22
«LAS mujeres tienen un extraño sentido de la solidaridad», pensó Ian mientras caminaba por el hall del hotel donde se celebraba una importante presentación de cosméticos Green, acompañado de una buena amiga, Rose, a la que había tenido que «chantajear» para que se decidiera a acudir como su acompañante.
Estaba allí abusando de su pase de prensa, después de interrogar a su cuñada sobre eventos. Wella se mostró encantada de cantarle toda la información, así que sus dotes periodísticas se habían quedado sin estrenar.
—Dime otra vez por qué estamos aquí —insistió Rose, clavándole las uñas en el brazo y evidenciando su tensión.
Hacía años que no aceptaba una cita de ese calibre y, claro, estaba desacostumbrada a ir junto a un hombre, por muy atractivo que éste fuera.
—Porque eres una buena amiga, quieres lo mejor para mí y, por supuesto, aquí puedes encontrar a una buena chica con la que pasar un buen rato. Prometo no hacer el número de novio celoso —se guaseó Ian, intentando relajarse, porque él también lo necesitaba.
Aquel tipo de fiesta, donde se reunía un montón de gente que no da un palo al agua, no eran sus favoritas y más aún cuando no conocía a nadie.
Saludaba distraídamente por simple educación, pero con el único objetivo de localizar a la rubia que, como bien había dicho su padre, le había dado calabazas.
—Y porque así estarás en deuda conmigo y yo me cobraré ese favor cuando lo considere oportuno —apostilló Rose.
—Ya sabes que sí.
Él, muy atento, se ocupó de las bebidas, más que nada porque así tenía una buena excusa para moverse por la sala y, entre ir y venir, hacía un conveniente barrido visual.
—Vaya culo… —susurró Rose, señalando a una de las asistentes.
—Hum, sí, le veo posibilidades —convino Ian—. Se me hace un poco raro esto de que tengamos los mismos gustos.
—Míralo por el lado positivo —indicó ella—, podemos intercambiar opiniones como si tal cosa, como dos viejas «amigas» e incluso compartir. ¿No te parece increíble?
Él prefirió no responder. Estaba a medio camino entre la curiosidad evidente y la negativa, pues dependía mucho de quién estuviera implicada.
Continuaron deambulando por el gran salón sin otra cosa que hacer que compartir cotilleos, beber y probar canapés.
Ian tenía muy claro a quién deseaba pillar por banda y Rose únicamente iba con él para no estar allí solo como un pasmarote.
—Ahí la tienes —dijo ella señalándola—. ¡Joder!
No hacía falta que se la señalara, se había dado perfecta cuenta de dónde estaba Dora.
Ian, al que sólo le faltaba babear, dado que la boca ya la tenía abierta, no sabía muy bien en qué parte fijarse, pues el vestido azul de ella parecía una radiografía. Marcaba lo justo sin parecer vulgar y la abertura lateral hasta medio muslo invitaba a querer rasgarla hasta el final. Un escote, en apariencia modesto, pero que levantaba su delantera de forma evocadora.
—Creo que ha sido mala idea acompañarte —prosiguió Rose—, ahora no voy a poder dormir… —añadió en tono lastimero.
—Contrólate —le pidió él, tenso, observando cómo los buitres se acercaban a Dora y le ponían la mano en la espalda o en el brazo a la menor oportunidad.
—Ya claro, eso es fácil decirlo —se quejó Rose.
Ian tenía que encontrar la forma de estar con ella en privado y, entre otras cosas, cantarle las cuarenta. Luego, si más o menos le sonreía la fortuna, vería la manera de, incluso utilizando el chantaje, pues tenía su maleta como rehén y dudaba que una mujer prescindiera así como así de un trapito, por muy pequeño que éste fuera, llevársela a su terreno y acabar de una vez por todas con aquella tontería de la independencia mal entendida.
Miró de reojo a su acompañante, que con su vestido gris perla estaba alucinante, y se le encendió la bombilla.
—Acompáñame a los aseos —le dijo, tirando de ella sin darle tiempo a replicar, dejándose de contemplaciones.
—Pero ¿qué dices? —protestó Rose entre dientes, para no llamar la atención de los allí congregados.
Mantuvo la sonrisa mientras seguía a Ian.
