CAPÍTULO 5

Barrio de Palomas (Madrid)

16 de diciembre de 2015

Sentado en el escritorio de su despacho, podía ver cómo la plantilla de empleados trabajaba gracias a la pared de cristal que separaba su habitación de la oficina. Era uno de los lemas de la empresa: transparencia, sin secretos. Había sido idea suya, como el sistema de cámaras que había por todo el edificio. Una cosa no privaba a la otra. Que todos pudieran ver no significaba que no debieran ser vistos. En la pantalla de su ordenador había una lista de correos electrónicos por responder. Don prescindía de secretaria, no le gustaba delegar cierto tipo de responsabilidades en otras personas. Tenerlo todo bajo control, la piedra angular de su éxito, la primera norma para vivir a la sombra. Nunca esperes nada de nadie, solo de ti, repetía a sus empleados cuando buscaban echarle la culpa a terceras personas. Volvió a pensar en la chica que acompañaba a su víctima, si habría declarado algo más tarde o habría preferido cerrar el pico. Lo sucedido no fue producto del azar. Don había investigado a Sierra durante semanas. Era un asiduo a ese aparcamiento, a llevar chicas jóvenes a su domicilio para abusar de ellas y hacerles chantaje más tarde. Las víctimas nunca repetían, desaparecían del mapa por completo. Así que no solo lo hizo por ella, sino también por las demás. Los baños tenían un ángulo muerto en las cámaras de seguridad. Suficiente para actuar sin ser visto. Las empresas de seguridad se preocupan más por los automóviles de los clientes que por lo que pueda suceder entre ellos. Respecto a la víctima, el empresario cargaba con un historial de denuncias por malos tratos de las que se había librado. Su fallecimiento no sería aclamado por nadie.

Don fijó la mirada en un punto de la oficina y topó con la cintura de Marlena. Por un instante, los problemas de su cabeza se disolvieron para dar lugar a otros. Sabía que la ingeniera se estaba viendo con un abogado que trabajaba en una famosa agencia de seguros. Era previsible. Una mujer así, puede tener al hombre que desee, pensó. El arquitecto sentía admiración por ella, aunque la empleada no tuviera interés en su jefe. Los había visto juntos por la calle Princesa, por el Templo de Debod. También sabía que la relación no llegaría a buen puerto y que la ingeniera estaba, aparentemente, confundida. Una información que había obtenido de forma casual, sin usar los métodos rudimentarios a los que estaba acostumbrado. Entonces, ella se giró, como si pudiera sentir la fogosa mano del arquitecto sobre su espalda. Un chispazo cruzó las dos miradas. Don se quedó inmóvil y ella fingió no haber visto nada.

Agitado, Don caminó hasta la cocina de la oficina, lugar que solía frecuentar con escasez para evitar los silencios incómodos que se producían entre su presencia y la de sus empleados. Eran un equipo, había respeto mutuo, pero el respeto no era suficiente para evitar los chascarrillos. Don los odiaba, los había sufrido en sus propias carnes en el barrio cuando era pequeño. Quizá, una de las causas por las que jamás regresó a Vallecas. Con el tiempo, había aprendido que a la gente le gusta hablar, a poder ser, de otras personas. Las conversaciones basadas en la crítica ajena son el escenario perfecto para sacar a la luz todos los pecados capitales que residen en el interior del ser humano. El primero, la envidia.

Preparó un segundo café en una máquina instantánea y avistó la edición matutina de uno de los diarios. Se prohibía comprobar los diarios el día después de su obra, aunque nunca pasara nada, pero la intranquilidad le llevó a dar un vistazo por la sección de sucesos.

Suspiró con tranquilidad.

Después se prometió a sí mismo que dejaría de hacer eso. La vida era un camino constante entre la delgada línea que separaba el bien y el mal. Él lo sabía muy bien. Nunca podía confiarse. Que la prensa no cubriera la noticia significaba muchas cosas, entre ellas, que nadie vendría a preguntar por él. Con ánimo de dejar el diario a un lado y de disfrutar del café, vio el titular de una noticia que llamó su atención. La ciudad de Valencia celebraba una subasta benéfica de arte para recaudar dinero y ayudar a los habitantes sirios, víctimas de la guerra que sufría el país. Un plan perfecto para escapar de la capital, de su consumo patológico, de las masas desquiciadas y de la muerte de Sierra. Desaparecer por unos días, la excusa necesaria para tomar distancia y apaciguar el ansia que albergaba en su interior. Lo que el arquitecto desconocía era lo cara que le costaría su huida.