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IAN aparcó y entrecerró los ojos, una leve sospecha lo tenía mosca. Se bajó de su BMW Z4 y miró, sin dar crédito a lo que tenía delante. Puede que estuviera jodido, pero no de la vista precisamente. Aquello no podía ser.

Cerró de un portazo, cabreado.

—¡Un puto balneario! —masculló, mirando el edificio por encima de sus gafas de sol y pensando en cómo estrangular a su cuñada y que pareciera un accidente.

Wella, toda amabilidad y altruismo, se había ofrecido a buscarle un lugar, palabras textuales, ideal y coqueto para pasar cuatro días y relajarse.

Y él, como un tonto confiado, había delegado en ella la cuestión, sin tener en cuenta nada más, dando por hecho que le buscaría un buen sitio que no fuera para jubilados.

Por lo visto, Wella lo veía bastante mal, porque de otra forma no lograba explicarse el porqué de aquel maldito destino. Un castigo en toda regla, sentenciado a morir de aburrimiento.

Joder, ya puestos a aburrirse o a sentirse fuera de lugar, podría haberlo embarcado en un crucero para solteros desesperados y así, por lo menos, se lo pasaría de puta madre esquivando a lagartas ansiosas de que no se les pasase el arroz y observando a cuarentones donantes de pelo deseosos de bailar, aunque fuera con la más fea; cualquier cosa con tal de meterla en caliente.

Puede que sus críticas fueran desmesuradas e injustas, ya que allá cada cual con su vida. Y, además, ¿prefería que se le viera el cráneo y tener sexo saludable o, por el contrario, lucir una estupenda cabellera y no ser capaz de animarse?

Si se aburría lo bastante como para responderse, era que definitivamente necesitaba ayuda psicológica.

Sacó su bolsa de viaje, de eso se había encargado personalmente él, y su portátil.

Puede que hubiera prometido intentar desconectar del mundo, no seguir una rutina, buscar otras cosas que hacer, pero se conocía y sabía lo difícil de ese empeño. Así que recurrió a una solución de emergencia. Tal como hacía su sobrino Kevin, había cruzado los dedos al prometerlo y ahora quedaba libre de pecado.

Además, él no iba a ningún sitio sin su ordenador. Punto.

Refunfuñando por lo bajo, subió la escalinata, que por cierto debía de tener más años que la orilla del río, y entró en la recepción dispuesto a quedarse como máximo una noche y eso sólo porque estaba cansado del viaje y no le apetecía conducir de regreso. Por no mencionar el acoso dialéctico al que se vería sometido por su cuñada si se presentaba en casa antes de tiempo.

Una vez completados los formalismos, se encaminó hacia su habitación y entró con el firme propósito de pernoctar una sola noche, pero lo cierto es que se sorprendió, y para bien, cuando, tras abrir las puertas de la terraza, observó las vistas de la playa.

Puede que a finales de mayo no fuera muy conveniente probar la temperatura del agua, sin embargo, dar algún que otro paseo podía incluso beneficiarle.

Modificando poco a poco su inestable plan original, decidió que, dependiendo de cómo se despertara al día siguiente, podía alargar su estancia a dos días más. Bueno, de cómo se despertase y de la conexión a internet que hubiera dentro del recinto, pues entonces podría ir revisando trabajos pendientes y así por lo menos darle una alegría a su editor.

Sentado en aquella terraza, con el sonido de las olas de fondo, bien podría ser el paradigma de periodista en plena crisis personal, por la cosa de no romper estereotipos.

Se quitó la ropa con la que había llegado y, ya que estaba en un ambiente propicio, decidió ponerse unos sencillos pantalones blancos de yoga y una camiseta negra, junto con sus zapatillas blancas sin cordones. Nada que se pareciese a un serio periodista de opinión.

Miró la hora y al ver que aún quedaba un buen rato para la cena, decidió dar un paseo por las instalaciones y así enterarse de todo lo que allí se ofrecía a los clientes; esperaba que, aparte de ponerte a remojo para mejorar el reuma, tuvieran alguna actividad más excitante.

