Juana Bolena
La Torre de Londres, febrero de 1542
Río, doy brincos, en ocasiones me asomo a la ventana y hablo con las gaviotas. No va a haber ni juicio ni interrogatorio, ninguna oportunidad de limpiar mi nombre, así que no tiene ninguna ventaja seguir conservando la razón. No se atreven a llevar a la idiota de Catalina ante un tribunal, o puede ser que ella se haya negado, no sé cuál de las dos cosas habrá ocurrido, y tampoco me importa. Lo único que sé es lo que van a decirme a mí. Me hablan a voces, como si estuviera sorda o fuera vieja, en lugar de estar loca. Dicen que el Parlamento ha aprobado una Ley de Extinción de Derechos Civiles contra Catalina y contra mí por traición y conspiración. Que hemos sido juzgadas y halladas culpables sin la presencia de ningún juez, jurado ni defensa. Ésta es la justicia de Enrique. Yo compongo un gesto inexpresivo y suelto una risa tonta, canto una cancioncilla y pregunto cuándo vamos a salir de caza. Ya no puede faltar mucho; calculo que dentro de unos días sacarán a Catalina de Syon y a continuación le cortarán la cabeza.
Me traen al propio médico del rey, el doctor Butt, a que me vea. Viene todos los días, toma asiento en el centro de la celda y se pone a observarme juntando sus pobladas cejas como si yo fuera un animal. Su misión consiste en juzgar si estoy loca. Eso me provoca unas fuertes carcajadas que no necesito fingir. Si ese médico supiera distinguir a un loco, hace seis años que habríamos encerrado bajo llave al rey, antes de que asesinara a mi esposo. Saludo al doctor con una reverencia, bailo alrededor de él y me río de su forma de interrogarme cuando me pregunta por mi nombre y por mi familia. Resulto totalmente convincente, lo veo en su mirada compasiva. Sin duda alguna informará al rey de que he perdido la razón y tendrán que dejarme en libertad.
¡Escuchad! ¡Escuchad! ¡Ya lo oigo! Es el ruido de sierras y martillos. Me asomo por la ventana y aplaudo como si me regocijara al ver cómo construyen el cadalso, el cadalso de Catalina. Van a decapitarla debajo de mi ventana. Si encuentro valor, puedo presenciarlo todo, tendré mejor vista que nadie. Una vez que ella haya muerto, me sacarán de aquí y me enviarán probablemente a Blicking, con mi familia, y allí podré ir recuperando el juicio secretamente y sin llamar la atención. No me daré ninguna prisa, no quiero que nadie venga haciendo indagaciones. Seguiré haciendo el tonto uno o dos años, cantando canciones y hablando con las nubes, y al final, cuando en el trono esté sentado el nuevo rey, el rey Eduardo, y ya estén olvidadas las antiguas disputas, regresaré a la corte y serviré a la nueva reina lo mejor que pueda.
¡Oh! Una plancha de madera se ha caído con cierto estrépito y han reprendido a un joven por no tener más cuidado. Voy a poner una almohada en el antepecho de la ventana y voy a pasar el día entero contemplándolos. Ver cómo miden, sierran y construyen resulta igual de entretenido que una mascarada de las de la corte. ¡Cuánto jaleo para construir un entarimado para un espectáculo que sólo va a durar unos minutos! Cuando me traen la cena, aplaudo y señalo lo que sucede en la explanada, y los guardias de la prisión sacuden la cabeza, dejan los platos y se marchan sin decir nada.