Juana Bolena

Ampthill, octubre de 1541

Le ha venido el período aproximadamente una semana tarde, pero no me he dejado hundir demasiado por el desánimo. La mera idea del embarazo ha bastado para que el rey se haya sentido más enamorado de ella que nunca, y Catalina por lo menos ha aceptado que aunque el sol sale y se pone únicamente sobre Thomas Culpepper, éste no tiene por qué ser partícipe de hasta el más mínimo secreto.

Catalina ha observado una conducta muy amable con las personas a las que ha conocido durante este viaje, y aunque se ha aburrido y ha prestado una atención escasa, ha conservado una sonrisa complaciente en la cara, y también ha aprendido a seguir al rey unos pasos por detrás de él y a mostrar una actitud aparente de obediencia y recato. En la cama le sirve bien, como una meretriz a sueldo, y en la cena se sienta a su lado y en ningún momento delata ni con el más mínimo gesto que el rey ha soltado una ventosidad o un eructo. Es una joven tonta y egoísta, pero con el tiempo podría terminar siendo una buena reina. Si concibe un hijo y da un heredero varón a Inglaterra, es posible que viva lo suficiente para aprender a ser una soberana a la que el pueblo admire.

En todo caso, el rey está loco por ella. Su indulgencia nos facilita enormemente la tarea de hacer entrar y salir a Culpepper de la alcoba de Catalina. En Pontefract tuvimos una mala noche cuando sin previo aviso envió a su habitación a sir Anthony Denny, y ella estaba encerrada bajo llave con Culpepper. Denny probó a abrir la puerta y se marchó sin decir nada. Hubo otro día en que el rey, acostado en la cama de Catalina, se revolvió mientras ellos dos estaban entregados a lo suyo mismamente al otro lado de la puerta, y ella tuvo que regresar a toda prisa con él, aún húmeda por el sudor y por los besos. Si el ambiente de la alcoba no hubiera estado cargado de la fetidez de las ventosidades que había expulsado previamente, sin duda alguna el rey habría percibido el aroma a lujuria. En Grafton Regis los amantes se aparearon en el retrete: él subió la escalera que lleva a la cámara amurallada que pende sobre el foso y ella dijo a sus damas que sufría fuertes náuseas y pasó la tarde allí dentro con él, fornicando sin parar mientras los demás preparábamos leche con vino y especias. Si no fuera tan peligroso, resultaría gracioso. Tanto es así, que todavía se me corta la respiración cuando los oigo trajinar.

Pero nunca me río. Me vienen a la memoria mi esposo y su hermana y se me seca la risa en la boca. Me acuerdo de cuando él le prometió ser su hombre a pesar de toda circunstancia. Me acuerdo de cuando ella estaba desesperada por concebir un hijo varón, segura de que Enrique no podía dárselo. Me acuerdo del pacto impío que se vieron obligados a hacer los dos. Y luego, con un leve quejido, me acuerdo de que todo eso es producto de mi miedo, de mi fantasía, y de que en realidad no llegó a suceder. Lo peor de que estén muertos es que ya nunca sabré qué ocurrió. La única solución que he encontrado a lo largo de todos estos años para soportar el pensar en lo que hicieron y en el papel que desempeñé yo ha sido la de apartar ese pensamiento de mí. Nunca pienso en ello, nunca hablo de ello, y nadie habla de ellos en mi presencia. Es como si no hubieran existido. Ésa es la única manera de poder soportar pensar que yo estoy viva y que ellos han muerto: fingir que no existieron.

—Entonces, cuando la reina Ana Bolena fue acusada de traición, ¿en realidad querían decir adulterio? —me pregunta Catalina.

Ésa pregunta, que ha acertado tan de lleno en el objeto de mis pensamientos, es como un puñal.

—¿Qué queréis decir? —inquiero.

Nos dirigimos a caballo desde Collyweston hacia Ampthill una mañana fría y luminosa del mes de octubre. El rey va muy por delante de nosotras, galopando en compañía de los jóvenes de su séquito, creyendo que está ganando una carrera, cuando en realidad los otros van sofrenando a sus monturas, entre ellos Thomas Culpepper. Catalina avanza al paso a lomos de su yegua gris, y yo voy a su lado montando uno de los animales de caza de los establos Howard. Todos los demás se han rezagado para chismorrear, y no hay nadie en quien pueda refugiarme para protegerme de la curiosidad de Catalina.

—En otra ocasión me dijisteis que a ella y a los otros hombres los acusaron de adulterio —persiste.

