Ana

Palacio de Whitehall, domingo, 11 de enero de 1540

Hoy es un día maravilloso, realmente tengo la sensación de ser reina. Estoy sentada en el palco real, mi propio palco, el de la reina, en la torre que acaba de construirse en Whitehall, y en el campo de justa, a mis pies, se encuentra la mitad de la nobleza de Inglaterra, entre ella, varios caballeros importantes venidos de Francia y España para mostrar también su valentía y buscar mi favor.

Sí, mi favor, porque aunque por dentro sigo siendo Ana de Cléveris, que no goza de mucha consideración ni es la más bella ni la más dulce de las féminas de Cléveris, por fuera ahora soy la reina de Inglaterra, y resulta asombroso que me haya vuelto mucho más alta y más hermosa ahora que llevo una corona en la cabeza.

El vestido nuevo contribuye en gran medida a que me sienta más segura de mí misma. Está cortado al estilo inglés, y aunque me siento peligrosamente desnuda llevando un escote tan bajo sin una pieza de muselina que me llegue a la barbilla, por fin tengo una imagen más similar a la de las otras damas y parezco menos una recién llegada a la corte. Incluso llevo puesta una cofia de estilo francés, aunque me la he echado hacia adelante para ocultar el cabello. La siento muy liviana y tengo que acordarme de no zarandear la cabeza y reír impulsada por esa sensación de libertad. No deseo parecer demasiado cambiada, demasiado ligera en mi actitud. Mi madre se quedaría horrorizada al verme, y no quiero decepcionarla a ella ni a mi país.

Ya tengo a varios jóvenes que solicitan mi favor para competir en el campo de justa, que me hacen reverencias y me sonríen con un calor especial en los ojos. Yo, con meticuloso cuidado, mantengo mi dignidad y concedo mi favor únicamente a aquellos que ya cuentan con la consideración del rey o a los que llevan sus apuestas. En estas cuestiones lady Rochford es una valiosa consejera; evitará que me acerque al peligro de causar alguna ofensa y al peligro mucho más grave de causar escándalo. En ningún momento me olvido de que la reina de Inglaterra ha de quedar al margen de cualquier murmuración de un posible coqueteo. En ningún momento me olvido de que fue en una justa, similar a ésta, en donde un joven, seguido de otro, combatió llevando el pañuelo de la reina y al final de aquel día ambos fueron apresados por adulterio, de tal modo que una jornada feliz para la reina acabó en el cadalso.

Ésta corte no lo recuerda; a pesar de que los hombres que prestaron declaración y propiciaron la sentencia de muerte de ella se encuentran aquí hoy, a la luz del sol, sonriendo y lanzando órdenes al interior del campo de justa, y a pesar de que los que sobrevivieron, como Thomas Wyatt, me sonríen a mí como si no hubieran visto a otras tres mujeres en el lugar que ahora ocupo yo.

El campo de la liza está rodeado de tableros pintados y delimitado por postes decorados con las franjas verdes y blancas de los Tudor, de cuyo extremo cuelgan estandartes que ondean al viento. Hay millares de personas presentes, todas vestidas con sus mejores galas en busca de diversión. Se oye el clamor de la gente que vocea ofreciendo sus mercancías, la cantinela de las muchachas que venden flores y el tintineo de las monedas conforme las apuestas van cambiando de manos. Los ciudadanos me vitorean cada vez que vuelvo la vista en dirección a ellos, y sus esposas y sus hijas agitan el pañuelo y exclaman: «¡Viva la reina Ana!» cuando yo alzo una mano para agradecer sus atenciones. Los hombres lanzan sus sombreros al aire y gritan mi nombre, y hay una afluencia constante de nobles y pequeños aristócratas que acuden al palco real para tomarme de la mano y hacerme una venia al tiempo que me presentan a sus esposas, llegados a Londres especialmente para asistir al torneo.

