Ana

Día de Año Nuevo, en el camino de Dartford, 1540

Nada podría ser peor, me siento como una verdadera estúpida. Me alegro inmensamente de viajar en este día, incómodamente sentada en la litera, pero por lo menos a solas. Por lo menos no tengo que enfrentarme a más rostros compasivos pero que en secreto se mofan, todos comentando el desastre que ha supuesto mi primer encuentro con el rey.

Pero en verdad, ¿cómo se me puede reprochar lo que hice? El rey tiene un retrato mío, el propio Hans Holbein me humilló con su mirada adusta, de modo que el rey tenía un retrato que escrutar, criticar y estudiar, ya se ha hecho una idea muy aproximada de quién soy. En cambio yo no poseo ningún retrato suyo, a excepción del que tengo en la cabeza y que tiene todo el mundo: el del joven príncipe que subió al trono a la dorada edad de dieciocho años, el príncipe más apuesto del mundo. De sobra sabía que ahora tiene casi cincuenta. Ya sabía que no iba a casarme con un joven bien parecido, ni siquiera con un príncipe bien parecido; sabía que iba a casarme con un rey que se encuentra en su máximo esplendor, incluso un hombre que está envejeciendo. Pero no sabía cómo era, no había visto ningún retrato suyo que pudiera examinar. Y no esperaba… eso.

No es que sea tan desagradable. Se le nota el hombre que fue. Posee unos hombros anchos, un rasgo de apostura en un varón de cualquier edad. Me han dicho que aún monta a caballo y que aún sale de caza excepto cuando lo molesta una úlcera que tiene en la pierna, que aún está activo. Gobierna su país él mismo en lugar de entregar las riendas del poder a consejeros más vigorosos, y está en posesión de todas sus facultades, según se puede distinguir. Pero tiene unos ojillos porcinos y una boca pequeña y de niño malcriado, enmarcados en un rostro con forma de enorme luna hinchado por la grasa. Debe de tener los dientes en muy mal estado, porque su aliento es muy desagradable. Cuando me agarró y me besó, el hedor que despedía era realmente espantoso. Cuando se apartó de mí dio la impresión de ser un niño mimado, a punto de echarse a llorar. Pero, para ser justa, fue un momento desagradable para los dos. En mi opinión, cuando lo empujé para apartarlo, tampoco estuve en mi mejor momento.

Ojalá no hubiera escupido. Éste es un mal comienzo. Un mal comienzo, y además poco digno. En realidad, el rey no debería haber acudido a mi encuentro sin prepararme ni avisarme. Está muy bien que todos me digan ahora que le encanta disfrazarse, representar mascaradas y fingir ser un hombre común para que la gente descubra, divertida, que en realidad se trata de él. Eso no me lo habían dicho. Por el contrario, todos los días me han inculcado la idea de que la corte inglesa es muy formal, que las cosas deben hacerse de determinado modo, que tengo que aprender el orden de precedencia, que jamás se me ha de criticar por haber llamado a mi lado a un miembro joven de una familia antes que a un miembro más veterano, que esas cosas les importan a los ingleses más que nada en el mundo. Antes de que partiera de Cléveris, mi madre me recordaba todos los días que la reina de Inglaterra debía estar por encima de todo reproche, que debía ser una mujer que mostrase un exquisito y regio decoro y una gran frialdad, que nunca debía mostrar familiaridad, que nunca debía ser ligera, nunca excesivamente amistosa. Todos los días me decía que la vida de una reina de Inglaterra depende de que goce de una reputación intachable. Me amenazó con que correría la misma suerte que Ana Bolena si era disoluta, cariñosa y apasionada como ella.

Así pues, ¿por qué iba yo a soñar siquiera que un individuo viejo, gordo y borracho se abalanzaría sobre mí y me besaría? ¿Cómo iba a soñar que se esperaba que yo permitiera que me besara un viejo desagradable sin ninguna presentación ni advertencia previas?

