Ana
Palacio de Richmond, septiembre de 1541
Ha sido un buen verano para mí, el primero en Inglaterra como mujer libre. Las granjas adyacentes al palacio están muy cuidadas, y cuando he salido a montar he visto que las cosechas ya están maduras y que los frutales de los huertos están a rebosar. Éste es un país rico, hemos preparado grandes reservas de heno para dar de comer a los animales a lo largo del invierno, y, según me informan, en los graneros vamos a amontonar grandes cantidades de grano que después se llevará a moler. Si este país estuviera gobernado por un hombre que deseara la paz y compartiera la riqueza, sería una tierra tranquila y próspera.
El odio que siente el rey tanto hacia los papistas como hacia los protestantes amarga la vida de sus súbditos. En la iglesia, cuando se eleva la hostia, hasta los niños más pequeños han sido enseñados a mirarla fijamente, a inclinar la cabeza y a santiguarse, y sus padres los amenazan diciéndoles que si no hacen lo que manda el rey serán apresados y quemados en la hoguera. Las gentes pobres no entienden la santidad de ese acto, lo único que saben es que ahora el rey desea que agachen la cabeza y se persignen, de igual manera que antes tenían que oír la misa en inglés, no en latín, y tenían una Biblia en la iglesia para todo aquel que quisiera leerla, una Biblia que ahora les han quitado de nuevo. El rey manda en la Iglesia igual que manda pagar impuestos cada vez más injustos: porque puede, porque nadie se atreve a impedírselo, porque ahora constituye traición incluso el hecho de cuestionar sus acciones.
Corren callados rumores de que la rebelión del norte estuvo encabezada por hombres valientes, hombres valerosos que creían que podían luchar por su Dios enfrentándose al rey. Pero los más viejos de la aldea señalan que ahora están todos muertos y que el viaje al norte que realiza el rey este año tiene por finalidad pisotear sus tumbas e insultar a sus viudas.
No interfiero con nada que diga nadie, si llega a mis oídos algo que pudiera interpretarse como traición me apresuro a poner distancia de por medio y le comento a alguna de mis damas o algún miembro de mi corte que he oído algo pero no lo he entendido. Me refugio en mi ignorancia, pienso que ello será mi salvación. Compongo un gesto inexpresivo de no comprender y confío en que mi fama de ser fea e imperturbable me salve. En general, la gente no dice nada en mi presencia, antes bien me trata con una mezcla de amabilidad y confusión, como si hubiera sobrevivido a una enfermedad terrible y debiera ser tratada con cuidado. Y en cierto modo, así es. Soy la primera mujer que ha sobrevivido al matrimonio con el rey. Ésa es una hazaña más notable que sobrevivir a la peste. La peste atraviesa una ciudad y en el peor verano, en las zonas más pobres, es posible que mueran una de cada diez mujeres; pero de las cuatro esposas que ha tenido el rey sólo ha habido una que haya emergido con la salud y la fortuna intactas: yo. Pero ¿cuánto tiempo va a durarme eso?
El espía del doctor Harst me afirma que la salud del rey ha mejorado mucho y que su mal humor ha desaparecido ahora que está viajando hacia el norte. A dicho espía no se le ordenó que acompañara a la corte, sino que se quedara en Hampton Court con el objeto de limpiar las habitaciones del rey durante la rehabilitación general del palacio. Así que no tengo modo de saber qué tal avanza el viaje. Recibí una breve carta de lady Rochford en la que me decía que el rey está mejor de salud y que tanto él como Catalina están contentos. Si esa pobre niña no concibe un hijo pronto, no creo que ese contento le dure mucho tiempo más.
También escribo a la princesa María. Se siente muy aliviada al saber que la cuestión de su desposorio con un príncipe francés se haya dejado a un lado, ya que España y Francia entrarán en guerra y el rey Enrique se pondrá de parte de la primera. El gran miedo del rey es sufrir una invasión por parte de Francia, y una porción de los odiados impuestos se destinará a la construcción de fuertes a lo largo de toda la costa sur. Desde el punto de vista de la princesa María, tan sólo importa una cosa: que si su padre se alía con España, ella no se casará con un príncipe francés. Es una hija tan apasionada de su madre española, que en mi opinión preferiría vivir y morir virgen antes que casarse con un francés. Espera que el rey me permita visitarla antes de que llegue el otoño. Cuando Enrique regrese de su viaje, le escribiré para preguntarle si puedo invitar a la princesa María a pasar unos días conmigo. Me gustaría estar unos días en su compañía, ella se ríe de mí y dice que somos las solteronas reales, y así es. Somos dos mujeres totalmente inútiles. Nadie sabe si yo soy una duquesa, una reina o nada en absoluto. Y nadie sabe si ella es una princesa o una hija bastarda. Las solteronas reales. ¿Qué va a ser de nosotras?