Catalina

Casa del rey en York, septiembre de 1541

En fin, esto es justo lo que predije, un aburrimiento total. El rey Jacobo de Escocia no va a venir, de modo que no va a haber justas ni cortes rivales, y yo soy reina únicamente de la exigua corte inglesa y no va a suceder nada especial. No voy a ver justar a mi querido Thomas, y él no va a verme a mí en el palco real con mis cortinajes nuevos. El rey jura que a Jacobo le da demasiado miedo asomar la cara tan al sur de la frontera, y si eso es verdad, ello sólo puede deberse a que no se fía de la palabra de honor que le ha dado el rey de respetar la tregua. Y, aunque nadie se atreve a decirlo, hace bien en ser tan cauteloso, porque el rey ya prometió una tregua a los cabecillas de la insurrección que estalló en el norte junto con su amistad y todos los cambios que ellos deseaban, juró por su real nombre; y luego, cuando ya confiaban en él, los apresó a todos y los ejecutó en la horca. Todavía permanecen sus cabezas clavadas en las murallas, y he de decir que resulta de lo más desagradable. Cuando le comento a Enrique que tal vez Jacobo teme que lo ahorquen también a él, suelta una carcajada y dice que soy una jovencita muy lista y que Jacobo hace bien en tener miedo. Pero lo cierto es que en mi opinión no está bien que la gente no se fíe de uno. Porque si Jacobo hubiera podido fiarse de la palabra del rey, habría venido y todos nos habríamos divertido mucho.

Además, esta casa es muy bonita y ha sido construida recientemente para nosotros, pero no puedo evitar darme cuenta de que antes de ser una mansión para el rey fue una hermosa abadía, y yo diría que, puesto que los ciudadanos de York son grandes simpatizantes de la antigua fe (si no papistas en secreto), seguramente se molestarían mucho al vernos bailar donde antes rezaban los monjes. Éstas cosas no las digo, naturalmente, no soy tan idiota. Pero me imagino cómo me sentiría yo si acudiese aquí en busca de oración y socorro y lo encontrase todo tan cambiado y a un rey pomposo, gordo y avaricioso sentado en el centro.

Sea como sea, lo que más importa es que el rey está contento, y que a mí, cosa asombrosa, no me importa tanto como creía quedarme sin torneo. Estoy un poco desilusionada por la ausencia de escoceses apuestos y por estar tan lejos de los orfebres de Londres, pero la verdad es que no me preocupa demasiado. Es sorprendente, pero ni siquiera me parece importante. Porque estoy enamorada. Por primera vez estoy enamorada, locamente, profundamente, me he enamorado, y hasta a mí misma me cuesta creerlo.

Mi enamorado es Thomas Culpepper, es el que desea mi corazón, es el único hombre al que he amado jamás, es el único al que amaré nunca. Soy suya y él es mío, en cuerpo y alma. Todas las quejas que he expresado por tener que acostarme con un hombre que era lo bastante viejo para ser mi padre ya están olvidadas. Cumplo con el deber que tengo para con el rey como si fuera un impuesto, una multa que he de pagar; y en cuanto se queda dormido ya soy libre para reunirme con mi amado. Aún mejor que eso, y mucho menos arriesgado, es que el rey está tan agotado por los festejos que tienen lugar a lo largo de este viaje que es frecuente que no acuda siquiera a mis aposentos. Yo aguardo hasta que la corte queda en silencio, y entonces lady Rochford baja la escalera sin hacer ruido, o bien abre una puerta lateral, o descorre el pestillo de una puerta oculta que conduce a la galería, y entra mi Thomas y así podemos pasar varias horas juntos.

Hemos de tener cuidado, tanto como si nuestra vida dependiera de ello. Pero cada vez que nos trasladamos a un lugar nuevo, lady Rochford encuentra un camino secreto que lleva a mis habitaciones y le dice a Thomas cómo debe maniobrar. Él acude a verme sin falta, me ama como yo lo amo a él. Vamos a mi habitación y lady Rochford se queda vigilando la puerta. Yo paso la noche entera en sus brazos, nos besamos y nos hacemos promesas de amor para siempre. Al alba, ella toca levemente la puerta; yo me levanto, nos besamos, y Thomas se escabulle igual que un fantasma. Nadie lo ve. Nadie lo ve venir y nadie lo ve marcharse, es un secreto maravilloso.