Con todo, desearía de corazón no haber escupido para librarme del desagradable sabor que me dejó.

En fin, quizá no sea tan grave. Ésta mañana me ha enviado un regalo, una piel de marta cibelina, muy cara y de muy buena calidad. La pequeña Catalina Howard, que es tan encantadora que confundió al rey con un desconocido y lo saludó con amabilidad, ha recibido de él un broche de oro. Sir Anthony Browne trajo esta mañana los regalos acompañados de un bello discurso y me dijo que el rey ya ha iniciado los preparativos para nuestro encuentro oficial, que tendrá lugar en un sitio llamado Blackheath, cerca de la ciudad de Londres. Mis damas afirman que hasta esa fecha no habrá sorpresas, de modo que no es necesario que esté en guardia. Dicen que al rey lo divierte mucho ese juego de disfrazarse, y que cuando estemos casados he de prepararme para verlo venir tocado con una barba falsa o un gran sombrero y que me saque a bailar, y todos fingiremos no conocerlo. Yo sonrío y comento que es un rasgo encantador, pero en realidad pienso que es sumamente estrambótico y hasta infantil, una vanidad por parte del rey, una necedad abrigar la esperanza de que la gente se enamore de él por la vista, como un hombre ordinario, con la apariencia física que tiene en este momento. Tal vez cuando era joven y apuesto podía ir por ahí disfrazado y agradaba a la gente porque era bien parecido y poseía encanto. Pero ahora es seguro que la gente debe de llevar ya muchos años, muchos, fingiendo admirarlo. En cambio, no expreso en voz alta lo que pienso; es mejor que ahora no diga nada, después de haber echado el juego a perder.

La joven que salvó la situación saludándolo tan cortésmente, la pequeña Catalina Howard, es una de mis nuevas damas de compañía. Ésta mañana, en el ajetreo de la partida, la he llamado a mis aposentos y le he dado las gracias, lo mejor que he podido en inglés, por su ayuda. Ella me hace una breve reverencia y me habla en inglés a toda velocidad.

—Dice que está encantada de poder serviros —explica Lotte, mi intérprete—. Y que nunca había estado en la corte, por eso tampoco reconoció al rey.

—Entonces, ¿por qué le habló a un desconocido que se había presentado sin invitación? —pregunto, desconcertada—. ¿No debería haberlo ignorado, a un hombre tan descortés que entra de esa manera tan forzada?

Lotte traduce esto al inglés, y advierto que la joven me mira como si lo que nos divide a las dos fuera algo más que el idioma, como si viviéramos en mundos distintos, como si yo viniera de las Rusias y fuera amiga de los osos.

—¿Was? —pregunto en alemán al tiempo que extiendo las manos y elevo las cejas—. ¿Qué?

Ella se aproxima un poco más y, sin apartar los ojos de mí, le dice algo a Lotte al oído. Es una jovencita preciosa, como una muñeca, y tan sincera que no puedo evitar sonreír.

Lotte se vuelve hacia mí, a punto de romper a reír.

—Dice que naturalmente sabía que se trataba del rey. ¿Qué otra persona iba a poder entrar en la habitación pasando por delante de los guardias? ¿Qué otra persona es tan alta y gruesa? Pero el juego al que juega la corte es el de fingir no reconocerlo y dirigirse a él sólo porque es un desconocido muy apuesto. Añade que puede que sólo tenga catorce años y que su abuela diga que es una lerda, pero que ya sabe que a todos los hombres de Inglaterra les gusta que los admiren, y que cuanto más viejos son más vanidosos se vuelven, y que está segura de que los de Cléveris no serán tan distintos.

Yo me río de ella y de mí misma. —No —respondo—. Dile que los hombres de Cléveris no son tan distintos, pero que está claro que esta mujer de Cléveris es una necia y que en el futuro me guiaré por ella aunque sólo tenga catorce años y diga lo que diga su abuela.

La trampa dorada
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