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—JODER, joder, joder… —refunfuñó Dora mirándose en el espejo del baño, en el que por cierto llevaba encerrada más de media hora sin hacer nada de lo que se supone que debe hacer una antes de acostarse.
El principal escollo era encontrar algo decente que ponerse para irse a la cama y en su caso suponía un gran problema, pues siempre dormía desnuda.
Preguntarse por enésima vez por qué había aceptado tan inusual propuesta ya carecía de sentido. Seguramente por una especie de bajón anímico, había dicho que sí sin tener en cuenta que podía ser una estupidez, una encerrona o las dos cosas al mismo tiempo.
De todas formas, la situación tenía guasa, porque si Ian le hubiera hecho una proposición indecente, ella, sin pensárselo mucho, habría acabado aceptando y al saber cuál era el motivo de compartir habitación tendría muchos menos quebraderos de cabeza.
Pero no, en vez de eso había accedido a una proposición de lo más decente y, claro, ahora no sabía cómo comportarse o qué hacer para no meter la pata.
Menos mal que en un momento de lucidez había elegido su propia suite para desarrollar tan extraño experimento.
Ian la esperaba en el dormitorio, para dormir, y ella no sabía qué ponerse.
¡Genial!
Como tarde o temprano debía abandonar su escondite, optó por ponerse ropa de deporte y terminó con un pantalón corto y una camiseta de corte masculino como atuendo para pasar la noche.
—Ver para creer —se dijo, mirándose por última vez antes de apagar la luz y salir del aseo.
Para su asombro, pues nunca antes lo había visto así, se encontró a Ian sentado en la cama, con un periódico en la mano, leyendo tranquilamente y por lo visto sin importarle estar desnudo de cintura para arriba.
Dora se acercó, apartó las sábanas del lado que él había dejado libre y se sentó en la cama, apoyándose en el cabecero.
—¿Te importa que encienda la tele? —inquirió, cogiendo el mando a distancia.
—No, claro que no —respondió Ian, indiferente a su presencia.
A ver si después de todo iba a ser verdad, se dijo ella intentando buscar una postura medianamente cómoda, pues los jodidos pantalones se le metían por el trasero.
Pasó distraídamente los diferentes canales con la vana esperanza de encontrar algo que resultara interesante, pero no hubo suerte o, mejor dicho, su ánimo no estaba precisamente dando saltos como para ello.
Ian, por su parte, apenas le prestaba atención, más que nada para no caer en la tentación, pues el numerito de la ropa ajustada ya había sido una dura prueba.
La situación tenía bemoles, pues, dada su condición, desear no funcionar era de locos, como poco.
Para él también estaba siendo incómodo. Tal vez Dora y él hubiesen mantenido una relación en el pasado, pero era una de las pocas mujeres de las que se acordaba no sólo por la intensidad de sus encuentros, sino por ella misma. Había que reconocer que era única y en esos momentos compartía cama, que no espacio, con ella.
Increíble pero cierto.
Podía intentarlo, por supuesto, saltarse a la torera su promesa tácita de no tocarla; sin embargo, el miedo a hacer doblemente el ridículo lo frenaba.
La miró de reojo, saltaba a la vista que algo le pasaba, así que decidió abandonar su lectura y charlar un rato con ella.
—Por mí no lo hagas —se adelantó Dora, disimulando su mal humor mientras continuaba machacando los botones del mando a distancia.
Ian se volvió y le dedicó una sonrisa para animarla. De acuerdo, no estaba de humor para cháchara, lo entendía, pero le parecía absurdo que estuvieran allí, ignorándose mutuamente.
Verla así, con el pelo recogido en una coleta, la cara sin rastro de maquillaje, sin un caro vestido puesto… Con muchas otras se hubiera llevado una gran desilusión, no obstante, en ella, paradójicamente, la naturalidad mejoraba su aspecto.
Dora, enfadada consigo misma, decidió que ni la tele ni nadie podía darle lo que necesitaba, especialmente porque ni ella misma sabía lo que era, así que apagó el televisor y se tumbó, dándole la espalda a Ian y tapándose hasta la barbilla.