El campo de la justa desprende un agradable aroma, por efecto de los numerosos ramilletes de flores y de la arena limpia y recién humedecida, y cuando entran los caballos al galope, frenan para quedarse quietos y retroceden, levantan una rociada de polvo dorado. Los caballeros están imponentes con sus armaduras, cada pieza de las cuales ha sido bruñida hasta hacerla relucir como la plata, y todas ellas presentan magníficos relieves e incrustaciones de metales lujosos. Sus pajes portaestandartes llevan pendones de seda de vivos colores bordados con divisas especiales. Hay muchos que se presentan como caballeros misteriosos, con la visera del yelmo bajada y nombres extraños y románticos que profieren a modo de desafío, y hay algunos que vienen acompañados de un bardo que narra su trágica historia en forma de poema o canta una canción antes del torneo. Yo temía que fuera un día de luchas y que no pudiera entender lo que sucedía, pero resulta muy entretenido, digno del desfile más lucido, contemplar cómo van entrando los hermosos caballos en el campo de liza, cómo se hinchan de orgullo los apuestos caballeros y cómo los aclaman y los vitorean los miles de espectadores presentes.

Antes de comenzar, los participantes realizan un paseo de exhibición y son recibidos en la arena por un cuadro de teatro que los está aguardando. El centro de la escena lo ocupa el rey en persona, ataviado como un caballero de Jerusalén, acompañado por las damas de mi corte, vestidas con disfraces y sentadas en un enorme carromato que entra tirado por caballos cubiertos de amplias sedas de color azul, en representación del mar, deduzco, pero no alcanzo a entender qué se supone que significan las damas. Teniendo en cuenta la radiante sonrisa de la pequeña Catalina Howard, que está situada en la primera fila con una mano levantada para protegerse sus luminosos ojos, imagino que representará a una sirena o algo parecido, tal vez una Lorelei o una sílfide. Desde luego, va envuelta en una muselina blanca que podría representar la espuma del mar y la ha dejado caer accidentalmente, de tal manera que se le ve un hombro encantador, como si estuviera emergiendo desnuda del agua.

Cuando domine un poco mejor el idioma, hablaré con ella sobre la conveniencia de cuidar de la reputación y de la modestia. No tiene madre, que falleció cuando ella era muy pequeña, y su padre es un derrochador despreocupado que vive en el extranjero, en Calais. A ella la ha criado su abuelastra, según me ha dicho Juana, de modo que es posible que no haya tenido a nadie que la haya advertido de que el rey está muy alerta ante cualquier muestra de conducta impropia. Puede ser que hoy le esté permitido vestir de esa manera, dado que forma parte de un cuadro de teatro, pero ese modo de resbalarse la tela para dejar al descubierto la espalda, blanca y esbelta, yo sé que resulta totalmente inadecuado.

Las damas bailan en la arena y a continuación hacen una reverencia y escoltan al rey hasta mi palco, donde tomará asiento a mi lado. Yo sonrío y le ofrezco la mano como si formáramos parte de un desfile, y el público ruge de placer al ver que él me la besa. A mí me corresponde sonreír muy dulcemente, hacerle una inclinación de cabeza e invitarlo a acomodarse en su asiento, grandioso y reforzado, que se eleva por encima del mío. Lady Juana se encarga de que le sirvan una copa de vino y algunos dulces, y seguidamente me indica a mí con un gesto de la cabeza que debo sentarme junto a él.

Las damas se retiran y dejan paso a media docena de caballeros, todos ataviados con armadura negra, que llegan a caballo portando una bandera azul, con lo que imagino que representan la marea o el dios Neptuno o algo así. Me siento muy ignorante por no entender el significado completo de esto, pero da igual, porque, una vez que hayan recorrido el perímetro a caballo, y los heraldos hayan anunciado sus títulos, y la multitud haya dado su aprobación con un fuerte clamor, comenzará la justa.

El público abarrota las gradas, y los más pobres se amontonan en los espacios que hay entre las mismas. Cada vez que se acerca a mí un caballero para presentarme sus armas, la multitud lanza un potente estruendo de aprobación y grita una y otra vez: «¡Ana! ¡Ana de Cléveris!». Yo me pongo de pie y doy las gracias saludando con la mano. No entiendo qué he hecho para ganarme semejante aclamación pública, pero es maravilloso saber que el pueblo de Inglaterra me ha tomado aprecio con la misma naturalidad y facilidad con que yo se lo he tomado a él. El rey se pone de pie a mi lado y me coge de la mano delante de todos.

