Juana Bolena
Palacio de Windsor, octubre de 1540
Supervisar esta cámara privada no es ninguna ganga, debo decir. Tengo bajo mi mando a jovencitas que en cualquier ciudad decente habrían sido azotadas contra el carro por prostitutas. Las amigas de Lambeth que ha escogido Catalina son, sin duda alguna, las putillas más escandalosas que han salido jamás de una familia noble en la que la señora de la casa no se ha tomado la molestia de educarlas. Catalina ha insistido en que sus amigas de los viejos tiempos han de ser invitadas a entrar en su cámara privada, y yo difícilmente puedo oponerme a ello, sobre todo teniendo en cuenta que las damas de más edad no son una compañía adecuada para ella porque en su mayoría son lo bastante mayores para ser su madre y le han sido impuestas por su tío. Ella necesita tener amigas de su misma edad, pero las que ha escogido no son jovencitas obedientes de buena familia, sino mujeres, mujeres laxas, las mismas compañeras que le permitieron a ella llevar una conducta desbocada y le sirvieron del peor ejemplo posible, y continuarán comportándose de manera desenfrenada si pueden, incluso dentro de los aposentos reales. Esto no se parece en absoluto al orden que impuso la reina Ana, y no pasará mucho tiempo sin que todo el mundo repare en ello. No quiero ni imaginar lo que estará pensando mi señor el duque. El rey está dispuesto a conceder a esta esposa niña cualquier capricho que se le antoje. Pero la cámara de una reina ha de ser el lugar más elegante de todo el reino, no un patio de recreo para niñas maleducadas.
Puedo entender el aprecio que tiene Catalina por Catherine Tylney y Margaret Morton, aunque ambas son igualmente gritonas y obscenas; y Agnes Restwold está claro que es una confidente suya de aquellos tiempos. Pero me cuesta creer que haya elegido a Joan Bulmer para que entrara a su servicio. No pronunció su nombre ni una sola vez, pero ella escribió una carta secreta y por lo visto abandonó a su esposo y consiguió entrar valiéndose de zalamerías y engaños, y Catalina no se atreve a expulsarla, ya sea porque es demasiado blanda, o porque tiene demasiado miedo de los secretos que pudiera desvelar esa mujer.
¿Y qué significa eso? ¿Que permite que entre una mujer en su cámara, la cámara privada, el mejor sitio del país, porque dicha mujer podría revelar secretos acerca de la infancia de la reina? ¿Qué puede haber sucedido en la infancia de Catalina para que ésta no pueda correr el riesgo de que se dé a conocer? ¿Y podemos confiar en que Joan Bulmer va a mantenerlo en secreto? ¿En la corte, en una corte como ésta, cuando todos los chismorreos siempre han estado centrados en la propia reina? ¿Cómo voy yo a gobernar esta cámara cuando al menos una de las damas guarda un secreto que pende sobre la cabeza de la reina, tan poderoso que le ha servido para entrar en la misma?
Éstas son sus amigas y compañeras, y lo cierto es que no hay manera de mejorarlas, pero yo había abrigado la esperanza de que las jóvenes de más edad que han sido elegidas como damas de compañía establecieran un tono más digno y sirvieran un poco de contrapeso al caos infantil que tanto le gusta a Catalina. La dama más noble de la cámara es lady Margaret Douglas, de sólo veinte años de edad, sobrina del propio rey; pero apenas pasa tiempo aquí. Simplemente desaparece de las habitaciones de la reina y permanece ausente varias horas seguidas, y la acompaña su gran amiga Mary, la duquesa de Richmond, que estuvo casada con Henry Fitzroy. Dios sabrá adónde se van. Se dice de ellas que son grandes poetisas y que leen mucho, lo cual, no cabe duda, dice mucho a su favor. Pero ¿en compañía de quién se pasan el día entero leyendo y componiendo versos? ¿Y por qué nunca consigo dar con ellas? Las otras damas de la reina son todas de la casa Howard: la hermana mayor de Catalina, su tía, la cuñada de su madrastra, un conjunto de parientes Howard, entre ellos Catherine Carey, que se ha apresurado a reaparecer justo a tiempo para beneficiarse del ascenso de una Howard. Son jóvenes a las que únicamente preocupan sus propias ambiciones y que no hacen nada para ayudarme a organizar los aposentos de la reina por lo menos para que parezcan lo que tienen que parecer.
Pero las cosas no son como deberían ser. Estoy segura de que lady Margaret se está viendo con alguien; es una insensata, y una insensata apasionada. Ya ha enfadado a su tío el rey en una ocasión, y se ha llevado un castigo por un coqueteo que podría haber sido mucho peor. Ha estado a punto de casarse con Thomas Howard, uno de nuestros parientes, pero él murió en la Torre por el intento de contraer matrimonio con una Tudor y ella fue enviada a la abadía de Syon hasta que suplicó el perdón del rey y dijo que tan sólo se casaría con quien éste le ordenara. Pero ahora se marcha de las habitaciones de la reina a media mañana y no regresa hasta que llega corriendo toda apurada para cenar con nosotras, enderezándose la cofia y dejando escapar risitas. Yo le digo a Catalina que debería vigilar a sus damas y cerciorarse de que su conducta fuera la que corresponde a una corte real, pero ella está cazando, bailando o coqueteando con los jóvenes de la corte, y su comportamiento es tan desenfrenado como el de las demás, peor incluso que el de muchas de ellas.
A lo mejor es que estoy demasiado nerviosa. A lo mejor resulta que el rey, en efecto, está dispuesto a perdonárselo todo, porque este verano se ha comportado igual que un jovenzuelo locamente enamorado. Ha llevado a Catalina a visitar todas sus casas preferidas y se las ha arreglado para salir a cazar con ella a diario, levantándose al amanecer, almorzando a mediodía en tiendas de campaña en mitad del bosque, navegando por el río por la tarde, contemplando cómo ella practicaba el tiro al blanco o tomaba parte en un torneo de tenis, o apostando por los jóvenes que arremetían contra los trofeos colgados de los postes, para finalmente tomar una cena tardía y asistir después a espectáculos que duraban toda la noche. A continuación se la llevaba al lecho, y al día siguiente el pobre ya estaba en pie desde el amanecer. La ha contemplado, sonriente, mientras ella bailaba, reía y se dejaba abrazar por los jóvenes más atractivos de su corte. Ha ido detrás de ella tambaleándose, sin dejar de sonreír, encantado con su rosa en todo momento, cojeando dolorosamente y atiborrándose en la cena a pesar de estar terriblemente estreñido. Pero esta noche el rey no acudirá a cenar, y dicen que sufre una ligera fiebre. Yo diría que está a punto de derrumbarse de puro agotamiento. Estos últimos meses ha vivido igual que un recién casado joven, cuando tiene la edad de un abuelo. Catalina no lo piensa dos veces y acude a cenar sola del brazo de Agnes y de lady Margaret, que llega justo a tiempo para colocarse detrás de ella. Pero yo me fijo en que mi señor el duque se ha ausentado. Está al servicio del rey. Él, por lo menos, estará preocupado por su salud. No nos favorece en nada que el rey se encuentre enfermo y que Catalina no esté encinta.