—Eso fue hace ya meses.

—Ya lo sé, he estado pensando un poco al respecto.

—Pensáis muy despacio —replico en tono desagradable.

—Ya lo sé —dice ella sin desalentarse—. He estado pensando que acusaron a mi prima Ana Bolena de traición sólo porque le fue infiel al rey, y por eso la decapitaron. —Mira en derredor y añade—: Y he estado pensando que yo me encuentro en la misma situación. Si alguien se enterase, dirían que le estoy siendo infiel al rey. A lo mejor decidían que eso también es traición.

—Por eso nunca decimos nada —contesto—. Por eso tenemos cuidado. ¿Os acordáis? Desde el principio os vengo advirtiendo de que seáis prudente.

—Pero ¿por qué me habéis ayudado con Thomas, sabiendo como sabéis lo peligroso que es, después de que mataron a vuestra cuñada por ese mismo motivo?

No sé qué responder. No se me había ocurrido que Catalina pudiera hacerme esta pregunta. Pero es tan lerda que, en efecto, en ocasiones va directamente a lo más obvio. Vuelvo la cabeza como si estuviera contemplando los fríos prados en los que el río, muy crecido tras las recientes lluvias, reluce como una espada, una espada francesa.

—Porque vos me rogasteis que os ayudara —respondo—. Soy amiga vuestra.

—¿Ayudasteis a Ana Bolena?

—¡No! —exclamo—. ¡Ella no habría aceptado mi ayuda!

—¿No erais amiga suya?

—Era su cuñada.

—¿No os tenía aprecio?

—Dudo que alguna vez me viera de arriba abajo. No tenía ojos para mí.

Eso no pone fin a sus especulaciones, como era mi intención, sino que las alimenta más aún. Casi me parece oír cómo los pensamientos giran lentamente en su cabeza.

—¿Así que no os tenía aprecio? —repite—. Ella, su esposo y su hermana estaban siempre juntos. Pero a vos os dejaban fuera.

Yo dejo escapar una carcajada, pero no resulta divertida.

—Lo decís como si fueran niños jugando en el patio del colegio.

Ella asiente con un gesto.

—Precisamente así son las cosas en una corte real. ¿Y vos los odiabais porque no os dejaban entrar en el grupo?

—Yo era una Bolena —replico—. Era tan Bolena como ellos. Bolena por matrimonio, el tío de ellos, el duque, también es tío mío. Los intereses que yo tengo en la familia eran también los que tenían ellos.

—Y ahora sólo quedáis vos y María —dice Catalina—. Pero María es una Stafford y no viene nunca a la corte. Vos sois el último miembro de la casa Bolena.

—Así es —afirmo. Pienso en la terrible tristeza que supone ser el último miembro de una familia, como si todo lo que fue maravilloso hubiera muerto y desaparecido y no fuera a volver nunca más.

—Entonces, ¿por qué disteis testimonio contra ellos? —me pregunta Catalina.

Que me acuse de forma tan directa me deja tan conmocionada que apenas puedo hablar. La miro y le digo:

—¿Dónde habéis oído eso? ¿Por qué queréis hablar de ello?

—Me lo ha dicho Catherine Carey —responde como si careciera de importancia que las dos jovencitas, que casi son unas niñas, compartieran confidencias acerca de traiciones, incestos y muertes—. Me dijo que vos testificasteis contra vuestro esposo y su hermana, que aportasteis pruebas que demostraban que eran amantes y traidores.

—No es verdad —susurro—. No hice tal cosa. —No puedo soportar que Catalina mencione esos hechos, nunca pienso en ellos, y no deseo pensar en ellos hoy—. No sucedió así. Vos no lo entendéis porque no sois más que una niña. Cuando ocurrió todo eso erais muy pequeña. Intenté salvarlos a ambos, a mi esposo y a su hermana, fue un grandioso plan urdido por vuestro tío. Fracasó, pero debería haber tenido éxito. Creí que salvaría a mi esposo prestando testimonio, pero todo se torció.

—¿Fue eso lo que sucedió?

—¡Fue muy doloroso! —exclamo en mi sufrimiento—. Intenté salvarlo, lo amaba, habría hecho cualquier cosa por él.

El joven semblante de la reina trasluce una profunda compasión.

—¿Vuestra intención era la de salvarlo?

Me enjugo las lágrimas de los ojos con el dorso del guante. —Yo habría dado la vida por él —afirmo—. Creía que iba a salvarlo. Iba a salvarlo. Habría hecho lo que fuera por salvarlo.

