CAPÍTULO 12

Casa de subastas Darley (Valencia)

19 de diciembre de 2015

Don no creía en la suerte, pues la suerte era sinónimo de caos. Esperar que el azar jugara a su favor, era un pensamiento de perdedores y, de hacerlo, ya lo habrían enterrado bajo tierra desde hacía tiempo.

No le extrañó en absoluto encontrar el nombre del libio en la lista de participantes. El viaje del tren le había dado una pista, pero sentía que alguien intentaba cruzarse en su camino: primero esa actitud de hombre perfecto que tanto detestaba, después, la compra del cuadro… ¿Cuál es la razón?, se preguntaba una y otra vez. ¿Acaso eran tan parecidos? Puede que esa fuera la respuesta que le hacía entrar en combustión. Don se consideraba único. No existían los monstruos cortados por el mismo patrón. Por tanto, que el libio actuara como él, salvando las distancias, le acercaba a su forma de pensar. Mucha gente se sorprende de lo que la praxis puede influir en el pensamiento. El informe de Mariano le había dado motivos, aunque no tenía prueba alguna para llevar a cabo su ejecución. Desde la muerte de su progenitor, el arquitecto se prometió a sí mismo que jamás fallaría.

Dejando a un lado las excentricidades, se dijo a sí mismo que ganaría la subasta de ese cuadro, aunque le costara más de lo que había calculado. Estaba allí por placer y escapismo, aunque el fin de semana no hubiera comenzado como a él le habría gustado. Con años de práctica y entrenamiento, el arquitecto había aprendido a transformar las adversidades en meros elementos del juego. Conocía que, si era capaz de controlar su fuero interno, tendría la fuerza necesaria para superar cualquier tipo de adversidad.

El salón de la casa de subastas estaba ocupado por medio centenar de sillas vacías con tapicería de piel, un atril con micrófono, una pantalla de gran tamaño y una mesa con documentos. Paredes cubiertas de madera y un techo de halógenos daban la seriedad justa para quienes iban a lanzar su dinero sobre la mesa. A la izquierda del atril, una hilera de sillas llenaban el lugar de quienes, más tarde, pujarían por vía telefónica. Don había sido de los primeros en llegar. Le gustaba conocer el entorno, saber cuál sería el terreno de juego. Al contrario de lo que la opinión pública creía, las subastas de arte solían estar libres de personajes de la televisión, actores de renombre, pintores, músicos o escritores. Por lo general, la ignorancia de los primeros era tan alta, que preferían comprarse un deportivo o participar en fiestas de lujo antes de poseer un pedazo de historia y cultura en sus casas. Por otro lado, los propios artistas, tenían el ego tan grande que eran incapaces de convivir con el arte de otros que no fueran ellos, al menos, pagado de sus bolsillos. Finalmente, quienes copaban aquellos lugares solían ser hombres y mujeres de negocios, personas que habían amasado tales cantidades de dinero que, tras derrochar sin remordimiento, se encontraban en un nuevo estadio de sus vidas. La mayoría buscaba una inversión, mientras que unos pocos lo hacían por placer. Nunca era tarde si la dicha era buena.

Don, que había crecido entre la filosofía estoica, la literatura norteamericana de los sesenta y la música clásica, era capaz de apreciar lo que tenía frente a sus ojos, sin dejarse llevar por la emoción de las pujas que, normalmente, se convertían en un reflejo emocional de poder y ansia, y que terminaba con un hueco sentimiento de arrepentimiento y amargura. Todo un espectáculo.

Revisando el catálogo en silencio, el español observó cómo, en cuestión de media hora, las sillas eran ocupadas por diferentes arquetipos de compradores: locales, extranjeros, hombres y mujeres de un rango de edad variado. Entre ellos y varias filas más adelante, primero vio a uno de los hombres que caminaba junto al libio y después encontró a este. Casualmente, eran las mismas personas que le habían acompañado en el tren. Don empezó a pensar que, más que unos consejeros, eran sus matones. Había visto guardaespaldas tantas veces, que sabía reconocerlos por su forma de moverse. Un escolta nunca bajaba la guardia, aunque la situación no mostrara peligro, y eso era algo que se podía percibir en la rigidez de los músculos de sus espaldas y en el cuello. Interesante, pensó. Solo quienes temen por su integridad llevan seguridad, pensó. Y quien tenía enemigos era porque, probablemente, se habría vengado de ellos o les habría dado razones para ello. Los dos hombres pasaban a otro lugar, dificultando las posibilidades. En cualquier caso, el arquitecto seguía sin intenciones de actuar.

Una mujer con un colgante de brillantes se sentó al lado de Don y una ráfaga de perfume fresco atizó sus sentidos. Estaba arrugada y tenía el cabello blanco, pero era hermosa, llevaba un vestido negro y unas gafas de pasta a juego. Don sabía apreciar la belleza, que no estaba discutida con la edad.

—Buenas tardes —dijo caballerosamente y cerró el catálogo.

Ella le devolvió el saludo y cruzó las finas piernas.

—He venido por el Miró —dijo entusiasmada—. ¿Y usted?

—Yo he venido a llevármelo.