Como es natural, las damas parlotean mucho, son tremendamente ingobernables. Me cuesta creer que si la reina Ana todavía estuviera en el trono se atrevieran a chismorrear así y a armar tanto escándalo; pero como sólo se trata de mí y la mayoría de ellas me superan en edad, y como muchas proceden de la época de Lambeth, no tienen ningún respeto, se ríen de mí y bromean sobre Francis Dereham, y yo temo que vigilen a qué hora me voy a la cama y se maravillen de que mi única compañía sea lady Rochford, y de que la puerta de mi alcoba esté cerrada con llave y no se permita entrar a nadie.

—No saben nada —me asegura lady Rochford—. Y de todas formas no le dirían nada a nadie.

—No deberían chismorrear en absoluto —replico yo—. ¿No podéis decirles que dejen de hablar de mis asuntos?

—¿Cómo voy a decirles eso cuando vos misma os reísteis de Francis Dereham en compañía de Mary Tylney?

—Bueno, pues de Thomas no me río nunca —contesto—. Jamás menciono su nombre, ni siquiera en el confesonario. Ni siquiera lo nombro para mí misma.

—Eso es muy sensato —aprueba ella—. Mantenedlo en secreto, en un completo secreto.

Hace una breve pausa en la tarea de cepillarme el pelo para mirarme a través del espejo. —¿Cuándo tiene que veniros el período? —me pregunta.

—No me acuerdo. —Nunca llevo la cuenta—. ¿Lo tuve la semana pasada? Sea como sea, no me ha venido.

En su semblante aparece una vívida expresión de alerta.

—¿No os ha venido?

—No. Cepilladme el pelo bien por la parte de atrás, Juana. A Thomas le gusta que esté liso por la parte de atrás.

Ella mueve la mano pero no pone demasiada atención.

—¿Sentís algún tipo de malestar? ¿Os han crecido los pechos?

—No —respondo. Y entonces caigo en la cuenta de lo que está pensando—. ¡Ah! ¿Estáis pensando que pudiera estar encinta?

—Sí —dice ella con un hilo de voz—. Dios lo quiera.

—¡Pero eso sería horrible! —exclamo—. Porque, ¿no lo veis? ¿No lo comprendéis? ¡Lady Rochford, podría ser que el padre no fuera el rey!

Ella deja el cepillo y niega con la cabeza. —Es la voluntad de Dios —me dice despacio, como si quisiera que yo comprendiera algo—. Si estáis casada con el rey y concebís un hijo, será la voluntad de Dios. Será la voluntad de Dios que el rey tenga un hijo. De manera que será hijo del rey, en lo que a vos concierne, será hijo mismo del rey, con independencia de lo que haya ocurrido entre vos y otro hombre.

Yo me quedo un tanto confundida. —Pero ¿y si es hijo de Thomas? —Al instante me imagino el rostro del hijito de Thomas, un pilluelo de cabello castaño y ojos azules como su padre, un niño fuerte de un padre joven.

Lady Rochford advierte mi expresión y adivina lo que estoy pensando. —Sois la reina —me dice en tono firme—, de modo que el hijo que tengáis será hijo del rey, tal como Dios dispone. Ni por un momento podéis pensar algo distinto.

—Pero…

—No —insiste—. Y debéis decirle al rey que abrigáis esperanzas de estar embarazada de él.

—¿No es demasiado pronto?

—Nunca es demasiado pronto para darle motivos de esperanza —replica lady Rochford—. Lo último que nos conviene es que esté descontento.

—Se lo diré —afirmo—. Ésta noche va a venir a mi habitación. Tendréis que traerme a Thomas más tarde. Y entonces se lo diré también a él.

—No —dice lady Rochford—. A Thomas Culpepper no habéis de decirle nada.