Por si acaso, y pese a la recomendación de su médico de ni probar el alcohol, revisó el minibar por si debía hacer una escapada al pueblo y traerse provisiones.

Como esperaba, ni una gota de alcohol.

—Joder, pues sí que lo vamos a pasar de puta madre —murmuró, haciendo una mueca y confeccionando una lista mental de las cosas que podría necesitar.

Bueno, bien mirado así tendría algo que hacer y, como en su época estudiantil aprendió a llevar bien camuflado el combustible a su dormitorio, ahora no tendría mayor problema.

También revisó el baño, porque, para qué negarlo, si quería ponerse en remojo lo haría, pero en privado. Lanzó un silbido de aprobación cuando encendió las luces y contempló el enorme jacuzzi redondo.

Sólo por eso perdonaría el deficiente equipamiento del mueble bar.

Bajó a la planta principal y se sorprendió, pues esperaba encontrar únicamente a gente de la tercera edad y la verdad era que allí se alojaban huéspedes de lo más variopinto, o «pepis» (personajes pintorescos) como solía llamarlos un compañero de trabajo.

No solía comer nada antes de la cena, pero al estar ocioso pensó que podría pasarse por la cafetería, tomar cualquier cosa y empezar en serio con su plan de desconexión.

Ya en su mesa, servido y con un periódico en las manos, probó aquello de no hacer nada, es decir, pasar las horas muertas sin preocuparse de nada más.

Empezó a leer tranquilamente, convencido de que podría lograrlo, y tan concentrado estaba que hasta que dos tipos se sentaron a la mesa anexa a la suya y empezaron a hablar cual cotorras con incontinencia verbal, no se dio cuenta de que llevaba más de tres cuartos de hora allí sentado.

—¿Te has fijado en la rubia? —preguntó una de las cotorras con cromosomas XY.

«Parece que sea la primera vez que ve una», pensó Ian, confiando en que no empezaran a dar por el saco y le estropearan la tarde.

—Yo creo que no es natural —apuntó el otro.

Ian puso los ojos en blanco. Vaya…, un gay envidioso.

—No seas bobo —lo contradijo el primero—, ¿y si no lo es, qué más da? A mí me parece la mujer perfecta para nuestros planes. —Como al parecer no había convencido al otro del todo, añadió—: Mírala bien, no me negarás que es una mujer de bandera.

—No lo niego, pero aun así…

«Ahora sí que me he perdido», pensó Ian, apartando levemente el periódico para dar su propia versión de los hechos; no se podía confiar en el criterio de un gay para evaluar a una mujer, así que nada mejor que los ojos de uno mismo para salir de dudas.

Sí, efectivamente, una espectacular rubia, sentada a la barra del bar, regalando a todos los allí presentes con una muestra de su no menos espectacular retaguardia, tomaba a saber qué, ajena al escrutinio de dos loros y un periodista.

—Hace tiempo que lo hemos hablado, necesitamos esto en nuestra relación —dijo el gay, ya confirmando su condición, sin complejos.

—No sé, es que me parece un poco fuerte —adujo el gay serio.

—Tonterías. Hablé con ella ayer y me pareció una mujer de lo más abierta a sugerencias.

—¿Se lo preguntaste directamente? —preguntó el serio.

Ian quería salir de dudas, así que dejó de prestar atención al artículo que estaba leyendo, porque, aun a riesgo de hacer un cursillo acelerado de portera, aquella situación le parecía surrealista o de cámara oculta cuanto menos.

—No, pero se lo insinué y ella no se escandalizó ni nada. Y eso es una buenísima noticia. Otras hubieran salido escopeteadas.

—Hum, no veo yo muy claro eso de montármelo con una mujer —se quejó el otro, como si fuera un crimen penado con cadena perpetua.

A Ian aquello empezaba a divertirle. Joder con los balnearios aburridos…

—No se hable más, será una buena experiencia; necesitamos novedades en nuestra relación, ¡estamos estancados!

Vaya por Dios, reflexionó el oyente indiscreto, por lo visto, en las parejas gays pasaba lo mismo que en las heteros.

