Juana Bolena

Castillo de Pontefract, agosto de 1541

Los dos jóvenes, y otra media docena más, cada uno de ellos poseedor de buenas razones para creer que son los favoritos de la reina, se apiñan todos los días a su alrededor, y la corte está en tensión igual que una casa de citas antes de que estalle una pelea. La reina, emocionada por la atención que recibe en cada esquina, en cada partida de caza, desayuno y mascarada, está como una niña que ha rebasado en exceso la hora de acostarse: febril de excitación. Por una parte tiene a Thomas Culpepper, que le sostiene la mano cuando desmonta del caballo, que se pone a su lado para bailar, que le susurra al oído cuando juega a los naipes, que es el primero en darle los buenos días y el último en abandonar sus aposentos por la noche. Por otra parte tiene al joven Dereham, que ha sido asignado a sus órdenes, que siempre está situado a su mano derecha con su pequeña escribanía en ristre, como si ella fuera a dictarle en cualquier momento una carta, que le habla en voz baja constantemente, que se adelanta para aconsejarla, que está presente en todo momento sin necesidad. Y luego, ¿cuántos más? ¿Una docena? ¿Veinte? Ni siquiera Ana Bolena, en su época más caprichosa, tenía tantos jóvenes a su alrededor, como perros babeantes ante la puerta del carnicero. Claro que Ana, ni siquiera en su época de máximo galanteo, daba la impresión de ser una joven que fuera a otorgar sus favores a cambio de una sonrisa, que pudiera dejarse seducir por una canción, un poema, una palabra. Toda la corte está empezando a ver que la felicidad de la reina, que tanto ha alegrado al rey, no es la felicidad de una niña inocente que, según él cree tan ingenuamente, lo adora sólo a él, sino que es la felicidad de una mujer coqueta y glotona que se regodea en la constante atención masculina que recibe.

Por supuesto que hay problemas, ha estado a punto de estallar una pelea. Uno de los miembros veteranos de la corte le dice a Dereham que debería haberse levantado de la mesa de la cena y haberse marchado, dado que él no pertenece al consejo de la reina y únicamente los miembros de éste tienen permiso para quedarse a beber. Dereham, ligero de lengua, replica que él fue uno de los consejeros de la reina mucho antes de que los demás la conociéramos, y que seguirá siéndolo mucho después de que a los demás nos echen a la calle. Como es natural, se arma un alboroto y se entabla una pelea. El temor es que pueda llegar a oídos del rey, de manera que Dereham es llamado a los aposentos de la reina, ante su presencia y la mía.

—No puedo consentir que causéis problemas en mi corte —le dice Catalina en actitud altiva.

Dereham hace una reverencia, pero sus ojos brillan de seguridad en sí mismo.

—Mi intención no era causar problemas. Os pertenezco en cuerpo y alma.

—Está muy bien decir eso —contesta Catalina en tono de irritación—, pero no quiero que nadie me pregunte qué he sido para vos ni qué habéis sido vos para mí.

—Estábamos enamorados —dice él sin flaquear.

—Eso no debe decirse jamás —intervengo yo—. Ella es la reina, y su vida anterior ha de ser como si nunca hubiera existido.

Dereham mira a Catalina haciendo caso omiso de mí.

—Yo jamás lo negaré.

—Eso se acabó —dice Catalina con una determinación que me inspira orgullo—. Y no pienso tolerar chismorreos acerca del pasado, Francis. No puedo consentir que hablen de mí. Si no sois capaz de guardar silencio, tendré que expulsaros de mi corte.

Dereham calla unos instantes. —Éramos marido y mujer ante Dios —dice en voz baja—. Eso no podéis negarlo.

Catalina hace un leve gesto con la mano. —No lo sé —responde con impotencia—. Sea como sea, ahora ya se acabó. Sólo conservaréis vuestro puesto en la corte si no habláis jamás de ello. ¿No es así, lady Rochford?

—¿Sois capaz de mantener la boca cerrada? —le pregunto yo—. Olvidaos de esa tontería de no negar jamás lo sucedido. Podréis quedaros si mantenéis la boca cerrada. Si sois un bocazas, tendréis que marcharos.

Dereham me mira sin afecto alguno, entre nosotros no hay ni una pizca de cariño.

—Soy capaz de mantener la boca cerrada —afirma.

La trampa dorada
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