CAPÍTULO 16
Avenida del Ingeniero Manuel Soto (Valencia)
19 de diciembre de 2015
Escuchó gritos de auxilio, fuertes gemidos de pavor. Para muchos, el caos y la desgracia no formaban parte de lo cotidiano, aunque el ser humano era capaz de acostumbrarse a todo, hasta a lo más vil. Dolorido, desbloqueó el cinturón, que le había salvado de impactar su cabeza contra la ventanilla, e hizo un esfuerzo dantesco en quitar el seguro de la puerta. El tirón de la correa le había marcado con dolor las extremidades. Dudaba si seguía de una pieza, pero tenía que largarse de allí antes de que llegaran los agentes del orden. Cuando vio que podía caminar con molestias, se aseguró de que el conductor siguiera vivo tomándole el pulso. Después, abandonó el coche y vio a una mujer que le observaba con pavor. Era él, sangraba por la frente.
—¿Tiene un pañuelo? —Preguntó. La mujer, de unos treinta años, buscó nerviosa en su bolso. Después, le entregó un paquete de pañuelos de papel al arquitecto y este se limpió. Era una herida superficial—. Llame a una ambulancia. Ese hombre está vivo, aunque inconsciente.
—¿Y usted? —Preguntó desconcertada—. ¿Qué ha pasado? ¿Está bien?
—Alguien nos ha golpeado. Eso es todo lo que sé. Haga lo que le he dicho… Usted no me ha visto jamás.
Tras limpiarse, la mujer no esputó palabra y sacó el teléfono para llamar. Para entonces, Don se encontraba a unos metros, resguardado en la oscuridad de los callejones perpendiculares que conectaban con la avenida. Los curiosos se acercaron al lugar del accidente. Se escucharon sirenas que corrían hacia la zona. Pronto, policías y médicos tomarían el control de aquello, harían preguntas y, cuando eso sucediera, él habría desaparecido.
Vagó durante varios minutos buscando una forma de salir de allí, pensando en lo que había ocurrido. Un accidente fortuito, un impacto trasero, cavilaba. Las casualidades raramente existían y esa no era una excepción. No le cupo la menor duda de que Seimandi estaría detrás de ello. Aquella era una opción. La otra, pensar que se había cruzado en el camino de quien no debía. Pero no terminaba de convencerle. No era nuevo en su oficio. Se detuvo en medio de la acera, entre dos portales y una taberna española llena de luces y jolgorio. Después se dio cuenta de que su hotel quedaba bien lejos y que los taxis no pasarían por allí. Una eme blanca sobre un círculo rojo marcaba la estación de metro Marítim - Serrería.
Volvió a mirar a su alrededor, en un intento desesperado por dar con un coche blanco que le llevara al hotel. Pero, por allí, no pasaba nadie.
Sopló al suelo, a la nada, dolorido e inquieto, aunque muy vivo. Se prometió dos cosas: terminaría con aquel desgraciado y, por ende, sería la última vez que se subiría a un vagón.