Él se detuvo delante de los servicios, dudando si empujarla al de caballeros o al de señoras. Al ver el trasiego de féminas entrando y saliendo, terminó de decidirse y eligió el de los hombres; seguro que allí no había cola para usar uno de los cubículos, ni un montón de chismosas enterándose de todo. Por no hablar de las envidiosas y sin olvidarse de alguna posible candidata a pasar la noche con Rose y que ésta le diera plantón.
—Adentro —dijo serio, empujándola.
—Oye, oye… Que te hayas puesto cachondo al verla no significa que tenga que hacerte yo un apaño —se quejó, mientras intentaba no caerse de los tacones.
Ella también estaba animada y no por eso arrastraba a la gente hasta el baño. Sabía contenerse.
Ian sonrió al único ocupante del servicio, diciéndole sin palabras que había tenido suerte con la mujer y que iba a follársela, por lo que el otro hombre se marchó sin decir ni pío, con cara de «haz todo lo que yo haría si estuviera en tu pellejo».
Una vez a solas, Ian se metió en uno de los cubículos y cerró con el pestillo.
Decidido como nunca, fue directo a por el vestido de su amiga, con tanto ímpetu que le rasgó la costura trasera.
—¡Ian! ¡Que soy lesbiana! —exclamó Rose, recordándole la evidencia, pero al parecer él se había vuelto loco de repente.
—Ya lo sé, joder… —masculló, afanado en lo suyo.
—Que hace siglos que no me acuesto con un hombre. —Incluso se estremeció al recordar su última relación heterosexual—. Puaj, sólo de pensarlo…
Ian la miró como si fuera una extraterrestre.
—No quiero follar contigo —replicó, confuso, y retrocedió todo lo que el reducido espacio le permitía, para evaluar los daños en el traje de Rose.
—Entonces, ¿para qué me has arrastrado aquí? Que, por cierto, déjame que te diga que es de un cutre… —Miró por encima del hombro el desaguisado en su ropa—. ¡Maldita sea, Ian! Este vestido es uno de mis favoritos. ¡Me lo has roto!
—Ya te comparé uno. Calla y escucha. Necesito una excusa para que te acerques a Dora y le pidas que te eche una mano. Sé que tiene reservada una habitación en este hotel.
—¿Y para eso tenías que jorobarme el vestido? ¿No se te ha ocurrido nada mejor? —preguntó disgustada.
—Estoy improvisando —admitió—, tienes que conseguir que te lleve a su suite, desde allí me mandas un mensaje y te aseguras de dejar la puerta abierta.
—Oye, que soy enfermera, no espía. Y no me gusta nada que me utilices como cebo. Échale huevos y ve tú —le espetó, dispuesta a salir de allí y dejarlo plantado por idiota. ¿Cómo iba a lograr su objetivo engañando a una mujer como Dora? ¡Hombres! Esas cosas eran las que reafirmaban su opción sexual.
—Hazlo por mí —pidió Ian en tono lastimero—. Te estaré agradecido toda mi vida…
Mira que era guapo, el condenado, pero nada, que no se animaba con él.
—No me vengas ahora con zalamerías, Ian. —Se cruzó de brazos y, al hacerlo, su escote se hizo más pronunciado.
Él, como representante de una estirpe de tontos, eso sí muy atractivo, miró inmediatamente y ella puso los ojos en blanco y arqueó una ceja, todo ello sin variar su postura.
—Por favor… —insistió, sacando el móvil de ella para comprobar si en la memoria tenía almacenado su número correctamente.
—Bueno, vale, pero estás en deuda conmigo de por vida. Esto no vas a solucionarlo con una cena, por muy lujoso que sea el restaurante.
—De acuerdo. Lo que tú quieras. —Se inclinó hacia ella y le susurró al oído en tono pícaro—: Aunque, si quieres, puedo hacerte un «apaño», aprovecha antes de que sea un hombre comprometido.
Rose cogió el teléfono y se lo guardó en su pequeño bolso. Sonrió de forma seductora para despistar y le agarró de los huevos para decirle, sin perder su sonrisa:
—Ésta no es forma de convencerme… —apretó un poco más—, y si quieres utilizar esto un poco más tarde, vámonos antes de que me arrepienta.
Ian respiró cuando cesó su acoso a las joyas de la corona y salió tras ella, tocándose para ver si por un casual aquello había sufrido daños irreparables.
Todo parecía en su sitio y podía caminar. Nada de qué preocuparse.
