CAPÍTULO 22

A falta de diez minutos para llegar a la estación de trenes Madrid-Atocha, Don se levantó decidido y caminó en dirección a la puerta corrediza. Así lo hizo cuatro veces, hasta toparse con la entrada del vagón de clase preferente. Respiró hondo, empuñó las tijeras y las guardó en el interior del bolsillo de su pantalón de traje. En su cabeza tenía trazado los pasos a seguir, pero desconocía quién habría en el interior del vagón. Sin pensarlo dos veces, pulsó el botón y la puerta opaca se corrió automáticamente. Allí, junto a los dos hombres que le habían acompañado, Seimandi reía con una taza de café entre los dedos. Iba peinado hacia atrás, como el día anterior, con el cabello fijado por el gel y vestido de traje entallado. Esa sonrisa blanca, hipócrita, que poco se correspondía con la mirada del mal que había en él. Como el puerco y el noble, ambos eran capaces de reconocerse a sí mismos. Eran iguales, cortados por el mismo patrón, pero con caminos opuestos. Don también puedo haberse convertido en un monstruo, pero prefirió no hacerlo. O eso creía él.

Al cruzar el pasillo, los ojos del libio se entrecerraron. Sus hombres no le habían informado bien.

—Vaya, qué coincidencia… —dijo Seimandi antes de que Don articulara palabra. Después susurró una orden a sus hombres en árabe y se puso en pie acercándose al arquitecto hasta la puerta del pasillo. El libio quería evitar una confrontación en público—. ¿Usted otra vez? Pensé que le había quedado claro mi respuesta.

—Intentar matarme no es suficiente —dijo Don—. Los errores se pagan caro, ¿sabe?

El libio entornó los ojos.

—¿Qué cojones quieres? —Preguntó en español frunciendo el ceño y dejando a un lado las formalidades. Parecía confundido—. No me vengas con tus chantajes…

—Cierra el pico —dijo Don y metió la mano en su bolsillo. El libio era un poco más alto que él y eso dejaba su garganta a la vista. El tren se aproximaba a su parada. Pronto, se abrirían las puertas. Todo el mundo abandonaría y él podría huir sin que nadie le viera hasta llegar al exterior—. Quiero el cuadro.

—¿Todo esto por una estúpida obra de arte? Eres un enfermo.

Sus palabras resonaron en el arquitecto. No lo aguantaba más.

—No sé cómo puedes conciliar el sueño cada noche —dijo Don—, después de todo lo que has hecho a tanta gente inocente. Deberías arder en el infierno…

—Donoso, el mundo no es un lugar ecuánime… Parece mentira que no te hayas dado cuenta de ello tú mismo —respondió el libio confiado y dando un vistazo al arquitecto—. ¿Acaso crees que no me he informado de quién eres? No veo más que odio y recelo en ti, porque eres incapaz de librarte de eso que haces que tanto te remueve por dentro… ¿Me equivoco?

—Tú no sabes nada de mí.

—¿Por qué piensas que la gente más miserable lucha por hacerse rica? ¿Por qué lo hiciste tú? Para borrar tu pasado, empezar de nuevo, vengarte de viejos recuerdos y, si puedes, sentirte bien… Creer que de ese modo encontrarás la felicidad, que solucionará tus problemas, pero nunca es así, nunca llega a curarse del todo… ¿Verdad?

—Estás equivocado.

—Eres patético… Mírate, no puedes aceptar que, en el fondo, eres y serás un infeliz toda tu vida… Hagas lo que hagas —dijo y se apartó con afán de regresar a su vagón. El arquitecto tiró de su brazo con fuerza, sacó las tijeras y le puso la punta en la boca del estómago.

—Si te mueves, te juro que las hundiré —susurró agarrándole del cuello con la otra mano—. Quizá yo vaya a la cárcel, pero tú no llegarás vivo al hospital, maldito hijo de perra.

—Me… estás… ahogando…

—Quiero que llames a la casa de subastas y que cambies el contrato de la entrega.

—No… puedo… —decía con la voz casi apagada— hacer… eso…

La puerta se abrió. Don soltó al hombre y este tosió. Un empleado del tren los había sorprendido.

—¿Qué está pasando aquí?

Don miró a Seimandi. Tenía el cuello enrojecido.

—Nada, se había atragantado —dijo el arquitecto.

—¿Es eso verdad, señor?

—Así es —dijo frotándose el cuello—. Así es.

Incrédulo, el hombre continuó su servicio y desapareció.

Su corazón latía a toda velocidad. No podía creer que la víctima se le escapaba de las manos como un pequeño colibrí. Se sentía agotado, furioso a la vez que impotente. El odio lo consumía. Cada paso que daba hacia atrás, perdía más el control. Una voz anunció la llegada a la estación de la capital. Entre los dos vagones, la puerta corrediza de su lado se abrió. Todos los pasajeros se ponían en pie. Frente a Don, la infinitud del tren.

—Te diré una cosa —dijo Seimandi por última vez. Don empuñaba las tijeras hacia abajo. La mano le temblaba, estaba sumamente nervioso—. Has cometido un error cruzándote conmigo. Más vale que no volvamos a vernos nunca más, o tendrás que buscarte un buen escolta… Nunca olvido a quien se entromete en mi camino.

Eso era, pensó el arquitecto. Seimandi era uno de ellos. Probablemente, un refugiado más que huía de las tinieblas de otra época, de otro tipo, con la desafortunada elección de tomar el camino incorrecto. En lugar de hacer pagar a quienes le habían torturado, descargaba su odio a partes iguales, haciendo negocio con quienes se encontraban en su misma situación. Empujar hacia abajo para evitar que las ratas sigan su camino. Eliminar a aquellos que empezaban como él por miedo a una venganza más dura.

Las palabras formaron un silencio en la cabeza del español. Sus manos se enfriaron y perdió el control sobre ellas. Sin esperarlo, sintió una presencia humana. Un hombre le golpeó en el hombro. Todo sucedió a cámara rápida. Seimandi se giraba y entraba en su vagón. El extraño, de piel tostada, apartó a Don de un empujón en la puerta y el arquitecto comprobó que llevaba una pistola en la cintura.

Por un instante, dudó en detenerlo. Todavía estaba a tiempo, pero no lo hizo. El individuo abrió la puerta del vagón del libio, sacó un arma de su cintura y le propinó tres disparos por la espalda. Se escucharon gritos de horror a la vez que la puerta del vagón se abría. Más disparos procedían del interior. Don se incorporó y abandonó el tren antes de que las balas cayeran sobre él.

De pronto, las alarmas se dispararon, los viajeros salían despavoridos en una estampida de caos y confusión. Los agentes de policía corrían en dirección opuesta a la del arquitecto y un fuerte soplo de aire golpeaba en la cara del arquitecto. Tranquilo, con paso relajado y firme, miraba al frente completamente vacío, entre expresiones de horror, maletas abandonadas y decenas de policías que corrían como galgos hacia el vagón que quedaba ya a sus espaldas. Por primera vez, aceptó que por mucho que se esforzara, sería un infeliz para siempre.