5
—¿TE llevo a alguna parte? —preguntó solícito, mientras acompañaba a la rubia fuera de la consulta del malhumorado Matt.
Otro día se interesaría por sus problemas, que seguramente tenían que ver con alguna mujer, su imperturbable hermano normalmente no mostraba sus estados de ánimo.
—Gracias —respondió ella con no sólo una deslumbrante sino también una tentadora sonrisa—, pero no es necesario, he dejado mi coche en el garaje.
Sin esperar a que él hiciera o dijera nada, echó a andar de una forma poco tranquilizadora.
—Bueno, pues te acompaño hasta el coche —se ofreció Ian, de ninguna manera iba a permitir que una fémina así se marchara sin haber conseguido antes su número de teléfono.
Cierto que por la conversación que había presenciado entre ella y Matt estaba claro que se conocían y, por lo tanto, podría obtenerlo a través de su hermano, pero eso significaba dos cosas: la primera, darle motivos a éste para que hiciera preguntas y después criticase su modus operandi y la segunda, y no por ello menos importante, si podía lograrlo por sí mismo, ¿no resultaba más estimulante? No era tan viejo como para no saber sacarse solo las castañas del fuego.
En el ascensor, mientras bajaban acompañados de otras personas no pudieron hablar, pero sí mirarse y examinarse atentamente.
A Ian no le molestó que Dora lo «escanease»; ese día iba vestido con vaqueros y camisa blanca, un atuendo cómodo, versátil y siempre atractivo, y cuando cruzó la mirada con ella, arqueó una ceja, preguntándole en silencio si daba su aprobación.
Por la media sonrisa que le ofreció tras finalizar su inspección, quedó claro que aprobaba, más tarde averiguaría con qué nota.
Una frivolidad como otra cualquiera.
Por supuesto, él no se perdió detalle de su conjunto de mujer de negocios, refinada y elegante a la par que seductora, pues su ropa, seguramente hecha a medida, marcaba lo que tenía que marcar y algo más.
Llevaba el pelo rubio recogido con un pasador y tuvo que concentrarse para no extender la mano y quitárselo; no hay nada más seductor que el cabello suelto de una mujer.
Ni que decir tiene que llevar falda podía considerarse un plus añadido, pues siempre hay que considerar todas las posibles opciones. Quizá estaba dando por sentado que terminaría triunfando ese mismo día, pero no tenía por qué cerrarse puertas.
Ian había estacionado su coche en el primer sótano, así que deseó en silencio que ella hubiera hecho lo mismo.
Afortunadamente, el ascensor se fue despejando, sobre todo al llegar a la planta principal; ya sólo faltaba deshacerse de un hombre para quedarse a solas con ella.
Las puertas se abrieron en el primer sótano y el tercero en discordia salió sin despedirse.
Ian esperó a que ella lo siguiera, pero, para primero subirle la tensión y después darle una alegría inmensa, pulsó el botón del tercer nivel.
Descendieron en silencio y en ese breve lapsus ni siquiera se miraron.
Cuando las puertas se abrieron, sólo las luces de emergencia iluminaban aquel aparcamiento prácticamente desierto.
Dora, decidida como siempre, fue la primera en salir y echar a andar de una forma que quitaba el hipo, pues el repiqueteo de sus tacones y el movimiento de sus caderas provocaba que quien estuviera cerca babeara sin control.
Ian pensó que incluso otra mujer podría sentirse atraída sin remedio por ella.
«Interesante pensamiento», se dijo.
Como era de prever, Dora no miró por encima del hombro para ver si la seguía. Su seguridad en sí misma resultaba aplastante y a Ian lo atraían las mujeres así. Nada de chicas tímidas, apocadas o de esas que esperan ver al Espíritu Santo en forma de pene; él prefería a las que sabían lo que querían y no dudaban en pedirlo.