—Bien hecho —me dice de forma concisa, y a continuación sale de palco.

Yo me vuelvo hacia Juana Bolena, por si debiera acompañarlo, pero ella niega con la cabeza.

—Habrá ido a conversar con los caballeros —me dice—. Y con las damas, por supuesto. Vos debéis quedaros aquí.

Vuelvo a sentarme y observo que el rey ha reaparecido en su palco real propio, situado enfrente del mío. Me saluda con la mano y yo le devuelvo el mismo gesto. Toma asiento, y yo lo imito al cabo de unos momentos.

—Ya sois amada —me dice lord Lisle en voz baja y en inglés, y yo capto lo que quiere decir.

—¿Por qué?

Él sonríe. —Porque sois joven. —Calla unos instantes esperando que yo indique con la cabeza que he comprendido—. El pueblo desea que tengáis un hijo varón. Porque sois hermosa, y porque sonreís y saludáis a la gente con la mano. Quieren una reina bella y dichosa que les dé un hijo.

Me encojo ligeramente de hombros ante las costumbres sencillas de pueblo tan complicado. Si lo único que desean es que yo sea feliz, eso es fácil. Jamás en mi vida he sido tan feliz. Jamás he estado tan lejos de la reprobación de mi madre y los accesos de ira de mi hermano. Soy una mujer por derecho propio, poseo un lugar propio y amigos propios. Soy soberana de un gran país que, en mi opinión, se hará aún más próspero y ambicioso. El rey es el amo caprichoso de una corte nerviosa, hasta yo me doy cuenta de ello; pero también en eso quizá pueda cambiar las cosas. Acaso yo podría proporcionar a este país la estabilidad que necesita, puede que incluso sea capaz de aconsejar al rey que tenga más paciencia. Ya estoy viendo cómo será mi vida aquí, ya me imagino a mí misma siendo reina. Sé que puedo hacerlo. Sonrío a lord Lisle, que llevaba varios días mostrándose distante conmigo y sin la actitud amable que es habitual en él.

—Gracias —respondo—. Así espero.

Él asiente con la cabeza. —¿Estáis bien? —pregunto torpemente—. ¿Contento?

Él se muestra sorprendido por mi pregunta.

—Pues… sí. Sí, excelencia.

Busco la palabra que necesito:

—¿Sin problemas?

Por un instante capto la expresión de pánico que cruza por su semblante, el impulso momentáneo de confiarse a mí. Pero desaparece en seguida.

—Sin problemas, excelencia.

Veo que su mirada se desvía hacia el campo de justa, hacia el lado de enfrente, donde está sentado el rey. Junto a él se encuentra lord Thomas Cromwell, susurrándole al oído. Sé que en una corte siempre hay facciones, que el favor del rey va y viene. A lo mejor lord Lisle ha ofendido al rey de algún modo.

—Sé que sois buen amigo para mí —le digo.

Él afirma con la cabeza. —Dios guarde a vuestra excelencia, con independencia de lo que depare el destino —responde él, y acto seguido se aparta de mi silla y se queda de pie al fondo del palco.

Observo que el rey se levanta de su asiento y va hacia la parte delantera de su palco. Un paje lo ayuda a mantenerse firme sobre su pierna lisiada. Coge su enorme guantelete y lo sostiene por encima de la cabeza. La multitud guarda silencio, todos los ojos fijos en él, en su magnífico rey, en el hombre que se ha hecho él mismo rey, emperador y papa. A continuación, de forma muy inteligente, cuando toda la atención está puesta en él, me dirige una reverencia y me hace un gesto con el guantelete. El público muestra su aprobación con un fuerte clamor. Me corresponde a mí dar comienzo a la justa.

Me levanto de mi elegante silla bajo el toldo dorado que se alza por encima de mí. A uno y otro lado del palco ondean las cortinas con los colores verde y blanco de los Tudor y con mis iniciales por todas partes, al igual que mi blasón. Las otras iniciales, las que corresponden a todas las otras reinas, se encuentran sólo en la parte posterior de las cortinas y no se ven. El criterio que prevalecerá a partir de hoy es que ha habido únicamente una reina: yo. La corte, el pueblo, el rey, todos conspiran para olvidar a las demás, y yo no voy a recordárselas. Ésta justa es para mí, como si yo fuera la primera de las reinas de Enrique.

