Catalina

Hampton Court, marzo de 1541

Vamos a ver, ¿qué es lo que tengo?

Mis vestidos de invierno están todos terminados, aunque tengo unos cuantos más de primavera todavía haciéndose pero resultan inútiles, puesto que se acerca la cuaresma y no puedo lucirlos.

Tengo los regalos que me hizo el rey por Navidad y Año Nuevo, es decir, entre otras cosas que ya he olvidado o regalado a mis damas. Tengo dos colgantes hechos con veintiséis diamantes de talla plana y veintisiete diamantes ordinarios, y pesan tanto que cuando los llevo al cuello casi no puedo sostener la cabeza en alto. Tengo un collar largo compuesto por doscientas perlas del tamaño de una fresa. Tengo el encantador caballo de mi querida Ana. Ahora, cuando estamos a solas, la llamo Ana y ella sigue llamándome Catalina. Pero las joyas no cuentan, porque durante la cuaresma también tendré que dejarlas guardadas.

Tengo un coro nuevo de cantores y músicos, pero no pueden interpretar música alegre para que yo baile, también a causa de la cuaresma. Y tampoco puedo comer nada que merezca la pena a causa de la cuaresma. No puedo jugar a los naipes ni salir de caza, no puedo bailar ni practicar juegos, para ir al río hace demasiado frío y, aunque no fuera así, estamos en cuaresma. Ni siquiera puedo gastar bromas con mis damas, correr por mis aposentos, jugar a pillar ni a los bolos ni a la pelota, porque estamos en la aburridísima cuaresma.

Y el rey, por alguna razón, está consiguiendo que este año la cuaresma llegue con adelanto. Está de un humor tan pésimo que lleva desde febrero recluido en sus habitaciones y ya ni siquiera sale para cenar. Y a mí no me ve nunca, ya no es amable conmigo, y desde el día de Reyes no ha vuelto a regalarme nada ni a decirme que soy su rosa. Dicen que se encuentra enfermo, pero como siempre está tullido y estreñido, y como la herida que sufre le pudre constantemente la pierna, la verdad es que no veo dónde está la diferencia. Además, se muestra huraño con todo el mundo y no hay forma de agradarle. Casi ha cerrado la corte por completo, y todos andan de puntillas como si tuvieran miedo de respirar. De hecho, la mitad de las familias se han vuelto a su casa, ya que el rey no está aquí, el Consejo Privado no tiene asuntos que tratar y el rey no desea ver a nadie, de modo que muchos jóvenes se han marchado y ya no hay ninguna diversión en absoluto.

—Echa de menos a la reina Ana —dice Agnes Restwold, que es una rencorosa.

—Nada de eso —replico yo, tajante—. ¿Por qué iba a echarla de menos? Él mismo decidió echarla.

—La echa de menos —insiste Agnes—. ¿No lo veis? En cuanto ella se marchó, el rey dejó de hablar y después se puso enfermo, y ahora ya veis lo que está ocurriendo, se ha apartado de la corte para reflexionar sobre lo que puede hacer y cómo facilitar su regreso.

—Mentira —exclamo.

Es terrible decirme eso a mí. ¿Quién iba a saber mejor que yo que uno puede enamorarse de una persona y un día, al despertarse, descubrir que dicha persona apenas te importa? Pensaba que sólo me sucedía a mí, que tengo sentimientos muy superficiales, como dice mi abuela, pero ¿y si el rey los tuviera también? ¿Y si pensó, como de hecho pensé yo también, y es obvio que todo el mundo, que Ana estaba más espléndida de lo que había estado nunca? Todo lo que anteriormente tenía de extranjera y de tonta había desaparecido, y ahora estaba…, ¿cómo se dice?…, elegante. Parecía una verdadera reina, y yo era, como siempre, la joven más bonita de las presentes. Siempre soy la joven más bonita. Pero soy sólo eso, nunca soy nada más. ¿Y si el rey quiere a una mujer que posea elegancia?

—Agnes, os equivocáis al suponer que, basándoos en la larga amistad que tenéis con su excelencia, podéis angustiarla —interviene lady Rochford. Me encanta ver cómo se las arregla para decir cosas así. Emplea las palabras como si las sacara de una obra de teatro, y las dice en un tono que recuerda un chubasco de febrero que le cayera a una encima de la cabeza—. Eso es un chismorreo ocioso acerca de la mala salud del rey, por la que deberíamos estar rezando.

—Yo sí que rezo —me apresuro a decir, porque todo el mundo afirma que voy a la capilla pero me paso el tiempo asomando la cabeza por mi palco para observar a los jóvenes de la corte. La mayoría de las veces Thomas Culpepper levanta la vista hacia mí y me sonríe. Su sonrisa es lo mejor que tiene esa capilla, ilumina todo el recinto como si fuera un milagro—. Yo sí que rezo. Y cuando llegue la cuaresma, bien sabe Dios que no tendré otra cosa que hacer más que rezar.

Lady Rochford asiente con la cabeza.

—Bien, pues debemos rezar por la salud del rey.

