Ana

Palacio de Richmond, junio de 1541

He recibido una carta del lord chambelán en la que se me invita a viajar con la corte este verano. El rey va a trasladarse a las tierras que posee en el norte, en las que tan recientemente ha habido una insurrección contra él por los ataques dirigidos a la religión antigua. Va allí con el fin de administrar castigos y recompensas, ya ha enviado por delante al verdugo, detrás del cual irá él seguro y a salvo.

Permanezco largo rato sentada con la carta en la mano. Estoy intentando sopesar los peligros. Si estoy en la corte con el rey, y éste disfruta de mi compañía, y gozo de su favor, tendré garantizada mi seguridad durante otro año más, acaso. Pero también es cierto que los inflexibles de su corte se percatarán de que el rey vuelve a sentir aprecio por mí y empezarán a pensar cómo apartarme de él. El tío de Catalina, el duque de Norfolk, insistirá en que su sobrina continúe gozando del favor de Enrique, y no le gustará que se hagan comparaciones de ninguna clase entre ella y yo. Habrá guardado bien los documentos que demuestran que yo formaba parte de una conspiración papista para destruir al rey. Es posible que haya fabricado pruebas de algo peor: adulterio o brujería, herejía o traición; a saber qué declaraciones juradas solemnemente recopiló cuando pensaban que iban a condenarme a muerte. Seguro que no las arrojó a la basura cuando el rey decidió divorciarse de mí, seguro que aún las conserva. Las conservará para siempre, por si acaso un día le apetece destruirme.

Pero si no voy, no estaré allí presente para defenderme. Si alguien dice algo contra mí, si me relaciona con los conspiradores del norte, o con la pobre condesa Margaret Pole, o con el caído en desgracia Thomas Cromwell, con algo que mi hermano pueda decir o hacer, no habrá nadie que hable en mi favor.

Me guardo la carta en el bolsillo del vestido y voy hasta la ventana para contemplar cómo se mecen los manzanos en flor del huerto que hay más allá de los jardines. Me gusta estar aquí, me gusta ser dueña de mí misma, me gusta estar al mando de mi propia fortuna. La idea de acudir a ese foso de peleas que es la corte inglesa y tener que enfrentarme a ese monstruo viejo y terrorífico que es el rey es demasiado para mí, y me digo: Dios quiera que no me equivoque al afrontar el riesgo que entraña no acompañar al rey en ese viaje, de quedarme aquí y arriesgarme a que hablen en mi contra. Mejor eso que viajar con él y exponerme al peligro de atraer las envidias; mejor cualquier cosa antes que viajar con él y ver cómo esos ojos porcinos se posan en mí y comprender que alguna acción por mi parte —ninguna que yo recuerde siquiera— ha provocado su enemistad y me ha puesto en peligro.

Enrique es un peligro, es un peligro, es un peligro para todo el que esté cerca de él. Me quedaré en Richmond con la esperanza de que el peligro que representa Enrique pase de largo por mi puerta y me permita vivir aquí tranquila y a salvo.

Me quedaré aquí, libre del rebaño asustado que es esa corte, estaré sola como un halconcito que vuela en solitario por la silenciosa bóveda celeste. Tengo motivos para albergar temores, pero no vivo con miedo. Correré el riesgo. Voy a tomarme este verano para mí misma.

La trampa dorada
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