10

A pesar de no haber comenzado el día con buen pie y de no haber dormido las suficientes horas, Dora terminó aceptando otra sugerencia más. En ese caso, pasar el día con Ian, ya que ninguno de los dos eran lo que se dice carne de balneario.

Habían mirado la oferta que les ofrecía el establecimiento y no les resultó en absoluto atractiva, por lo que decidieron ir a explorar los alrededores, más que nada porque no tenían nada mejor en lo que perder el tiempo.

Dora, al principio, no sabía si aquello iba a resultar bien, pues por experiencia sabía que con los hombres que te acuestas pocas veces tienes tema de conversación fuera de la cama, así que no le quedaba más remedio que confiar en que Ian resultara un acompañante mínimamente entretenido. Por si acaso aquello no funcionaba, siempre podía acudir a la socorrida excusa de que debía hacer una llamada de teléfono y así refugiarse en su habitación para retomar lecturas pendientes.

Hasta después de la comida no miró el reloj por primera vez, lo que ya era buena señal, pues significaba que el tiempo se le había pasado en un suspiro. Había que reconocerlo, con Ian, sus anécdotas y especialmente su forma de contarlas no podías aburrirte.

—Me parece que nos van a echar —comentó él, mirando a su alrededor; eran los únicos comensales que quedaban.

—Ni hablar, invito yo —dijo Dora, cuando Ian hizo amago de ir a sacar su tarjeta de crédito y llamar al camarero.

Él no quería crear ningún conflicto, así que se lo permitió, pese a que el dueño del restaurante dejó la cuenta a su lado.

Salieron fuera y deambularon por las calles hablando de cosas sin importancia o de conocidos comunes. Todo ello de forma muy vaga y sin entrar en excesivos detalles para no romper la buena sintonía.

Ninguno de los dos tenía muy claro cómo iba a desarrollarse aquella extraña relación de repentina amistad, pues Ian, por su parte, no tenía amigas. Puede que con alguna de sus ex amantes, tras la ineludible ruptura, mantuviera algún que otro contacto, pero poco más. Prefería no dar pie a malentendidos y lo cierto es que, al viajar continuamente, lo tenía bastante fácil.

El caso es que sin saber cómo se encontraron sentados en un pub como dos viejos colegas, tomándose unas cervezas y riéndose de las tonterías que alternativamente iban diciendo.

Sin darse cuenta, la mesa se fue llenando de botellines vacíos de tal forma que a la hora de la cena ambos estaban seriamente perjudicados.

No contentos con la ingesta de cerveza, Dora propuso añadir algo más. Llamó a la camarera y le pidió dos vasos pequeños y una botella de tequila, junto con dos jarras bien grandes de cerveza.

Ian contempló con una media sonrisa cómo llenaba los vasitos, de forma bastante profesional, y después los vertía dentro de la jarra.

—Salud —levantó la suya y lo instó a que hiciera lo mismo para brindar.

—Dime por qué brindamos —murmuró él, consciente de que si no paraban a tiempo, ambos iban a llegar al hotel a cuatro patas y dando un espectáculo lamentable.

Pero ¡qué cojones! Se lo estaba pasando en grande, ya dormiría la mona al día siguiente.

—Por los buenos momentos como éste —contestó Dora, encandilando no sólo a Ian, sino a muchos de los presentes con su sonrisa.

—Amén —dijo él, aceptando el brindis antes de beber.

Algunos de los parroquianos allí reunidos se animaron y empezaron a realizar el mismo ritual, uniéndose a ellos y montando, sin pretenderlo, una fiesta por todo lo alto, donde las bromas, las risas y el buen ambiente reinaban.

Pero Ian se puso tenso cuando uno de los congregados se acercó «demasiado» a Dora y vio que ésta, en vez de mandarlo a la mierda, le daba carrete, por lo que el tipo se animaba más y él se ponía de los nervios. Además, estando ya borracho, su control para no hacer el ridículo estaba bajo mínimos.

—Eh, cuidado con esas manos —le advirtió al desconocido con voz no muy clara, más bien pastosa, aunque la intención quedaba bien clara.

Dora arqueó una ceja ante su actitud de nuevo protectora, y que ella no entendía, pues, para empezar, no tenía por qué darle explicaciones a nadie y mucho menos a él.

Siguió a lo suyo, ajena al aparente cabreo de su compañero de cama ocasional, sin ser consciente de que éste empezaba a enfadarse de verdad.

«De acuerdo —pensó Ian—, no tengo ningún tipo de prerrogativa sobre ella, pero es que, joder, como me descuide la desnudan encima de la mesa.»