Alzo una mano y el campo entero enmudece. Dejo caer el guante, y de uno y otro extremo del recinto parten los caballos al galope azuzados por las espuelas que se les clavan en los flancos. Los dos jinetes se lanzan el uno hacia el otro. El de la izquierda, lord Richman, baja la lanza un poco más tarde y la dirige con puntería certera. Con un tremendo golpe seco, semejante a un hacha al hender un árbol, la lanza alcanza al contrincante en el centro mismo del peto, y éste, dejando escapar un bramido, es descabalgado violentamente de su montura. Lord Richman llega hasta el final del eje del campo y su escudero agarra el caballo al tiempo que su señor se levanta la visera del yelmo y observa a su adversario, que yace tendido en la arena.

Entre mis damas, lady Lisle lanza un gritito y se pone de pie.

El joven se incorpora con inseguridad, con las piernas tambaleantes.

—¿Está herido? —pregunto en voz baja a lady Rochford.

Ella observa la escena con avidez. —Es posible —contesta con un tono exultante de placer en la voz—. Éste deporte es violento. Él conoce los riesgos.

—¿Hay un…? —No sé cómo se dice «médico» en inglés.

—Está andando —señala lady Rochford—. No está herido.

Cuando le retiran el yelmo se aprecia que el pobre joven está blanco como una sábana. Sus cabellos castaños y rizados se le han ennegrecido por el sudor y se le han pegado a la cara. —Thomas Culpepper —me informa lady Rochford—. Un pariente lejano de mi familia. Un muchacho muy apuesto. —Me mira con una sonrisita maliciosa—. Lady Lisle le había otorgado su favor, posee una reputación pésima entre las damas.

Yo le dirijo una sonrisa al verlo acercarse con paso inseguro al palco de la reina para hacerme una profunda reverencia. Su escudero lo sujeta del codo para ayudarlo a erguirse de nuevo. —Pobre muchacho —digo—. Pobre muchacho.

—Me siento honrado de caer a vuestro servicio —me dice él, pronunciando con dificultad a causa del hematoma que tiene en la boca.

Es un joven de belleza arrebatadora, tanta que incluso yo, que he sido criada por la más estricta de las madres, siento súbitamente el deseo de sacarlo del campo de liza y bañarlo.

—Con vuestro permiso, volveré a competir por vos —declara—. Tal vez mañana, si puedo montar.

—Sí, pero tened cuidado —respondo.

Él me obsequia con una sonrisa triste y dulcísima, ejecuta una venia y se aparta a un lado. Después sale cojeando del campo de justa y el vencedor de esta primera lid procede a recorrer el perímetro del campo a un trote lento, agradeciendo los gritos de la multitud que apostó por él. Yo me vuelvo hacia mis damas y observo que lady Lisle está mirando al joven como si lo adorase, y que Catalina Howard, al fondo del palco y con una capa echada por encima del disfraz que lleva, tiene la vista fija en él.

—Ya basta —ordeno. He de aprender a mandar en mis damas, tienen que comportarse tal como aprobaría mi madre. La reina de Inglaterra y sus damas deben quedar al margen de todo cuestionamiento. Y desde luego, nosotras tres no deberíamos mirar boquiabiertas a un joven atractivo—. Catalina, vestíos en seguida. Lady Lisle, ¿dónde está vuestro señor esposo?

Las dos asienten con la cabeza y Catalina se apresura a salir. Yo vuelvo a sentarme en mi trono al tiempo que sale a la arena otro participante y su heraldo. Ésta vez el poema es muy largo y en latín, por lo que mi mano se desliza hasta el bolsillo, donde oigo el murmullo de una carta. Es de Isabel, la princesa de seis años de edad. La he leído y releído tantas veces que ya estoy segura de haberla entendido del todo, la verdad es que casi me la he aprendido de memoria. La princesita me promete respeto por ser reina y su total obediencia por ser su madre. Casi me ha hecho llorar, la pequeñina, que ha pensado esas frases tan solemnes y luego las ha copiado una y otra vez hasta conseguir que la caligrafía sea tan regular como la de un escribano real. Se nota a las claras que abriga la esperanza de venir a la corte, y lo cierto es que yo creo que es posible que le permitieran entrar a mi servicio. Tengo damas de compañía que no son mucho mayores que ella, y para mí supondría un gran placer tenerla conmigo. Además, ella vive prácticamente sola, en su propia corte con su institutriz y su ama. ¿No preferiría el rey que estuviera cerca de nosotros y que fuera supervisada por mí?

