CAPÍTULO 26
Estudio RD Arquitectos, barrio de Palomas (Madrid)
21 de diciembre de 2015
Las puertas del ascensor se abrieron. Frente a él, una oficina vacía, blanca e impoluta. Para algunos, el silencio podía ser aterrador. Para el arquitecto, formaba parte de la banda sonora de sus días. Miró el reloj. Eran casi las ocho. Durante esos días, los empleados sentían la fatiga de las últimas jornadas, debido a la oficina y las actividades propias de la Navidad. No era de extrañar verlos deambulando por los centros comerciales, a última hora, buscando ese par de pendientes para la mujer, o esa corbata para el marido. Regalos, materialismo, consumo; pequeñas cápsulas de felicidad esporádica, pasajera. Una magia venenosa que reunía las expectativas de todo un año en un instante de alegría o decepción. Para él, la Nochebuena, además del nacimiento de Cristo, suponía el nacimiento de algo que marcó su vida para siempre. Desde entonces, se había pasado los años buscando la excusa perfecta para huir de aquello.
Caminó tranquilo, sereno, hasta su despacho. Los equipos permanecían apagados, como si llevaran años sin usarse. Esa fue su sensación, pero era cuestión de minutos que la normalidad aterrizara en aquel sitio. De pronto, oyó un ruido, un ligero taconeo procedente de la cocina. Se puso en guardia y levantó los puños, todavía se mantenía en alerta pero, tan pronto como una ligera brisa de perfume llegó a sus sentidos, bajó los brazos y relajó los músculos. Era ella, Marlena, jamás olvidaría aquella fragancia. Sigiloso, se aproximó hasta la puerta corrediza de la cocina que tenían los empleados, apartada de la oficina principal. Marlena preparaba café en una máquina instantánea y leía en la pantalla de su teléfono. Don la observó durante unos segundos, deleitándose de su belleza natural, el cabello oscuro y las curvas de su cuerpo. Llevaba una blusa blanca, una falda de color negro que se ajustaba a la cintura y unas medias azul marino. Era una mujer hermosa, no demasiado alta, delgada y con unas largas y finas piernas por las que no le hubiese importado perderse en ese momento. Sin embargo, más que atracción sexual, sentía un fuerte magnetismo hacia su persona. Por un momento, Don estaba convencido de que esa mujer era el remedio a todos sus males.
Cuando ella vislumbró la presencia de su jefe, saltó hacia atrás asustada.
—¡Oh! ¡Dios mío! —Dijo pasmada poniéndose las manos sobre el pecho. El teléfono cayó sobre la mesa, Don lo recogió y se lo entregó a la ingeniera. En la pantalla, Marlena había leído la noticia de la muerte de Seimandi—. Gracias… No sabía que estaba ahí, jefe.
—Puedes hablarme de tú, Marlena —respondió con calidez—. ¿Qué haces tan pronto en la oficina?
—Acabo de llegar… —dijo ella—. Me preguntaba si podría salir un poco antes estos días… Son fechas complicadas y todavía…
—Puedes —interrumpió el arquitecto con una ligera mueca.
—Oh, gracias —contestó con una amable sonrisa. De pronto, se formó un silencio tenso propio del magnetismo mutuo. Don no era precisamente el jefe que se abría a sus empleados. Considerado como un líder de actitud férrea en la oficina, se volvía bastante reservado cuando se trataba del ámbito privado.
—¿Pasarás las vacaciones con tu familia? —Preguntó él, haciendo referencia a sus parientes para saber si seguía con aquel chico. La ingeniera frunció el ceño y tensó los labios. Algo no andaba bien en torno a su corazón—. No tienes por qué responder, si no quieres.
—Sí, sí —contestó asintiendo—. Las pasaré aquí, en casa, supongo. ¿Y tú?
Le hubiese gustado invitarle a pasarlas juntos, pero la propia idea resultaba un disparate.
—Sí, igual. Como siempre —contestó con sequedad y misterio. Ella no insistió y tomó el café que ya había salido de la máquina. El clímax de la conversación llegó a su fin y Don se volvió torpe y tosco en sus movimientos. Como un adolescente, todavía mantenía problemas para expresar sus sentimientos en público—. Será mejor que me ponga a trabajar. Los lunes siempre son duros.
Cuando se disponía a abandonar la habitación, escuchó la voz de Marlena.
—¿Qué tal el fin de semana? —Preguntó con interés, como si se tratara de un inofensivo acercamiento.
Pero la pregunta resonó en su cabeza y cientos de imágenes del tren revolotearon en ella. Empezó a respirar profundamente. Se preguntó si sabría algo, pero esa fue otra de sus estúpidas cavilaciones.
—Corto, para variar.