De nuevo en la fiesta, Ian se mantuvo en un segundo plano y envió a su amiga al frente, quedándose como un general en la retaguardia, observando los movimientos de sus soldados.
Por su parte, Rose, incómoda, porque estaba segura de que todos miraban su trasero y no por cuestiones agradables precisamente, manteniendo la dignidad, se acercó a Dora como pudo y esperó a que ésta terminara de hablar para llamar su atención.
Mientras esperaba, se dio cuenta de las tonterías que tiene que aguantar una mujer de un grupo de gilipollas por ser guapa y de cómo muchos de los que formaban el corrillo la miraban con la clara idea de «meter ficha» en vez de escuchar sus explicaciones sobre los productos de la empresa que ella representaba.
Un asco, pensó, aguantándose las ganas de decirles a aquellos gilipollas que seguramente Dora tenía más coeficiente intelectual que talla de sujetador, aunque, la verdad, ella sabía manejarse estupendamente y los mantenía a raya.
«Menos mal que Ian no está presente», se recordó.
Dora, en una hábil maniobra, dejó a aquella pandilla de babosos sin excusas para seguir a su lado y pudo apartarse de ellos.
—Siento no haber podido librarme antes —se disculpó, dándole dos besos a Rose a modo de saludo—. Me alegra mucho que estés aquí. Una cara amiga nunca viene mal. Vamos a tomar algo y charlamos un rato, necesito despejarme.
Ella hizo una mueca. Dora la había visto junto a Ian y, sin embargo, se mostraba encantadora. Aquello iba a ser más difícil de lo que imaginaba.
—Como quieras —convino, disgustada consigo misma, dividida entre la promesa a un buen amigo y lo que suponía la solidaridad femenina.
Eso sin contar sus propios deseos, que mejor dejar en casa, porque si no…
—Antes de irte, recuérdame que te entreguen una cesta promocional —dijo Dora, llamando la atención del camarero para que les sirviera unas bebidas.
—Gracias, no tienes por qué —murmuró Rose con el estómago encogido. No podía posponer más lo inevitable y dijo—: Es una fiesta estupenda, pero… —Le mostró el desaguisado que aquel imbécil enamorado le había causado— ¿podrías ayudarme?
Dora le tocó el vestido y negó con la cabeza.
—No, pero tengo una idea mejor. Acompáñame. En mi habitación tengo dos vestidos más de fiesta, por si acaso, seguro que alguno te viene bien.
Rose inspiró y la siguió, intentando localizar con la mirada al rompe-vestidos para que comprobara sus progresos como agente doble; sin embargo, no lo vio por ninguna parte y decidió seguir adelante.
Llegaron a la habitación y memorizó el número. Ahora sólo tenía que usar el aseo y mandar el mensaje. Pero por alguna razón, le costaba dar el siguiente paso.
Dora sacó del armario dos fundas y abrió la primera para mostrarle un vestido negro, clásico y elegante, de esos que le sientan bien a todo el mundo, pero ella misma negó con la cabeza.
—Pruébatelo si quieres, pero no te veo con él.
—Gracias.
Rose se mordió el labio, indecisa, y no por la elección de vestuario precisamente y cogió la percha para refugiarse en el baño.
—No seas tonta —la interrumpió Dora—, puedes cambiarte aquí.
Ella tragó saliva. Joder… Desnudarse delante de otra mujer en general no le suponía ningún problema, pero en ese instante era uno bien grande.
Dora se le acercó y, sin miramientos, le desabrochó la cremallera para ayudarla, ya que veía que mostraba una inusual indecisión. La desnudó con habilidad, dejándola en ropa interior.
—Tienes un cuerpo precioso —aseveró con una sonrisa, mirándola de arriba abajo.
Rose cerró los ojos. Qué difícil le estaba resultando todo aquello.
—Yo… —titubeó, notando su excitación, no sólo por el cumplido, sino por la situación en general. No era de extrañar que aquel idiota estuviera loco por ella.
—¿Qué ocurre? —preguntó Dora amablemente.
Rose, llevada por un impulso, le cogió la cara entre las manos y la besó, dando por fin rienda suelta a una de sus fantasías.
Y, para su sorpresa, Dora no la rechazó, más bien al contrario. Separó los labios y le devolvió el beso.
Con gemido incluido.