Si seguía elucubrando, iba a quedarse rezagado y ella podía llegar a pensar que no le interesaba. Nada más alejado de la realidad.
Aceleró el paso hasta colocarse a su altura y, a pesar de que iba a utilizar un argumento de lo más machista y obsoleto, dijo:
—Esto es peligroso para una mujer sola. —Miró el aparcamiento desierto, donde sólo se veían cuatro coches aparcados y bastante distanciados unos de otros.
Dora siguió caminando sin mirarle.
—Pero no me negarás que si no fuera así perdería bastante atractivo, ¿verdad? —le respondió ella, adaptando el denostado tópico a su conveniencia.
Oh, cada vez le gustaba más.
Dora había captado a la primera su ridícula preocupación, pero por costumbre siempre disfrutaba descolocando a los que pretendían jugar con ella a los caballeros andantes. Esos tipos aburren y sólo son necesarios de cara al público.
Nunca está de más que te cedan un asiento o que te inviten a una copa, aun sin necesitarlo, pues Dora, como mujer independiente, sabía proveerse de todo, pero hay ocasiones en las que una debe mostrarse más convencional para que ellos no se sientan descolocados.
Al parecer, la acompañaba uno al que no le iba a resultar fácil manejar.
—Por supuesto —respondió Ian sin sentirse en absoluto ofendido. Joder, ¿qué loco lo estaría?
Mientras caminaban, Dora sacó las llaves del bolso y se detuvo junto a un Lexus ISC negro, un capricho como otro cualquiera. Puede que a muchos les sorprendiera su gusto por los coches potentes de alta gama, incluso su jefe llegó a decirle una vez: «Tienes más testosterona que muchos de mis amigos».
Sin embargo, como en tantas otras cosas, a ella la traía sin cuidado. Su sueldo como relaciones públicas en cosméticos Green le daba para eso y mucho más.
Miró de reojo a Ian, ahora vendría un cumplido sobre su vehículo o algo por el estilo; esperaba que al menos fuera original.
—¿Has follado alguna vez en este coche?
Quiso sonreír, pero eso significaría darle ventaja. Al oír la pregunta supo inmediatamente que con un hombre así podría aventurarse a algo más que un coqueteo visual.
Negó con la cabeza y murmuró:
—¿Tienes condones?
—¿Cuántos necesitas? —preguntó él, ignorando el número exacto que llevaba en la cartera, aunque, llegado el caso, podría buscar una solución a ese pequeño defecto de forma.
Dora abrió la puerta y tiró su bolso dentro, así disponía de libertad de movimientos para poder hacer lo que le viniera en gana. Miró de reojo a su acompañante y dudó, no tenía muy claro si atacaría primero ella o le dejaría a él esa responsabilidad.
—A esa pregunta sólo tú puedes responder —aseveró, con voz ligeramente seductora. No iba a hablarle ahora como una mujer de línea erótica.
Ian, lejos de sentirse intimidado, y dado que, si la cosa no se torcía repentinamente, iba a acabar en sexo desenfrenado, prefirió alargar lo inevitable, pues no hay nada más estimulante que el juego de la seducción cuando enfrente tienes a una digna oponente.
Dio un paso hacia ella y bajando la voz para darle un tono íntimo, murmuró, inclinándose pero sin tocarla:
—Aún no me has respondido a la pregunta.
Dora lo miró sonriendo de medio lado y arqueando una ceja. De ningún modo iba a decirle la verdad, eso a nadie y mucho menos a él, aunque tras un rápido análisis de la situación se lo pensó mejor.
—¿Quieres ser el primero?
Esperaba que se acercara de nuevo para poder olerlo, pues como experta en cosmética sabía reconocer un buen perfume y había detectado un olor increíblemente excitante durante la breve proximidad.
Más tarde le preguntaría el nombre.
Ian hizo el primer movimiento y la acorraló contra la carrocería del coche. Dora no fingió sorpresa ni desconcierto, todo lo contrario, levantó el rostro y no esperó más.