Como si Dora le hubiera leído el pensamiento, se subió encima y empezó a bailar, desmelenándose, literal y figuradamente, consiguiendo alabanzas, aullidos y un litro de babas por cabeza de los tipos y/o perros en celo allí presentes.

A Ian no le gustaba nada todo aquello y llamó la atención de ella, dispuesto a sacarla de allí antes de que la cosa se pusiera peor.

Cosa que no tardaría mucho en suceder, pues los movimientos pélvicos de Dora, combinados con el vaivén de su melena rubia, estaban elevando la moral de la tropa.

—Baja de ahí inmediatamente —murmuró con los dientes apretados.

Ella negó con la cabeza, en absoluto dispuesta a hacer lo que le decía; se estaba divirtiendo sin pensar en nada, consciente de que nadie la conocía y que por tanto las formas podían irse de vacaciones.

—¡No seas pelma! —le respondió, para júbilo de su público y desesperación de Ian, que no dejaba de mirarla amenazador.

—¡Eso, no seas pelma! —canturreó uno de los babosos, esperando, sin duda, triunfar esa noche.

Ian se pasó la mano por la cara, intentando no liarse a hostias con los parroquianos, primero porque estaba en franca minoría y segundo porque hasta la fecha no se había partido la cara con nadie por una mujer, incluida la suya propia, y eso que la arpía se lo ponía en bandeja provocándolo a la mínima oportunidad.

Esperó una canción más a que Dora recuperase la cordura, sin embargo, diez minutos después, ella empezaba a levantarse la camiseta, mostrándoles a aquellos afortunados lo que ni pagando lograrían ver alguna vez en su vida: una excelente perspectiva de su vientre plano y…

—Se acabó —dijo cabreado, subiéndose a la mesa también y agarrándole la mano para detenerla a tiempo.

Con bastante dificultad, por cierto, pues entre la inestabilidad de la jodida mesa y la suya propia tuvo que agarrarse a Dora para no caer y hacer el ridículo más espantoso, si no lo había hecho ya con el numerito sobreprotector.

Algunos pensaron que iban a ver un espectáculo a dúo y por lo tanto jalearon a la pareja con más ímpetu.

—Nos vamos a dar un hostia de cuidado… —gruñó Ian en su oreja, intentando no convertirse en profeta.

—¡No seas agorero! —le replicó ella pegándose a él y rodeándole el cuello con los brazos para seguir el ritmo de la música.

Ian, que consideraba a Lady Gaga una aspirante a cantante con mucha suerte, soportó estoicamente el bailecito provocador de Dora y la voz insoportable de la cantante, mientras esperaba que los allí reunidos no sacasen el móvil para hacer fotos.

O aún peor, vídeos.

Afortunadamente, si así se podía considerar , Dora los mantenía visualmente ocupados para que, mientras sujetaban su consumición con una mano, con la otra se limpiaran las babas y no pensaran en nada más.

Harto de aquello, Ian optó por dejar bien claro que la rubia no iba a darles lo que ellos esperaban, así que con las notas de Poker Face de fondo la besó de una forma muy explícita, diciéndoles sin palabras a todos aquellos tipos que sólo él iba a tener la suerte de dormir con ella.

Literalmente.

Dora parpadeó, algo desconcertada por esa reacción, sin embargo, no estaba para hacerle ascos a un tipo como Ian, que siempre besaba bien, y si a eso le sumaba que su cabeza no estaba en esos momentos para extraños procesos mentales… pues se dejó llevar completamente.

Allí estaba, a la vista de todos, meciéndose al ritmo de la música y dándose el lote como una adolescente a la que besan por primera vez, sin tener en cuenta nada más.

—Mmmm —ronroneó, lamiéndose los labios y exagerando el gesto cuando él se apartó.

Ian pensó que besándola lograría espabilarla un poco, craso error, porque falló estrepitosamente, pues aquello se volvió en su contra. Dora se animó aún más y se giró con habilidad para así utilizarlo de apoyo y continuar su baile provocador.

—Dora… —dijo Ian en tono amenazador, para que dejase de contonearse para deleite de todos y de frotarse contra él, para suplicio propio.

—No te hagas el estrecho —respondió ella, poniéndole morritos de chica traviesa antes de continuar agitando al personal con su baile.

Él pensó por un instante si Dora habría acudido a clases para aprender a moverse así, sin embargo, en el acto se dejó de consideraciones absurdas para solucionar lo que tenía entre manos, que por cierto era un cuerpo de lo más apetecible.

Por su parte, bien que lo sabía.

Como por la vía diplomática no conseguía su objetivo, y tampoco actuando por la fuerza, optó por una alternativa ladina a la par que zalamera.

