CAPÍTULO 11
Calle de Bonaire (Valencia)
19 de diciembre de 2015
En una callejuela, entre las calles del Mar y de la Paz, y no muy lejos de la hermosa y verde plaza de Alfonso el Magnánimo, Don se detenía, vestido con pantalones de pinzas y americana oscura, frente a la puerta de la famosa casa de subastas Darley, lugar donde iba a participar. Consideró noche anterior como un éxito rotundo. Mariano había hecho su trabajo con pulcritud y el arquitecto se las había ingeniado para dormir con una belleza nórdica con la que había establecido contacto meses antes. Casualidades de la vida, coincidencias del azar. Una mujer simpática y algo distante, de piel fina y con una herencia que doblaba la fortuna del español. Sin embargo, el eclipse solar formado entre su mirada y la del arquitecto cuando se conocieron, todavía perduraba. Tras un café de despedida y los últimos coletazos de pasión en la ducha, la escandinava tomaba rumbo de vuelta al aeropuerto de Manises y Don regresaba a su rutina. Perderse entre las curvas de una mujer, le sentaba bien. Era otra forma de soltar lastre, descargar el infierno que ardía en su interior y una buena excusa para no dormir solo bajo las sábanas durante el invierno.
Los contactos del chófer habían dado sus frutos: Omar Seimandi no era el hombre que todos creían, al menos, según las fuentes que habían transmitido la información. Al parecer, el libio tenía un interés oculto en el problema que existía entre los países de la Unión Europea y los refugiados sirios que buscaban un lugar libre de metralla. Tras la huida de miles de sirios, las mafias no tardaron en aparecer con promesas ideales y tierras prometidas. De acuerdo con el informe detallado que Mariano le había hecho llegar, Seimandi se aprovechaba del tráfico de refugiados y los utilizaba a su favor. La mayoría de los varones, acogidos en Alemania, debían pagar una deuda económica al libio con trabajos mal remunerados y una vida más que miserable. Las mujeres no tenían tanta suerte y, las que llegaban a Europa en manos de las organizaciones de contrabando, además de trabajar sin cobrar, algunas terminaban ejerciendo la prostitución en los barrios de inmigrantes. Si la transacción se realizaba entre foráneos, nadie se atrevería a poner una denuncia. El impacto del informe cayó como un rayo sobre la cabeza del arquitecto, que había cruzado los dedos para que su reacción no hubiese sido más que un producto del estrés y de las fechas invernales.
—Maldito hijo de puta —murmuró en la habitación del hotel cuando leía las páginas.
No obstante, no era tan evidente lo que el documento mostraba. No existían cobros, pagos, facturas. No había rastro de malversaciones de fondos ni de dinero que aparecía de la nada. Hasta la fecha, aquellas no eran más que difamaciones y especulaciones que los círculos más cercanos habían declarado, ya fuesen competidores o gente que deseaba ver la cabeza de Seimandi colgando de un árbol. Tomar el problema con distancia, dejando a un lado los sentimientos, era importante. Don también había sufrido el acoso de su propio gremio. En ciertos niveles profesionales, cuando alguien sobresale y causa desconcierto, la mayoría de los competidores intenta aplastar a esa persona. Por tanto, Don confirmaba sus sospechas y abría otras. Reflexionó sobre lo que había leído, se preguntó si aquello sería de fiar. No le importaba lo más mínimo que Seimandi buscara la forma más cómoda de blanquear dinero. Todos lo hacían, pero eso se terminaba pagando con años de cárcel y no con la muerte. Por el contrario, el tráfico humano era algo más serio para el arquitecto. De ser así, su castigo estaría más que justificado.
En la puerta de la casa de subastas, un hombre saludó al español como gesto de cortesía. En el interior, todavía estaban preparando las obras que se iban a subastar en unas horas. Don había dado un vistazo al catálogo la noche anterior mientras su acompañante dormía. Estaba obsesionado por hacerse con una pintura de Joan Miró que había sido donada para la ocasión, por una fundación que prefería mantenerse en el anonimato. Don se preguntó quién donaba por la gracia de Dios un Miró, pero no le incumbía, estaba allí para llevárselo a su apartamento de Madrid. Se acercó hasta una recepción donde un hombre tecleaba frente a una pantalla.
—Buenos días, señor —dijo con voz tosca y servicial—. ¿En qué puedo ayudarle?
—Me gustaría inscribirme en la subasta de hoy.
—Por supuesto —contestó con una sonrisa. El hombre llevaba gafas de cristal de botella—. ¿Su nombre? No se hará público si no lo desea. Es para rellenar la…
—Ricardo Donoso —dijo y sacó la documentación necesaria para complementar el resto de datos. Ya lo había hecho antes. No estaba de humor para entablar una conversación lineal—. Y dígame, ¿sigue el Miró en subasta?
—Así es, para quien desee pujar por él —respondió, tomó los datos y le devolvió la tarjeta—. Parece que es una obra que causa furor. No me extraña. Miró solo hubo uno… ¡Pero también hay otras piezas por las que puede pujar!
—¿Quién ha preguntado por él?
El hombre soltó una risa tímida, cómplice, como si guardara un secreto a voces. Don entendió que pronto se lo sacaría. Ese hombre estaba ansioso por contarlo.
—Me temo que no puedo darle información sobre nuestros clientes.
—No me haga perder el tiempo —dijo Don molesto. El hombre irguió la espalda—. Si no tengo opciones, dígamelo ya.
—No es mi intención, señor. Usted tiene las mismas opciones que el resto.
—Entonces dígame quién está interesado —respondió impasible y clavó sus ojos sobre el entrecejo del empleado—, o ya puede borrarme de la lista.
El hombre miró a ambos lados e hizo un gesto para que el arquitecto se relajara. Era un farol y le había salido bien.
—Cálmese, no tiene por qué alterarse… Ha sido un burdo comentario —insistió—. Ya sabe que es una subasta benéfica y este tipo de actos atrae a gente con nombre en mayúscula.
—Seimandi.
—Yo no he mencionado a nadie —dijo extendiendo las palmas de las manos como si hubiera escuchado un avión pasar por encima—. Disfrute de la subasta, señor Donoso, y que la suerte esté de su lado.