Acercó los labios a los suyos y en seguida se enzarzaron en un beso sonoro, pues ambos gimieron con fuerza, ajenos completamente al entorno.
Las manos de ella, una en su nuca y otra en su brazo, le sirvieron para saber que aquello iba en serio, por lo que Ian le rodeó la cintura y la pegó a él.
—Suéltate el pelo —le rogó, mientras recorría la increíble y sedosa piel de su cuello hasta detenerse en el lóbulo de la oreja y atrapárselo con los dientes.
Dora tenía que acudir a una cita de negocios, así que no podía permitirse el lujo de llegar despeinada y con signos evidentes de haber follado en un aparcamiento, por lo que negó con la cabeza.
—Otro día —dijo, mientras le sacaba la camisa de los pantalones para poder meter las manos por debajo y comprobar si al tacto daba tan buenas sensaciones como a la vista.
No se sintió decepcionada, pues sus palmas recorrieron un buen torso, quizá en otras circunstancias se hubiera detenido más en su exploración, pero en ese momento necesitaba ir al grano. Le clavó ligeramente las uñas mientras descendía buscando su cinturón, que procedió a desabrochar con rapidez y habilidad.
Ya no tenía edad para titubeos ni para falso pudor.
—Joder… —masculló Ian; ni escribiendo él mismo el guión en su faceta más optimista hubiera sido tan expeditivo.
—Si quieres nos lo tomamos con más calma —sugirió ella por el simple placer de provocarlo.
—¿Me he quejado?
Para dar más efectividad a sus palabras, posó las manos a ambos lados de sus caderas y le subió la falda, arrugándosela en la cintura. Se echó ligeramente hacia atrás para ver lo que iba a disfrutar en breve y no sólo le gustó, era para caer de rodillas.
Y no iba a quedarse con las ganas.
Se agachó y metió los pulgares por debajo de su exiguo tanga para desnudarla. Cuando la tela dio paso a su sexo, completamente rasurado, dejó su ropa íntima a medio camino y se inclinó para besarla con una patente admiración.
—Impresionante —murmuró, sin despegar los labios de la sedosa piel de su sexo.
—Gracias —contestó Dora, echando la cabeza hacia atrás, preparándose, sin duda, para algo realmente bueno.
Ian posó ambas manos en sus muslos y, con los dedos separados, las fue subiendo hasta que los pulgares alcanzaron los labios vaginales, que separó con delicadeza para poder acariciarla con la lengua lo más íntimamente posible.
Sintió cómo ella le clavaba las uñas en los hombros, sin duda encantada con el recorrido que llevaba a cabo entre sus pliegues. Si le dejaba marcas, desde luego sería una buena forma de medir su efectividad a la hora de satisfacer a una mujer con sexo oral.
Dora, por su parte, no podía objetar absolutamente nada a la técnica empleada, pues ése era uno de esos casos, tan escasos, en los que no tenía que apartarse o fingir que quien estaba entre sus piernas conocía el cuerpo femenino.
Ian Nortland había practicado lo suficiente como para llegar al tesoro sin causar daños colaterales, pero aunque aquello podía ser memorable, maldijo entre dientes, pues llegaba tarde y no podía entretenerse todo lo que hubiera querido.
Se apartó de él y lo instó a ponerse en pie, no encontró demasiada resistencia por su parte y sin perder tiempo lo atrajo hacia ella y lo besó concienzudamente, mientras con una mano hurgaba dentro de sus pantalones.
«Me ha tocado la lotería», pensó Ian, siguiendo el ritmo frenético que Dora imponía. Podía contar con los dedos de una mano las mujeres que permitían ser besadas tras lamerles el coño; normalmente disimulaban o giraban la cabeza, ofreciéndote el cuello. Y para rematar su buena suerte, ella tomaba las decisiones en el momento justo.
Fuera indecisiones, a la porra titubeos.