—Pero ¿por qué? ¿Tan enfermo se encuentra? —le pregunto en voz baja para que no me oigan ni Agnes ni el resto de las damas.

Hay ocasiones en que pienso que ojalá no les hubiera permitido a todas entrar a mi servicio; eran adecuadas para estar en la cámara de las doncellas cuando estábamos en Lambeth, pero la verdad es que en mi opinión no siempre se comportan como debe comportarse una dama en la corte de una reina. Estoy segura de que la reina Ana no tenía unas damas de compañía tan descaradas como las que tengo yo. Las suyas se comportaban muchísimo mejor. Nosotras jamás habríamos osado dirigirnos a ella como mis damas se dirigen a mí.

—La úlcera de la pierna se le ha vuelto a cerrar —informa lady Rochford—. ¿No estabais escuchando cuando lo explicó el físico?

—No lo entendí —respondo—. Empecé escuchando, pero luego, como no entendía nada, dejé de prestar atención.

Lady Rochford frunce el entrecejo. —Hace varios años el rey sufrió una grave herida en la pierna —me explica—. Y dicha herida no se ha curado nunca. Por lo menos eso sí que lo sabréis.

—Sí —contesto, enfurruñada—. Eso lo sabe todo el mundo.

—Pues la herida ha empeorado y es necesario sajarla, todos los días hay que extraer el pus que se va formando.

—Eso ya lo sé —replico—. No habléis de ello.

—Bien, pues la herida se ha cerrado.

—Eso es bueno, ¿no? ¿Se ha curado? Ya está mejor.

—La herida se ha cerrado en la superficie, pero por debajo sigue abierta —explica lady Rochford—. El veneno no puede salir y va acumulándose en el vientre, en el corazón.

—¡No! —exclamo, sorprendida.

—La última vez que sucedió eso llegamos a temer por su vida —dice lady Rochford, sumamente seria—. Se le ennegreció el rostro igual que el de un cadáver envenenado, permaneció tumbado como un muerto hasta que le abrieron de nuevo la úlcera y extrajeron el veneno.

—¿Y cómo la abren? —inquiero—. La verdad es que resulta bastante repugnante.

—La rajan con un cuchillo y la sostienen abierta —explica lady Rochford—. A continuación, introducen en ella unas pequeñas piezas de oro. Tienen que clavarlas bien en la herida para que ésta se mantenga en carne viva, de lo contrario se cerrará. El rey debe soportar durante todo el tiempo el dolor de una llaga abierta, y es necesario repetir la operación de nuevo, cortar la piel y después cortar otra vez.

—¿Y así se repondrá? —pregunto entusiasmada, ya que estoy deseando que deje de hablarme de esas cosas.

—No —responde ella—. Con ello seguirá estando como antes, dolorido y cojeando, envenenado por la úlcera. El dolor lo pone furioso y, peor todavía, lo hace sentirse viejo y cansado. La cojera implica que ya no puede ser el hombre que era. Vos lo habéis ayudado a que se sienta joven otra vez, pero la llaga le recuerda que es un anciano.

—No puede haber creído que era joven. No puede haber creído que era joven y apuesto. No puede ser que lo haya pensado siquiera.

Lady Rochford me mira con gesto serio.

—Oh, Catalina, ya lo creo que sí, que pensaba que era joven y que estaba enamorado. Y hay que lograr que lo piense de nuevo.

—Pero ¿qué puedo hacer yo? —Noto que voy a echarme a llorar—. No puedo meterle ideas en la cabeza. Además, como está enfermo, ya no acude a mi lecho.

—Pues tendréis que ir vos al suyo —replica lady Rochford—. Acudid a su lado e inventad algo que lo haga sentirse otra vez joven y enamorado. Que se sienta como un hombre joven, lleno de deseo carnal.

Yo arrugo el ceño.

—No sé cómo.

—¿Qué haríais si él fuera un joven mozo?

—Podría decirle que uno de los jóvenes de la corte está enamorado de mí —propongo—. Podría darle celos. Aquí hay varios jóvenes —estoy pensando en Thomas Culpepper— a los que ciertamente yo podría desear.

—Ni se os ocurra —contesta lady Rochford con vehemencia—, ni se os ocurra algo semejante. Ya sabéis lo peligroso que es hacer eso.

—Sí, pero vos habéis dicho que…

—¿No se os ocurre una manera de conseguir que el rey se sienta de nuevo enamorado que no os lleve a vos al cadalso? —exige ella, irritada.

—¡Pero qué decís! —replico—. Únicamente he pensado que…

—Pues pensadlo otra vez —insiste ella de forma bastante grosera.

Yo no digo nada. No estoy pensando, guardo silencio a propósito para que ella vea que ha sido muy grosera y que yo no pienso aceptarlo.

—Decid al rey que teméis que quiera volver con la duquesa de Cléveris.

Eso me resulta tan sorprendente que me olvido de poner cara de enfurruñada y miro a lady Rochford con expresión de asombro.

