chófer.
—Buenos días, señor —dijo Mariano al otro lado con voz servicial—. ¿En qué puedo ayudarle?
—Mariano… —dijo nervioso—. Necesito que me hagas un informe rápido sobre una persona. Es algo particular, sé discreto y usa la tarjeta para lo que necesites… Tú tenías contactos que podían ayudar, ¿verdad?
—Así es, señor —respondió impasible—. Le escucho…