De lo que se entera uno cuando se propone perder el tiempo…

—¿Vas a decírselo ahora?

—Por supuesto, quiero invitarla a cenar y que nos conozca antes de venirse con nosotros a la habitación.

—Pero ¿le dejarás bien claro que sólo queremos follar con ella? —preguntó don práctico—. No quiero que se haga ilusiones. Las mujeres con esas cosas…

«El que me parece que se está haciendo ilusiones eres tú, chato», pensó Ian, sonriendo de medio lado. Por el aspecto de la rubia, dudaba muy mucho que tuviera ganas de liarse con un par de gays indecisos, pero como no tenía nada mejor que hacer, se quedó tras su periódico, cual espía de tercera división, a la espera del desenlace.

Oyó cómo el gay decidido a tocar todos los palos se levantaba y se encaminaba hacia la rubia. Lo examinó de reojo y, desde luego, el tipo tenía buen aspecto, así que hasta podía tener éxito en su empresa.

Se colocó junto a la mujer y le dijo algo.

Ian se quedó de piedra cuando ella se volvió y él pudo ver el rostro de la rubia aspirante a ser el jamón del bocadillo para aquellos dos imbéciles.

Y lo que más lo jodió, además de verla allí, fue comprobar, por el lenguaje corporal, que ella no rechazaba de plano al tipo.

«De acuerdo, no avancemos acontecimientos. Puede que ese hombre sólo esté siendo amable y todavía no se haya atrevido a decirle abiertamente que no sólo quieren llevarla a cenar», se recordó, antes hacer cualquier movimiento.

Sin embargo, para su completa estupefacción vio que ella se apeaba del taburete y, junto con el tiparraco, se encaminaba hacia la mesa situada junto a él.

—La madre que la parió —murmuró entre dientes, parapetado tras su periódico como un vulgar mirón.

Ahora, contando sólo con el sentido del oído, pues no podía volverse y revelar su presencia, prestó toda su atención a la charla que mantendrían aquellos tres y que a buen seguro derivaría en un interesante titular: ¿cómo vamos a dormir?

A la pregunta de si esa noche tenía planes, ella respondió alegremente que no. A si le apetecía compartir mesa, ella murmuró con voz ronca que estaría encantada.

Ian empezaba hervir por dentro, y no para bien, ante el comportamiento, no de aquellos dos idiotas, sino de ella. ¿Estaba bien de la cabeza?

Sin embargo, aún quedaba la traca final cuando el gay emocionado por relanzar su relación planteó el quid de la cuestión diciéndole que les gustaría contar con ella para una experiencia diferente.

«Joder con los eufemismos», se dijo Ian, aguantándose las ganas de enrollar el cada vez más arrugado periódico y darles a cada uno un par de toques. Lo de «experiencia diferente» no era sino follársela y punto.

—Nos pareces una mujer interesante —afirmó el que seguramente era el ideólogo de todo aquello.

—Y muy bella —apostilló don práctico, reconvertido en pelota—. Desde el primer instante que te vimos pensamos que serías la ideal —se apresuró a añadir innecesariamente.

—Queremos agradecerte tu colaboración.

—Quizá quien deba estar agradecida soy yo —ronroneó ella, dejándolos impacientes, eso como mínimo.

Lo que tenía que oír uno por tener orejas; Ian dobló de malas maneras el diario, lo dejó sobre la mesa y, al más puro estilo peliculero, con el efecto sorpresa jugando a su favor, se volvió y, sonriendo ladinamente, dijo:

—Hola, cariño, no sabes cuánto te he echado de menos. Llevo un buen rato esperándote.

Y, aprovechando su ventaja, se levantó y, sin perder tiempo, pues ya se estaba jugando un bofetón, se acercó a Dora y se inclinó, dándole un sonoro beso en los labios.

Después, con el único propósito de proteger su integridad, se apartó y, cual caballero educado, se presentó a los dos tipos tendiéndoles la mano, todo ello sin perder la falsa sonrisa.

La reacción del par de gays con tendencias experimentales no se hizo esperar y, tras disculparse apresuradamente, los dejaron a solas.