CAPÍTULO 18
Residencia de los Gutiérrez Donoso, barrio de Vallecas (Madrid)
16 de diciembre de 1985
Como cada lunes después de la escuela, Ricardo hacía los deberes sentado junto a la mesa redonda de la sala de estar. Sobre ella, un cuaderno de cuadrícula, un mantel de plástico, un libro de matemáticas de primaria y un juego de lápices. Poniendo la televisión a su espalda para no distraerse, intentaba concentrarse mientras su madre cocinaba al otro lado de la casa. De fondo, podía escuchar el chisporroteo del aceite hirviendo en la sartén. Otra vez filetes empanados, pensó mientras miraba las páginas y escuchaba a su madre cantar por lo bajo. Estaba contenta, pero cenaría filetes. Era lo que había, no cambiaba nada. Le hubiese gustado tener una habitación más espaciosa, como el resto de sus compañeros de escuela, pero no la tenía y por esa razón debía estar allí, junto al resto de muebles escuchando a su madre en la cocina. Inmerso en sus tareas, salió del trance hipnótico cuando el cerrojo de la puerta se movió. Su cuerpo tembló y, de algún modo, percibió cómo el de su madre también. Después miró el reloj digital que había sobre la televisión. Eran las seis, demasiado pronto para que su padre regresara a casa. Algo iba mal. Se escuchó el golpe del pestillo de acero y la cerradura se accionó. Su madre cesó en su tarareo y el aceite hervía con menos intensidad. Miró a la puerta y encontró la sombra que tanto temía.
—Qué hay, chaval… —dijo con voz ronca de cigarrillos y coñac. Se le podía oler en la distancia—. Estudia, estudia, no termines como tu padre…
Se quitó la chaqueta de cuero marrón con forro de borrego y la tiró sobre el sofá. Después caminó hacia la luz que salía de la cocina. No era de extrañar que su esposa tampoco saliera a recibirle.
—¿Y eso que has salido tan pronto? —Preguntó ella. Ricardo dejó el lápiz y centró sus esfuerzos en la conversación—. No te esperaba hasta las nueve…
—¿No me vas a dar un beso, Amparito? —Dijo él con una voz salida de ultratumba. Se escuchó un ligero forcejeo, como si él intentara acercarse a ella.
—No seas pesado, Ramón y date una ducha —dijo la mujer apartándolo unos centímetros—. Que estás hecho una porquería…
—¿Qué pasa? ¿Ya no me quieres? —Preguntó ofendido. Había bebido más de la cuenta. Ricardo se preguntó cuánto tiempo duraría la riña—. ¿O es que prefieres dárselos al frutero?
—No digas tonterías, Ramón… —murmuró la mujer y se encendió un cigarrillo en la cocina—. Está el niño estudiando, no le molestes.
Después se formó un silencio de espera. El joven, desde la mesa, sintió cómo la fuerza gravitatoria del apartamento le arrastraba hacia el suelo. Quería llorar, romper algo con todas sus fuerzas.
—¡Hay que joderse! —Exclamó el hombre y se escuchó una palmada contra una superficie. No había golpeado a su mujer, sino a la nevera. Después agarró una lata de cerveza y caminó hasta el salón.
—Deja al niño, Ramón.
—Cállate la boca, coño… —respondió mientras caminaba, sucio, con el pelo revuelto, una camisa de cuadros manchada de la fábrica y una camiseta de algodón debajo—. ¿Qué haces, Ricardo?
El hombre se quedó a un metro de él observándolo con sospecha.
—Estudiar mates…
Sus miradas se cruzaron. Él joven Ricardo no se molestó en ocultar el odio que sentía hacia su padre, y este podía palparlo en la mirada. Un sentimiento similar al que él proyectaba sobre su mujer. Un padre y un hijo enfrentados por una misma causa, una misma emoción. Cuando todo parecía terminado, el hombre encendió la televisión y se sentó en el sofá, a escasos metros de su hijo. Abrió la lata de cerveza y dio un trago. En el informativo se contaba la noticia de la muerte de Mikel Zabaltza, encontrado sin vida en el río Bidasoa. El ruido del aparato le impedía continuar con sus tareas. Por primera vez, fue consciente de la fuerza interior que le abrasaba. Pensó en la bolsa de plástico. Las manos le temblaban y solo quería agujerearle la garganta a su padre con el lápiz que tenía en la mano. Respiró hondo y giró el rostro.
—¿Puedes bajar el volumen? —Preguntó al primogénito, sin llamarle por su nombre. Tenía miedo de cómo reaccionaría. El hombre dio un segundo trago y le miró a los ojos. Las llamas de la provocación incendiaban las entrañas del niño. Era como el propio Diablo. Ricardo dudaba entre el temor y la violencia al ver a ese hombre impasible, totalmente quieto y a la espera de una señal. Su comportamiento era imprevisible—. Tengo muchos deberes…
Las palabras del niño retumbaron en la habitación y se perdieron por la entrada de la cocina. Con una mueca desafiante, Ramón se levantó del sofá y giró la rueda del volumen hasta llegar al máximo. El ruido era insoportable. Las paredes vibraban. La voz de la presentadora sonaba distorsionada por el altavoz. El padre regresó al sofá y miró a su hijo.
—En esta vida, no siempre se tiene lo que uno quiere… Ni siquiera por Navidad. Hay cosas que gustan y otras que joden —dijo el padre con las facciones tensas—. Aprende a lidiar con todas.