De pronto se oye una fanfarria de trompetas. Al levantar la vista veo que los jinetes se han situado a un lado y saludan al rey, que está atravesando a pie el campo de liza para aproximarse a mi palco. En el momento de subir los escalones precisa la ayuda de un joven a cada lado. A estas alturas ya lo conozco lo suficiente para saber que eso, delante de una multitud expectante, lo pondrá de mal humor. Se siente humillado y avergonzado, y su primer deseo será el de humillar a otra persona. Yo me pongo de pie y lo saludo con una reverencia; nunca sé si debo ofrecer la mano o tenderla por si quisiera besármela. Hoy, ante la multitud, que me aprecia, me atrae hacia sí y me besa en la boca, y todo el mundo estalla en vítores. Es inteligente al actuar de ese modo; siempre hace algo para complacer a las multitudes.

A continuación se sienta en su silla y yo me quedo de pie a su lado. —Culpepper ha sufrido una embestida muy dura —comenta.

Yo no lo entiendo del todo, de modo que no respondo nada. Se hace un silencio incómodo, durante el cual se trasluce claramente que me toca hablar a mí. Tengo que reflexionar intensamente para encontrar algo que decir y decirlo correctamente en inglés. Por fin se me ocurre:

—¿Os gusta justar? —le pregunto.

La mirada ceñuda que me dirige resulta aterradora. Ha juntado las cejas de tal forma que casi cubren del todo la expresión furiosa de sus ojillos. Está claro que he dicho algo que no debía y que lo he ofendido profundamente. Dejo escapar una exclamación ahogada, no sé qué puedo haber dicho que sea tan horrible.

—Disculpadme, perdonad… —balbuceo.

—¿Que si me gusta justar? —repite él con rencor—. Desde luego que sí, me gustaría justar, si no estuviera lisiado y dolorido por culpa de una llaga que no acaba de curar nunca, que me está envenenando con el paso de los días y que al final será la causa de mi muerte. Puede que en cuestión de meses. Por culpa de ello para mí es un sufrimiento caminar, un sufrimiento estar de pie y un sufrimiento montar a caballo, pero a ningún necio se le ocurre pensar en ello.

En eso, lady Lisle da un paso al frente.

—Sire, excelencia, lo que la reina pretende decir es si os gusta ver la justa —se apresura a explicar—. No era su intención ofenderos, excelencia. Está aprendiendo nuestra lengua con una velocidad muy notable, pero no puede evitar cometer pequeños errores.

—Lo que no puede evitar es ser más aburrida que un ladrillo —le responde el rey a gritos, escupiendo una lluvia de gotitas de saliva que le rocían la cara a lady Lisle. Sin embargo, ella no se inmuta, con gran serenidad se inclina en una reverencia y permanece en dicha posición sin moverse.

El rey le dirige una mirada pero no le dice que se incorpore. La deja esa postura incómoda y se vuelve hacia mí. —Me gusta ver la justa porque es lo único que me queda —declara con amargura—. Vos no sabéis nada, pero yo he sido el paladín más grande que ha habido. Vencí a todos mis adversarios, y no una vez, sino todas. Justaba llevando un disfraz para que nadie me hiciera ningún favor, e incluso aunque luchaban con todas sus fuerzas caían derrotados ante mí. Fui el paladín más grande de toda Inglaterra. Nadie era capaz de derrotarme, competía durante la jornada entera, quebraba decenas de lanzas. ¿Entendéis eso, aburrida?

Todavía conmocionada, afirmo con la cabeza, si bien, a decir verdad, habla tan de prisa y con tanto enfado que me cuesta trabajo entender lo que dice. Intento sonreír, pero me tiemblan los labios.