Mientras Dora le bajaba los pantalones y los bóxers hasta medio muslo, él buscó la cartera en el bolsillo trasero para sacar un condón y con los dientes romper el envoltorio.
—Déjame a mí —exigió ella, arrebatándoselo para sacar el látex.
Se inclinó y, antes de cubrirlo, lo lamió de arriba abajo, lubricándolo para que el preservativo se desenrollara con mayor fluidez.
—¿Lista? —preguntó él antes de besarla, recuperando sólo a medias el papel dominante que ella manejaba a la perfección.
Dora no le respondió con palabras, levantó una pierna, dejó que su tanga cayera al suelo y le rodeó la cadera. Automáticamente Ian la sujetó por debajo del muslo y la elevó, aprovechando el apoyo ofrecido por la carrocería, hasta colocarla a su altura.
Se sorprendió de nuevo cuando ella metió la mano entre sus cuerpos, le agarró la polla y la colocó justo en posición para que él sólo tuviera que empujar.
Y lo hizo, cogió fuerza y sin medias tintas se la metió hasta el fondo, con lo cual logró que gimiera con fuerza, igual que él.
—Más fuerte —susurró Dora, mordiéndole la oreja mientras se impulsaba con el pie que aún apoyaba en el suelo.
Si aparte de la penetración no recibía más estimulación, difícilmente se correría.
La situación, mezcla de la improvisación y el peligro que conllevaba follar en un aparcamiento, aumentaba la excitación, pero, como mujer, ella sabía que eso, tras unas pocas embestidas, podía no ser suficiente.
De nuevo él pareció advertir sus necesidades y empezó a girar las caderas en diferentes ángulos, de tal forma que su pelvis presionara directamente sobre su hinchado clítoris y, además, por si aquello no era suficiente, introdujo el pulgar, presionando convenientemente para que ella alcanzara el clímax.
—Ian… —jadeó con voz ronca, agarrándose a él para poder mantener el ritmo implacable al que la estaba sometiendo.
No se iba a quejar, por supuesto, pero la gravedad jugaba en su contra.
—¿Te gusta así? —Empujó con mayor ímpetu y ella le respondió mordiéndole el cuello.
—Más. —Era la única palabra que podía resumir lo que necesitaba.
—Joder… —gruñó él sin poder creerse la buena suerte que estaba teniendo.
Su agresividad resultaba altamente estimulante.
—Hasta el fondo —le dijo Dora con voz ronca, sin ningún tipo de pudor; pura excitación femenina en sus oídos.
—Faltaría más.
Y no hubo decepción, pues apenas un minuto después, ella sintió el primer escalofrío, el primer signo de que su orgasmo era inminente.
Ian se percató de ello y de nuevo la besó profundamente, absorbiendo sus gemidos y uniéndose a ella.
Se quedaron unos instantes así, enzarzados, unidos y respirando agitadamente.
Dora fue la primera en moverse, bajando la pierna y él salió de su cuerpo dando un paso hacia atrás. Se quitó el condón e hizo un nudo.
—Voy a buscar una papelera, no me gusta dejar mi ADN por ahí —comentó, localizando una con la vista.
Ella se agachó y, en vez de ponerse el tanga, lo recogió y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Se bajó la falda y comprobó su maquillaje en el espejo retrovisor exterior.
Ahora venía el momento incómodo en el que ninguno de los dos sabría muy bien qué hacer o qué decir.
Cuando Ian regresó a su lado, ya con los pantalones abrochados, le abrió la puerta del coche con gesto galante, acompañado de una amplia sonrisa.
—Espero que volvamos a vernos —le dijo, mirándola a la espera de una respuesta acorde con la mujer que acababa de follarse.
Dora mantuvo el suspense unos instantes más. Llegaba tarde, así que ya daba lo mismo unos minutos más.
—Puede.
Arrancó el motor y sin más maniobró para irse de allí.