CAPÍTULO 10
Mariano era un buen empleado, no solo como conductor privado. La pérdida de su familia, provocada por un accidente de tráfico, le había llevado a indagar más allá de lo que la gente mundana solía hacer. Husmear en lo desconocido, en lo más pútrido de la sociedad. Gracias a ello y a sus años como funcionario del Estado, había adquirido los contactos suficientes como para sacar información de las cloacas. Don jamás preguntó cuál sería el precio a pagar, aunque bastaba con ver a Mariano para entender que, en algunas ocasiones, el precio no importa tanto como la verdad. Casualmente, a raíz de una de las actuaciones del arquitecto, el chófer le había ofrecido sus informes sin pedir nada a cambio. Don dudó en un principio y agradeció la propuesta. Desconfiado, pensó que, puestos a negociar con alguien, mejor hacerlo cuando fuera realmente necesario. Las noticias de Mariano se harían esperar unas horas, tiempo que aprovechó para dar una vuelta por el casco antiguo de la ciudad y regresar a la habitación de hotel.
Tras una ducha fría y una serie de ejercicios, el empresario se vistió de traje y buscó en su agenda alguien con quien pasar el resto del día. Estaba desquiciado, la imagen de ese hombre seguía rondando por su cabeza. ¿Cómo era posible?, se preguntaba constantemente. Se negaba a aceptar lo que los medios intentaban vender. Una obsesión, tal vez, pero confiaba más en su intuición que la propaganda comprada por los grupos empresariales. Como le había indicado esta, la presencia del libio había sido incómoda. Don estaba acostumbrado a lidiar con todo tipo de hombres y mujeres en el trabajo: desde aquellos que alzaban la voz para marcar su territorio hasta los más pusilánimes. Sin embargo, las apariencias solo mostraban eso, un espectro de la personalidad, tan fácil de maquillar como de echar abajo. Por el contrario, el aura de las personas, más allá de su lado parte espiritual, funcionaba como una atracción o un repelente. Era parte de la naturaleza del ser humano y dependía siempre de su interior, de su carga energética. Don, en una visión pragmática, sabía de primera mano que quien pulía su exterior, guardaba grandes secretos. También daba por hecho de que todas las personas convivían con una parte de sus vidas de la que se avergonzaban. En la mayoría de casos, los pecados no iban más allá de la envidia, la infidelidad, la codicia… Empero, los tipos como Seimandi, los que se burlaban de un sistema caótico que funcionaba con normas escritas en el aire, sabían ocultar bien sus cartas sin dejar rastro de ellas. No solo era una habilidad de los más embusteros. De hecho, para él, su existencia se resumía en eso: un baile de máscaras, un encuentro permanente con desconocidos. Una cita a ciegas con la vida y la muerte.
Podíamos dormir durante décadas con la misma persona, despertar un día y encontrar a un completo desconocido.
Ser esa persona, era parte de la vida de Don.
Lo que más atormentaba era si Seimandi también formaba parte de su séquito o estaba cayendo en un error. Se conocía a sí mismo y también de lo que era capaz. Tenía que decidir rápido, las ansias volvían a apoderarse de él. Por primera vez, notaba que su ira interna tomaba el control antes de lo previsto. ¿Era Seimandi merecedor de su castigo?, reflexionaba. No tenía la más remota idea, y eso le hacía sentir desconcertado. Seguir el código y encontrar una evidencia era todo lo que necesitaba para tomar una decisión antes de que el yo interno se hiciera cargo del asunto. Hacer pagar a alguien por un pecado que no había cometido, le convertía a él en un pecador. Sabía que, una vez cruzada la línea, no habría marcha atrás. Cometer un error, podía arruinarle la vida.