—¡Pero quiero decírselo!

—Lo echaríais todo a perder. —Habla muy de prisa, muy persuasivamente—. Si Thomas cree que estáis encinta, no yacerá con vos, le produciréis asco. Él desea una amante, no una madre para sus hijos. No diréis nada a Thomas Culpepper, en cambio podéis dar esperanzas al rey. Ésa es la manera de llevar este asunto.

—Estaría complacido…

—No —lady Rochford niega con la cabeza—. Se mostraría amable, estoy segura, pero no volvería a acostarse con vos nunca más. Tomaría una amante. Lo he visto hablando con Catherine Carey. Tomaría una amante hasta que vos estuvierais cumplida.

—¡Eso no podría soportarlo!

—Pues no le digáis nada. Decid al rey que albergáis esperanzas, pero a Thomas no le digáis nada.

—Gracias, lady Rochford —digo humildemente. Si no fuera por su consejo, no sé qué haría.

Ésa noche el rey acude a mis aposentos y es ayudado a subir a mi cama. Yo aguardo junto al fuego mientras los sirvientes se esfuerzan en izarlo y por fin lo dejan acostado y tapado con las sábanas hasta la barbilla, igual que un niño gigantesco.

—Esposo —digo con dulzura.

—Venid a la cama, rosa mía —dice él—. Enrique desea a su rosa.

Me rechinan los dientes ante esa tontería de que se llame a sí mismo Enrique. —Quiero deciros una cosa —digo—. Tengo una noticia muy dichosa.

Él se incorpora a medias, de tal modo que su cabeza, tocada con el gorro de dormir, se balancea ligeramente.

—¿Sí?

—No me ha venido el período —le comunico—. Es posible que esté encinta.

—¡Oh, rosa mía! ¡Mi dulce rosa!

—Aún es pronto —le advierto—, pero he pensado que os gustaría saberlo en seguida.

—¡Antes que ninguna otra cosa! —me asegura—. Querida mía, en cuanto me digáis que es cierto, mandaré que os coronen reina.

—Pero vuestro heredero seguirá siendo Eduardo —apunto.

—Sí, pero me quitaría un gran peso de encima saber que Eduardo tiene otro hermano. Una familia no puede estar a salvo con un único hijo varón, una dinastía necesita varones. Si ocurriera un pequeño accidente, todo estaría acabado, pero con dos hijos varones la familia no corre peligro.

—Deseo tener una coronación grandiosa —especifico, pensando en la corona, en las joyas, en el vestido, en el banquete y en los miles de personas que acudirán a vitorearme como la nueva soberana de Inglaterra.

—Tendréis la coronación más fastuosa que jamás se haya visto en Inglaterra, porque sois la reina más grande —me promete—. En cuanto regresemos a Londres, declararé un día de fiesta nacional en honor a vos.

—¿Oh? —Eso suena maravilloso, ¡un día para celebrar mi existencia! Catalina Howard, eso sí que es «¡voilà!»—. ¿Un día entero para mí?

—Un día en el que todo el mundo irá a la iglesia a dar las gracias a Dios por haberos entregado a mí.

O sea que, después de todo, sólo en la iglesia. Esbozo una ligera sonrisa de desilusión.

—Y el encargado de los festejos preparará un gran banquete como celebración en la corte —dice—. Y todo el mundo os hará regalos.

Yo sonrío de oreja a oreja. —Eso será maravilloso —digo con gran satisfacción.

—Sois mi rosa más dulce —me dice el rey—. Mi rosa sin espinas. Venid ya a la cama, Catalina.

—Sí.

Procuro no pensar en mi Thomas y me acerco al enorme corpachón que ocupa el lecho. Tengo una sonrisa de felicidad y los ojos cerrados para no tener que mirarlo. No me es posible eludir su olor ni su tacto, pero sí puedo no pensar en él en absoluto mientras hago lo que tengo que hacer, y después me tiendo a su lado y espero a oír cómo los ruiditos que indican que está satisfecho se transforman en ronquidos conforme va quedándose dormido.

La trampa dorada
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