—¡Pero si eso es lo que estaba diciendo Agnes y vos le habéis dicho que no me angustiase!

—Exacto —contesta lady Rochford—. He ahí la razón de que sea una mentira tan inteligente que es casi cierta. La mitad de la corte murmura eso mismo a escondidas, y Agnes Restwold os lo ha dicho a la cara. Si alguna vez dedicarais un solo momento a pensar en algo que no fuera vuestra belleza y vuestras joyas, sin duda estaríais preocupada y angustiada. Y lo mejor de todo, si acudís al lado del rey y os comportáis como si estuvierais preocupada y angustiada, él percibirá que ha habido una lucha entre dos mujeres por conquistarlo, y volverá a sentirse plenamente seguro de su propio encanto. Si lo hacéis bien, es posible que incluso volváis a tenerlo en vuestro lecho antes de que llegue la cuaresma.

Titubeo. —Yo deseo que sea feliz, por supuesto —digo con prudencia—, pero si no acude a mi lecho antes de que llegue la cuaresma, no importa gran cosa…

—Sí que importa. No se trata de vuestro placer ni del suyo —replica lady Rochford con solemnidad—. El rey necesita que le deis un hijo. Por lo visto, olvidáis continuamente que lo importante no es el baile ni la música, ni siquiera las joyas o las tierras. Vos no os ganáis el puesto de reina por ser la mujer que ama el rey, sino por ser la madre de su heredero. Hasta que le deis un hijo varón, no creo que llegue siquiera a coronaros.

—He de ser coronada —protesto.

—Pues entonces debéis meterlo en vuestra cama y darle un hijo —me dice lady Rochford—. Cualquier otra cosa resulta demasiado peligrosa para tenerla en cuenta siquiera.

—Iré —afirmo, y acto seguido dejo escapar un profundo suspiro de cansancio, como queriendo decir que me siento injustamente tratada, para que vea que no me asustan sus amenazas, sino que, por el contrario, voy a cumplir con mi deber—. Iré a verlo y le diré que me siento desgraciada.

Por suerte, cuando llego a la cámara del rey me encuentro con que la sala exterior, la de recibir, se halla extrañamente vacía, de tantas personas que se han ido a su casa. De manera que Thomas Culpepper está casi solo, jugando a los dados, la mano derecha contra la mano izquierda, sentado en el nicho de la ventana.

—¿Vais ganando? —le pregunto en un intento de iniciar una conversación en tono ligero.

Al verme, se pone en pie de un brinco y me hace una reverencia.

—Yo siempre gano, excelencia —me contesta. Su sonrisa hace que el corazón me dé un vuelco, de verdad que sí, cuando mueve la cabeza de ese modo y sonríe, siento cómo me late el corazón con mucha fuerza.

—Eso no representa una gran habilidad cuando uno juega solo —replico, aunque digo para mis adentros: «Y tampoco es muy ingenioso».

—Gano a los dados y a los naipes, pero en el amor no tengo nada que hacer —me dice él en voz muy queda.

Miro hacia atrás y veo que Catherine Tylney se ha parado a conversar con un pariente del duque de Hertford y que por una vez no está escuchando. Catherine Carey se encuentra a una distancia discreta, mirando por la ventana.

—¿Estáis enamorado? —inquiero.

—Vos debéis de saberlo —responde él en un susurro.

Apenas me atrevo a pensar. Debe de referirse a mí, debe de estar a punto de declarar el amor que siente por mí. Pero juro que si está hablando de otra persona, me moriré. No soporto que desee a nadie más. Sin embargo, sigo hablando en un tono de voz ligero.

—¿Y por qué debería saberlo yo?

—Vos debéis de saber a quién amo —me dice—. Vos, precisamente.

Ésta conversación es tan deliciosa que noto que se me encogen los dedos de los pies dentro de mis zapatillas nuevas. Me siento acalorada, estoy segura de que estoy ruborizándome, y él se percatará en seguida.

—¿Vos creéis?

—El rey accede a veros ahora mismo —dice de pronto el idiota del doctor Butt.

Yo doy un respingo y me aparto de Thomas Culpepper porque había olvidado por completo que he ido allí con el propósito de ver al rey y conseguir que me ame de nuevo. —Voy dentro de un minuto —respondo por encima del hombro.

Thomas deja escapar una risita, y yo me veo obligada a llevarme una mano a la boca para no reír también.

—No. Debéis ir ahora —me recuerda él en voz baja—. No podéis hacer esperar al rey. Cuando salgáis, me encontraréis aquí.

—Naturalmente que voy en seguida —respondo, acordándome de que tengo que parecer molesta por el desdén del rey, y seguidamente doy media vuelta a toda prisa y entro en tromba en su habitación.

Lo encuentro tendido en el lecho, semejante a un majestuoso navío varado en dique seco, con la pierna elevada y apoyada en varios cojines bordados. Su rostro grande y redondo muestra una expresión alicaída y lastimera. Me acerco despacio a su gigantesco lecho y procuro parecer ansiosa de recibir su amor.

La trampa dorada
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