CAPÍTULO 3

Residencia de los Gutiérrez Donoso, barrio de Vallecas (Madrid)

10 de diciembre de 1985

Eran tiempos complicados en España. La banda terrorista ETA seguía con su lucha armada. Por la televisión, una joven de pelo corto y con el rostro cargado de odio aseguraba haber visto al desaparecido Mikel Zabaltza, en el cuartel de la Guardia Civil de Intxaurrondo, con una bolsa de plástico en la cabeza. Puso atención en el tenebroso testimonio y se guardó una imagen mental de su rostro enfurecido. Odio, una palabra, una carga emocional. Después imaginó la bolsa de plástico y varios pensamientos se recrearon en su conciencia. Las palabras del informativo quedaron en un segundo plano cuando el joven Ricardo escuchó aumentar el tono de la conversación que se producía en la cocina. Odio, volvió a repetir hacia sus adentros cuando se observó en el reflejo del cristal de un mueble del salón. Al otro lado de la puerta, la voz de su padre subía de tono, callando a su esposa sin miramientos. Ella, una mujer delgada y morena como el carbón. Él, un obrero delgaducho con tripa y barba de varios días. Un hombre que escondía en su apariencia una fuerte agresividad. Ricardo sabía lo que venía después. Pronto cumpliría seis años, apenas faltaban unos meses, pero era lo suficientemente maduro como para oler el desastre. Caminó temeroso hasta el marco de la puerta y se detuvo junto a la pared, tras la oscuridad. El tubo de luz blanco iluminaba el umbral que conectaba la cocina con la sala de estar. Tras el marco, una lata de cerveza se abría. Se escuchó un chasquido metálico. Después, un profundo trago de satisfacción.

—Estás tú muy revoltosa hoy, Amparito… —dijo el hombre con voz rasgada y guardó silencio. El niño notó cómo se acercaba a ella—. ¿Desde cuándo el de las verduras tiene servicio a domicilio?

Su madre no contestó. La pausa se alargó más de la cuenta. El niño temblaba. Podía sentir la tensión del momento.

—Yo qué sé, Ramón… —dijo ella nerviosa—. Será para ganarse a los clientes.

—¿Me estás mintiendo, Amparito? —Preguntó serio y frío como un témpano. La sombra del tubo se alargó. El hombre agarró del brazo a la mujer y apretó con fuerza.

—Que no… Ramón… —respondió con la voz fragmentada. Estaba a punto de derrumbarse—. Te juro que no sé de qué me hablas…

—No me mientas, zorra… —murmuró y la soltó. La mujer recuperó la respiración y él dio un trago al bote de cerveza.

Ricardo suspiró como si fuera él a quien había agarrado y recordó en silencio el mantra que su madre le había dado para salir de aquellas situaciones. Su corazón se agitaba demasiado rápido. Sigiloso, caminó hasta el sofá para evitar que lo descubrieran, cuando su padre giró el rostro y sintió la presencia del chico alejarse de la cocina.