CAPÍTULO 2
Los tubos de neón del Edificio Carrión brillaban con intensidad e intermitencia. Los vehículos formaban colas de tráfico en los seis carriles de la avenida. Por un instante, Don dio un vistazo a su alrededor para cerciorarse de que nadie le siguiera. Recordó aquellos años, más atrás, cuando todavía vivía en la residencia familiar, cuando las franquicias de comida rápida americana eran una fantasía y no, una realidad. Momentos pasados en los que su madre y él se protegían lejos del barrio de Vallecas, como hormigas en una metrópolis, escondidos tras el ruido de cafeteras y barras de bar. Le costó reconocerse a sí mismo frente a uno de los escaparates de una conocida firma de ropa. El pasado se lo había llevado todo, hasta su rostro. Ahora, era él quien se sentía un extraño caminando por el centro de la ciudad entre individuos como aquellos con los que apenas tenía en común.
La pareja se detuvo a escasos metros de una escalera y el arquitecto fingió mirar por el cristal de una tienda. Había estado cerca, pensó, pero aquel patán no encontraba el recibo para pagar su estancia. El arquitecto comenzó a sentir el impulso en su interior, una fuerza desgarradora que le hacía perder el control de sí mismo. Llevaba casi un año sin actuar. Las técnicas de relajación aprendidas le habían ayudado a controlar el ansia, pero nada era suficiente.
Apretó los puños y caminó hacia ellos. El empresario sacó una tarjeta de papel del bolsillo trasero de su pantalón.
—Estaba aquí todo el tiempo… —dijo riéndose de sí mismo. La chica levantó la mirada—. Hoy no estoy muy católico.
—Ya te digo —contestó ella.
Ni lo estarás, pensó el arquitecto caminando hacia la entrada. A veces, se preguntaba si las personas sabían cuándo llegaba su hora, si llegaban a percibirlo en el alma.
Bajaron los peldaños. Don pensaba seguirlos hasta el coche, pero algo cambió sus planes.
—Toma —dijo el hombre entregando su billetera a la chica—. Paga tú, necesito ir al baño. Serán las cervezas…
Ella sonrió y su flequillo recto se movió unos centímetros al girar el rostro. Por un segundo, su mirada y la del arquitecto se encontraron con tanta frialdad, que la chica agachó los párpados intimidada.
Lárgate, le dijo él sin mentar palabra.
Ella asintió.
Olía a orín, a humedad y a neumático. La punta del zapato amortiguó el portazo que el hombre había dado. El arquitecto entró en el baño y encontró la figura del madrileño, de espaldas, haciendo sus necesidades contra la pared. Cerró con cuidado y se quedó quieto frente a la entrada. Luego se aseguró de que los dos cuartos separados estuvieran vacíos. El hombre tarareaba una canción hasta que notó, en el espejo, el rostro del arquitecto. La primera impresión fue suficiente para darse cuenta de que algo no marchaba bien.
—¿Qué coño miras, tío? —Preguntó confundido. El arquitecto seguía con la mano en el interior del bolsillo agarrando el utensilio médico—. ¿Eres sordo, o qué?
Don sabía que tenía que actuar rápido antes de que la chica se preocupara más de la cuenta o algún cliente intentara entrar en los baños.
—Eres un hijo de perra —dijo el arquitecto mirándole a los ojos—. Esa chica no merece que la toques.
Sierra se cerró la cremallera del pantalón y sacó pecho. Sabía de lo que le hablaban y eso le irritó lo suficiente. Soltó aire, levantó el mentón y se meció el cabello hacia atrás. Desafiante, mostró el morro y levantó el índice.
—Escúchame bien, imbécil —dijo levantando la mano con amenaza—. Métete en tus asuntos, ¿te enteras? Si no quieres buscarte un problema bien gordo…
Don sonrió y miró al suelo. Sierra se encontraba a un par de metros de distancia. El arquitecto sacó el bisturí con sigilo y levantó la cara.
—Escúchame tú —respondió con voz grave y pausada—. Estos son mis asuntos y tú te has buscado el problema.
El empresario dio un paso al frente y todo quedó ahí. Antes de que pudiera reaccionar, la voz de Sierra se apagó ahogada en su propio auxilio. Se escuchó el regurgitar de la garganta y un corte abría en dos la nuez de su cuello. Mudo, se echó las manos sobre la garganta y nubló la vista. El tajo había sido preciso. Moribundo, se tambaleó desesperado, pero Don retrocedió observando sus movimientos. Era el momento especial en el que la magia sucedía. Disfrutar del adiós de otros, del arrepentimiento ajeno, a cambio de unos segundos de paz interior, a cambio de un halo de luz en la oscuridad en la que vivía. El gorgoteo se volvió más tosco y la víctima pronto perdió el equilibrio cayendo al suelo.
—Púdrete en el averno, cabrón.
Don abandonó el baño y caminó hacia la salida exterior. Minutos más tarde, la chica gritaría atemorizada. O no. Nunca lo sabría. Nadie preguntaría por él.