Para que ella se confiase, le siguió el juego y pareció integrarse en el espectáculo, eso sí, sin dejar de controlar a los que esperaban a que la rubia tropezase y así poder ponerle las manos encima.

Desde luego, los dueños del local iban a nombrarlos clientes del año por la caja que estaban haciendo esa noche.

—Deberíamos continuar esta fiesta en privado, ¿no te parece? —sugirió Ian, sujetándola de la cintura, atrayéndola hacia él y pronunciando esas palabras con deseo.

Lo curioso del caso es que no tuvo que esforzarse demasiado en fingir.

Ella se volvió en sus brazos y le dio unas palmaditas cariñosas en la mejilla.

—No seas impaciente…

Él se aguantó las ganas de replicar a ese comentario tan condescendiente.

—No sé si voy a poder.

Lo intentó de nuevo, maldiciendo para sus adentros al tiempo que su nivel de alcohol en sangre iba descendiendo y por lo tanto cada vez era más consciente de dónde, cómo y con quién estaba.

Uno de los tipos agarró a Dora de la pierna y ella, en un acto reflejo, lo empujó, lo que desencadenó un alboroto entre sus seguidores.

Unos empezaron a recriminarle al hombre su actitud excesivamente atrevida y sus amigos lo defendieron de tal forma que los insultos hicieron acto de presencia, envalentonados todos sin duda por su nivel etílico.

Ian buscó la forma de salir de allí lo menos perjudicados posible, especialmente Dora, ya que a los presentes no les iba a gustar mucho que la atracción de la noche finalizara su actuación de forma tan brusca. Pero no podían quedarse más tiempo.

Él bajó primero y, sin perder la sonrisa, les dijo.

—Chicos, como comprenderéis, esta belleza y yo queremos un poco de privacidad… —Lo dejó caer para que entendieran que esa noche él iba a ser la envidia de muchos.

—¡A mí no me importa tener espectadores! —lo contradijo Dora, animada.

—Joder… —masculló Ian, sonriendo como un tonto—. Cariñoooooo… —canturreó, tenso al ver que a uno de los admiradores lo estaban agarrando para echarlo del local.

Ella hizo una mueca, al ver que la diversión se estaba acabando, decidió bajar del «escenario». En seguida hubo alguno que se ofreció, pero Ian estuvo rápido y fue él quien extendió la mano para que Dora descendiera sin percances.

Una vez que la tenía agarrada, no quiso correr riesgos y sacó unos cuantos billetes para dejar en la barra y salir de allí escopeteados.

Para su desgracia, la «artista invitada» fue saludando con besos a diestro y siniestro mientras se encaminaban hacia la salida. Y no contenta con eso, se llevó dos botellines de cerveza.

—Para el camino —dijo achispada.

Ian no paró hasta estar medianamente seguro de que nadie del local se había arriesgado a seguirlos y cuando por fin se detuvo fue para amonestarla.

—¡Estás como una puta cabra! —exclamó, gritándole.

Ella, en vez de replicarle, levantó el dedo corazón y le hizo la señal internacional de «vete a tomar por el culo», tras lo cual bebió un trago y sin más echó a andar.

—¿Es que no vas a decir nada? —insistió él, siguiéndola.

—Aguafiestas.

—Mira, tengamos la fiesta en paz. —Cerró los ojos un instante, no tendría que haber bebido tanto.

—Hasta donde yo sé, fiesta, lo que se dice fiesta, contigo la verdad muy poca —le contestó Dora con recochineo, sin detenerse.

Ian desistió y caminó tras ella hasta llegar al balneario. Una vez en la recepción Dora, sintiéndose especialmente mala, sin duda a causa de la tensión, actuó en consecuencia:

—¿Dónde vas a dormir hoy? —preguntó con inquina.

Necesitaba, y no sabía por qué, hacerle daño.

Quizá frustrada, quizá dolida, no alcanzaba a averiguar la razón. Había recalado en ese balneario con la intención de parar su caída libre, pues, la verdad, últimamente sus acciones podían considerarse autodestructivas.

Pero, claro, no contaba con la aparición de Ian, y menos aún con sus injerencias; la molestaba especialmente que se mostrara tan protector. Siempre se había cuidado sola, no entendía el porqué de su comportamiento.

Habían pasado un día estupendo, de verdadera camaradería, charlando, riendo… Sin embargo, cuando ella decidía tomar otro rumbo, automáticamente él no la dejaba y cambiaba por completo.

Era el jodido perro del hortelano.

—Esa decisión depende de ti —respondió Ian, pasándole la pelota.