La viva imagen de un matrimonio aburrido por la rutina o cabreado por una discusión doméstica.
Lo oyó suspirar, pero no hizo ni siquiera amago de volverse y mirarlo. Tenía por delante una nochecita de lo más animada.
Él, decidido a ponérselo fácil, desistió de seguir leyendo y se acostó. A diferencia de ella, se dejó el edredón a la altura de la cintura y se quedó tumbado boca arriba, con las manos entrelazadas bajo la cabeza.
En la habitación sólo se oía el suave zumbido del climatizador.
A los dos los puso de los nervios.
* * *
Dora se movió levemente, acomodándose, pues estaba la mar de a gusto enroscada encima de él. Siempre procuraba no dormir con sus amantes, pero en esa ocasión, al ser una situación técnicamente atípica, podía permitirse el lujo de pegarse a él.
Y, por lo visto, Ian no tenía nada que objetar y dormía a pierna suelta, quizá ajeno al cuerpo femenino pegado al suyo.
Sin saber cómo o por qué, Dora lo fue despertando, ya que, aparte de invadir su espacio personal recostándose parcialmente sobre él, movía la mano lentamente sobre su estómago y en ocasiones se acercaba peligrosamente a su entrepierna, cosa que en otras circunstancias no tendría mayores consecuencias.
Ian levantó la sábana y observó tanto los sospechosos movimientos de su mano como a ella, que parecía estar dormida.
Cuando le rozó el elástico de los bóxers, él contuvo la respiración y con delicadeza agarró la díscola mano para volver a posarla sobre una zona más o menos neutral, es decir, sobre su pecho.
Sin embargo, Dora tardó bien poco en volver a las andadas y de nuevo atravesó la línea invisible que delimitaba el peligro, sólo que en esta ocasión ya no hubo medias tintas, fue directa al núcleo neurálgico.
—Joder… —gruñó Ian, pasándose la mano por la cara y pensando en la manera de, sin ser excesivamente brusco, quitársela de encima.
Qué cosas tiene la vida, querer deshacerse de una mujer así en una postura semejante; más bajo no se podía caer.
Ella continuó sus maniobras y lo acarició por encima de los bóxers con leves pero precisas pasadas de su mano, de tal forma que poco a poco aquello se fue animando.
Ian cerró los ojos y decidió que, en primer lugar, le estaba gustando lo que ella hacía y, mientras mantuviera la barrera de la ropa interior en su sitio, podía permitírselo, y, en segundo lugar, si se desmadraba ya pediría disculpas, pero al menos disfrutaría del momento.
Dudó si Dora continuaba dormida, lo que no tenía discusión posible era su aspecto: era jodidamente guapa hasta despeinada, porque de la coleta inicial se le habían desprendido varios mechones rubios, dándole un aspecto más juvenil.
Se concentró en mantener una respiración regular mientras ella lo torturaba, inconscientemente o no, para por lo menos gozar de aquello. Automáticamente le vinieron a la cabeza recuerdos de uno de sus encuentros en el pasado, en concreto en la finca de sus padres, un fin de semana en que su madre la invitó, ya que desde el primer momento Katrina acogió a Dora como la nuera perfecta, cosa que a Ian le hacía bastante gracia.
Él había ido sin saber que la encontraría allí y se animó al instante. Pese a que como era de esperar tenían dormitorios separados, se las arregló para sacarla a medianoche de casa y llevársela al invernadero, más que nada para evitar que su madre oyera cualquier ruido, indicio de que pasaba algo. Sabía que de haber dependido de su padre hubieran compartido habitación, pero en casa mandaba Katrina.
Como si de nuevo fuera un adolescente, esperó a que Dora entrara en el invernadero. Él tenía una manta enrollada bajo el brazo y al menos seis condones en el bolsillo, los cuales, por cierto, había birlado del dormitorio de su hermano; tendría que acordarse de reponerlos, si no Matt, con su manía por la organización, le daría la tabarra.
