Catalina

Rochester, Nochevieja de 1539

Soy la única persona que lo ve entrar. No me gustan las peleas de toros y perros, ni las de osos, ni las de gallos, ni nada parecido, me resultan claramente desagradables, por eso me encuentro ligeramente apartada de las ventanas. En realidad estoy mirando alrededor. Estoy mirando a un joven que ya he visto antes, un joven muy bien parecido que sonríe con malicia. Cuando veo entrar a los seis hombres mayores, porque todos deben de tener al menos cumplidos los treinta, y al rey, viejo y corpulento, al frente de todos ellos, todos ataviados con una capa igual, como un traje para una mascarada, adivino al instante que se trata de él y que ha venido disfrazado como un caballero errante, el muy tonto, y que saludará a la nueva reina y ella fingirá no conocerlo, y después habrá un baile. La verdad es que estoy encantada de verlo, porque ahora es seguro que habrá un baile, de modo que ya estoy pensando cómo puedo incitar a ese joven tan bien parecido a que me saque a bailar.

Pero cuando el rey la besa todo se tuerce terriblemente. En seguida me doy cuenta de que ella no tiene ni idea de quién es, alguien debería haberla avisado. Piensa que es simplemente algún viejo borracho que ha conseguido entrar aquí cojeando para arrancarle un beso por una apuesta, y naturalmente se queda escandalizada y asqueada, porque el rey, vestido con una capa barata y sin estar rodeado de la corte más magnífica del mundo, no parece un rey en absoluto. A decir verdad, cuando lleva puesta una capa barata y quienes lo acompañan lucen el mismo atuendo pobre, parece un mercader plebeyo de andar cansino y nariz colorada, aficionado al vino, que abriga la esperanza de ir a la corte a ver a sus superiores. Parece un hombre al que mi tío no reconocería si lo llamara por la calle. Un hombre viejo y gordo, un viejo vulgar, como un ovejero borracho en un día de mercado. Tiene el rostro hinchado y terriblemente grueso, orondo como un plato lleno de pringue, el cabello le ralea y se está tornando gris, luce una obesidad monstruosa y sufre una herida antigua en la pierna que lo hace cojear de tal forma que se tambalea igual que un marinero. Sin la corona no es atractivo, parece el abuelo gordo y viejo de una persona cualquiera.

Retrocede bruscamente mientras ella se yergue en toda su dignidad al tiempo que se frota los labios para limpiarse el olor del aliento del rey, y acto seguido —es tan horrible que casi podría gritar escandalizada— vuelve la cabeza y escupe el sabor que le ha quedado en la boca.

—Dejadme —dice, y a continuación le da la espalda.

Se hace un silencio sepulcral, nadie dice ni una palabra, y de repente sé, como si mi abuela estuviera aquí para decírmelo, lo que he de hacer. Ya ni siquiera estoy pensando en el joven ni en el baile, por una vez no estoy pensando siquiera en mí misma, y eso no sucede casi nunca. Sólo pienso, en una súbita revelación, que si finjo no conocer al rey éste podrá marcharse sin desvelar su identidad, y toda la triste mascarada de ese viejo tonto y de su zafia vanidad no se derrumbará a nuestro alrededor. Sólo siento lástima por él, a decir verdad. Pienso que puedo librarlo de lo embarazoso que resulta abalanzarse sobre una mujer y que ésta te rechace de un palmetazo como si fueras un perro maloliente. Si alguna otra persona hubiera dicho algo, habría guardado silencio; pero nadie dice nada y el silencio se prolonga eternamente, de manera insoportable, y él retrocede a trompicones, casi tropieza conmigo, con el rostro contraído y el gesto aturdido, y yo siento tanta pena de él, pobre viejo humillado, que exclamo:

—¡Ooh! ¡Perdonadme, mi señor! Pero soy una recién llegada a la corte, una desconocida como vos.

La trampa dorada
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