—Nadie era capaz de vencerme —insiste—. Nunca. Ningún caballero. Yo era el mejor paladín de Inglaterra, puede que del mundo. Era invencible, era capaz de competir durante todo el día y bailar durante toda la noche, y a la mañana siguiente estar en pie al amanecer para ir de caza. Vos no sabéis nada. Nada. ¿Que si me gusta justar? Santo Dios…, ¡pero si yo era el corazón de la caballería! ¡Era el niño mimado del público, el más aclamado en todos los torneos! ¡No había nadie como yo! ¡Era el caballero más espléndido desde los de la mesa redonda! ¡Era una leyenda!

—Nadie que os viera era ya capaz de olvidaros —tercia suavemente lady Lisle, irguiendo la cabeza—. Sois el caballero más magnífico que jamás ha entrado en el campo de liza. Ni siquiera ahora he visto nunca ninguno que se equipare a vos. No tenéis igual. Ninguno de los que hay actualmente puede igualarse a vos.

—Hum —dice el rey en tono de irritación, y a continuación guarda silencio.

Se hace una pausa incómoda y prolongada, sin que en la arena haya nadie que distraiga nuestra atención, y todo el mundo está esperando a que yo diga algo agradable a mi esposo, que permanece en silencio, mirando con expresión ceñuda las hierbas del suelo.

—Oh, levantaos —le dice molesto a lady Lisle—. Si os quedáis así mucho más tiempo, esas viejas rodillas se os quedarán atascadas.

—Tengo carta —digo yo en voz queda, procurando cambiar de tema y buscar uno que le resulte menos polémico.

El rey se vuelve para mirarme e intenta sonreír, pero me doy cuenta de que está irritado conmigo, por mi acento, por mi forma de hablar a trompicones.

—Tenéis carta —repite, imitándome con mofa.

—De la princesa Isabel —explico.

—Lady —replica él—. Lady Isabel.

Yo titubeo. —De lady Isabel —digo, obediente. Extraigo mi preciada misiva y se la enseño—. ¿Podría venir aquí? ¿Podría vivir conmigo?

El rey me arranca la carta de la mano, y yo tengo que dominarme para no intentar recuperarla. Deseo conservarla conmigo, es la primera nota que me escribe mi pequeña hijastra. Enrique guiña los ojos para escudriñarla y a continuación le hace una seña a su paje, que le entrega los anteojos. Se los pone para leer, pero ocultando el rostro a la multitud para que el pueblo llano no sepa que el rey de Inglaterra está perdiendo la visión de sus ojos bizqueantes. Examina rápidamente el escrito y acto seguido se lo entrega a su paje, junto con los anteojos.

—Es carta mía —digo en voz baja.

—Ya responderé yo por vos.

—¿Puede venir conmigo la princesa?

—No.

—Excelencia, os lo ruego.

—No.

Titubeo, pero mi carácter tozudo, adquirido bajo el duro puño de mi hermano, un niño malcriado y de mal genio, exactamente igual que este rey, me insta a continuar.

—¿Y por qué no? —exijo saber—. Ella me escribe, me ruega, yo deseo verla. Entonces, ¿por qué no?

El rey se pone en pie y se apoya en el respaldo de la silla para mirarme desde esa posición. —Tuvo una madre tan distinta de vos, en todos los sentidos, que no debería solicitar vuestra compañía —dice en tono tajante—. Si hubiera conocido a su madre, de ningún modo habría solicitado veros. Y así se lo explicaré.

Acto seguido baja los escalones, sale de mi palco y cruza el campo de liza para dirigirse al suyo.

La trampa dorada
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Section0088.xhtml
Section0089.xhtml
Section0090.xhtml
Section0091.xhtml
Section0092.xhtml
Section0093.xhtml
Section0094.xhtml
Section0095.xhtml
Section0096.xhtml
Section0097.xhtml
Section0098.xhtml
Section0099.xhtml
Section0100.xhtml
Section0101.xhtml
Section0102.xhtml
Section0103.xhtml
Section0104.xhtml
Section0105.xhtml
Section0106.xhtml
Section0107.xhtml
Section0108.xhtml
Section0109.xhtml
Section0110.xhtml
Section0111.xhtml