Ella entró cubierta con un albornoz y nada más cerrar la puerta se lo quitó, quedándose gloriosamente desnuda. Acto seguido, se acercó a él, miró a su alrededor y cayó en la cuenta de que los muebles de mimbre no eran precisamente los más adecuados para follar, por lo que le quitó la manta y la extendió en el suelo.
—Tengo una sorpresa —anunció Ian, encantado con la vista de su cuerpo desnudo.
Se ocupó de su propia ropa y se acercó a ella para abrazarla desde atrás y orientarla para que viese la sorpresa.
—¡Oh! —exclamó, encantada al ver el balancín—. Muchísimo mejor. Aunque no entiendo para qué sirve entonces la manta.
Se soltó de su abrazo y, mostrando su trasero, caminó hasta el balancín, donde se sentó elegantemente, esperando a que él se le uniera.
—Prefiero no dejar huellas en la tapicería —explicó Ian—. Mi madre se ve todos los episodios de CSI, así que mejor no arriesgarse.
—Ah, por supuesto —convino ella, levantándose para que procediera a cubrir el asiento con la manta.
Él dejó a un lado los preservativos y se sentó, después abrió las piernas para que Dora se colocara entre ellas y le puso las manos en el trasero para acercarla.
—¿Y tú qué tienes para mí? —preguntó con voz ronca, mirando alternativamente aquel apetecible par de tetas y sus labios.
Dora entendió a la primera y se rodeó ambos pechos con las manos, elevándolos. Ian pensó que se los ofrecería, sin embargo tenía otra idea en mente. Comenzó a acariciarse, pellizcándose y excitándose delante de sus narices.
Literalmente.
Como él no sólo deseaba mirar, metió una mano entre sus piernas y le pasó el dorso por el sexo depilado, fue rodeando la zona hasta separar los labios vaginales y así comprobar su humedad.
—Mmmm —ronroneó ella, encantada con la maniobra.
Ian no era de esos tipos que te metían el dedo a las primeras de cambio, siempre preparaba la zona, logrando que el hormigueo se fuera intensificando, y cuando llegaba la penetración, lo disfrutaba aún más.
—Mojada… Caliente… —susurró encantado.
—Cachonda… —añadió Dora.
—Pues pongámonos a ello.
Ian estiró el brazo y ella esperó sin dejar de tocarse a que él se colocara el condón. Cuando concluyó la necesaria operación, se sentó a horcajadas y le agarró la polla con la mano para poder ir bajando y que se la fuera metiendo.
Una vez que sus cuerpos se acoplaron, Ian movió el pie y dio el impulso necesario para que el balancín hiciera honor a su nombre…
De repente, se esfumaron sus recuerdos al notar cómo la mano de Dora abandonaba sus genitales y se reacomodaba, esta vez sujetándose a su brazo.
Su gozo en un pozo, pues al parecer la suma de los recuerdos y su mano estaban funcionando.
Ya sin posibilidad de dormir, se quedó quieto en la cama a la espera de que Dora se fuera despertando. Sin poder resistirse, levantó la mano y le apartó unos mechones de la cara, que no se cansaba de admirar. Joder, es que era guapa la mirase como la mirase.
Ese sutil movimiento hizo que ella abriera los ojos y parpadeara. En su rostro se reflejó la sorpresa al darse cuenta de que estaba pegada a él de una forma poco ortodoxa.
—Lo siento —murmuró en un suspiro, apartándose.
—No te preocupes —respondió, sonriéndole—. ¿Pedimos el desayuno o bajamos a la cafetería? —Ian, que no era tonto, sugirió un tema inocuo para que ninguno de los dos se sintiera violento.
También porque tenía hambre.
Dora levantó los brazos y se estiró en la cama, mientras sopesaba la sugerencia.
—Prefiero desayunar aquí. —Apartó las sábanas y se levantó—. Ah, por cierto —se detuvo junto a la puerta del baño, le guiñó un ojo y le dijo antes de entrar—: sigo sin creerte.