—¿Y por qué se torcieron las cosas? —susurra Catalina.

—Vuestro tío y yo creíamos que si ambos se declaraban culpables ella se divorciaría y sería enviada a un convento. Creíamos que mi esposo sería despojado de su título y de sus honores y desterrado. Los hombres cuyos nombres se citaron junto al de ella no eran culpables de ningún modo, eso lo sabía todo el mundo; eran amigos de Jorge y cortesanos de la reina, no amantes. Creíamos que a todos se les concedería el perdón, igual que se le concedió a Thomas Wyatt.

—¿Y qué ocurrió?

Ésta reconstrucción de lo sucedido parece una pesadilla. Es la pesadilla que acude a mí con tanta frecuencia, que me despierta por la noche como un fuerte malestar, que me saca de la cama y me hace pasear sin descanso a oscuras hasta que el cielo se ilumina con las primeras luces y comprendo que mi calvario ha terminado.

—Ellos negaron que fueran culpables. Aquello no formaba parte del plan. Deberían haber confesado, pero lo negaron todo excepto algunas cosas que dijeron contra el rey, como que Jorge había afirmado que Enrique era impotente. —Incluso en este luminoso día de otoño, cinco años después del juicio, todavía bajo el tono de voz y miro a mi alrededor para cerciorarme de que no haya nadie que pueda oírnos—. Les falló el valor, negaron su culpabilidad y no suplicaron clemencia. Yo seguí adelante con el plan, como dijo vuestro tío que debía hacer. Salvé el título, salvé las tierras, salvé la herencia de los Bolena, salvé su fortuna.

Catalina está aguardando. No entiende que éste es el final del relato. Que ésta es mi gran obra y mi triunfo: haber salvado el título y las tierras. Parece incluso confusa.

—Hice lo que tenía que hacer para salvar la herencia de los Bolena —le repito—. Mi suegro, el padre de Jorge y de Ana, había amasado una fortuna a lo largo de su vida, la cual Jorge había aumentado. Las riquezas de Ana habían ido a parar a ella. Y yo la salvé. Salvé Rochford Hall para nosotros, conservé el título. Sigo siendo lady Rochford.

—Vos salvasteis la herencia, pero ellos no la heredaron —dice Catalina sin comprender—. Vuestro esposo murió, y debió de pensar que vos estabais testificando contra él. Debió de pensar que a pesar de que él se declaraba no culpable, vos lo estabais acusando. Fuisteis testigo de la acusación. —Piensa despacio, habla despacio y dice despacio lo peor de todo—: Debió de pensar que vos lo condujisteis a la muerte para poder quedaros con el título y con las tierras; de hecho, lo matasteis vos misma.

Siento deseos de chillarle por decir eso, por expresar con palabras esta pesadilla. Me paso el dorso del guante por la cara como si quisiera borrar el ceño fruncido de mi frente.

—No. ¡No fue así! ¡No fue así! Jorge no pudo pensar tal cosa —afirmo, desesperada—. Él sabía que yo lo amaba, que estaba intentando salvarlo. Cuando iba camino del cadalso debió de saber que yo estaba arrodillada ante el rey, rogándole que perdonara la vida a mi esposo. Cuando Ana iba camino del cadalso debió de saber que en el último momento yo estaba ante el rey suplicándole que le perdonara la vida.

Catalina afirma con la cabeza. —Pues espero que nunca testifiquéis contra mí —me dice. Es un malísimo intento de hacer una broma, ni siquiera la retribuyo con una sonrisa.

—Aquello marcó el fin de mi vida —digo simplemente—. No fue sólo el fin de ellos dos, sino que también supuso la muerte para mí.

Avanzamos un rato en silencio. En eso, dos o tres amigas de Catalina azuzan a sus monturas para situarse a su lado y charlar acerca de Ampthill y del recibimiento que sin duda van a ofrecernos, y para preguntarle si ya se ha aburrido del vestido amarillo y piensa regalárselo a Catherine Tylney. Al cabo de un momento tiene lugar una riña porque Catalina se lo había prometido a Joan pero Margaret insiste en que debe quedárselo ella.

—Haced el favor de calmaros las dos —les ordeno yo, haciendo un esfuerzo para volver al momento presente—. La reina se ha puesto ese vestido apenas tres veces, y se quedará en su guardarropa hasta que lo haya usado un poco más.

—No me importa —dice Catalina—. Siempre puedo encargar otro.

La trampa dorada
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