19
DE acuerdo. Sinceridad. Podía hacerlo.
Sumido en sus divagaciones, sentado en la tumbona y sin otra cosa en mente que ordenar sus ideas para no meter la pata, pasó buena parte de la mañana, hasta que miró la hora y se dio cuenta de que era la hora de comer.
Y, lo más preocupante, Dora no daba señales de vida.
Se incorporó y se fue al baño con la idea de hacer una visita rápida y práctica, pero le pudo la vanidad y se dedicó a acicalarse convenientemente.
Mientras se miraba en el espejo, se fijó en uno de los neceseres de ella y en uno de esos arrebatos tontos cogió la crema que Dora utilizaba y que por lo visto era mano de santo para las cosas de la edad. Ni corto ni perezoso, abrió el frasco y, tal como le había observado hacer a ella, metió el dedo y se aplicó pequeñas cantidades de producto en la cara y después se lo extendió en círculos.
Cuando acabó, se acarició las mejillas; no estaba muy seguro de si era tan eficaz como Dora aseguraba, pero malo no tenía que ser y desde luego le dejaba la piel bien suave.
Fue a dejarlo en su sitio, pero le entró la curiosidad, así que abrió el neceser y vio la cantidad de productos cosméticos que llevaba consigo aquella mujer. Y que, según su opinión, no necesitaba.
Siguiendo con su labor de investigación, abrió el segundo neceser.
—¡Joder, qué arsenal! —exclamó boquiabierto, al ver que no había ni un solo potingue en su interior.
Sabía que estaba invadiendo su intimidad, pero no por ello se dio media vuelta y lo cerró.
Se sentó en el taburete, con el estuche sobre los muslos, y empezó a curiosear debidamente. Aparte de la pareja de dilatadores de acero inoxidable que ya había tenido el «gusto» de conocer, allí había casi de todo.
Ian no era muy aficionado a los complementos, pero tampoco desaconsejaba su uso, aunque lo de Dora y sus juguetes le produjo un calentamiento global repentino muy preocupante, que debía controlar, pues antes de darse rienda suelta, debía aclarar las cosas con ella.
Como la información es poder, fue sacando los diferentes objetos y analizándolos. Teniendo la precaución de memorizar primero la disposición de todo para después dejarlo convenientemente ordenado.
Desde las clásicas bolas chinas, eso sí, con un toque de color, pues aquellas eran azul eléctrico, hasta el imprescindible y realista vibrador de silicona transparente. Realista en cuanto a la reproducción, porque en cuanto al tamaño habían exagerado un poco.
También le llamó la atención algo parecido a un huevo, de color morado. Al sacarlo de su estuche, se dio cuenta de que era una bala vibradora. Por puro instinto, cogió el mando y lo encendió.
Cuando el aparatito comenzó a emitir un suave zumbido a la par que se movía ligeramente en su mano, su imaginación también se encendió, por lo que decidió apagarlo.
El vibrador doble lo hizo removerse en el asiento. Joder, la de posibilidades que tenía aquello…
Sacó varias cosas más, a cada cual más interesante, y no se sorprendió del suministro ingente de condones, de todos los colores y acabados.
Después de su viaje al mini sex-shop de Dora, recogió todo, procurando dejarlo medianamente ordenado. Eso sí, decidió quedarse con el más que realista y clásico pene artificial, para, si surgía la oportunidad, usarlo.
Lo dejó debajo de la almohada, ¿dónde si no?, y se fue en busca de ella con intención de invitarla a comer.
No tuvo que dar excesivas descripciones para que le indicaran dónde se encontraba, pues los empleados del balneario la recordaban perfectamente.
Ese hecho podía llevarlo a sentir celos; era lo que normalmente les pasaba a los tipos como él, que caían rendidos ante los encantos de una mujer despampanante. Sin embargo, en su caso no fue así. ¿Debería preocuparse por ello?
Al fin y al cabo, los celos siempre aparecían junto con el sentimiento de propiedad y él, extrañado por su ausencia, se preguntó si aquello era compatible con su determinación a la hora de conquistarla, pues eso, por definición, implicaba cierto poder de control y, claro, que la mujer a la que pretendes conquistar sea una especie de neón luminoso, era algo que podía entrar en conflicto con lo que se esperaba.
No obstante, por más que lo analizaba los celos no aparecían por ningún lado y ni mucho menos el sentimiento de propiedad, o la idea de esconderla para que nadie osara mirarla.
Nada más lejos de la realidad, lo que realmente sintió fue orgullo.
Pero orgullo a lo grande. Joder, era para proclamarlo a los cuatro vientos, para que todo el mundo lo mirase y pensara: qué cabrón más afortunado.
La causante de todo aquello estaba tranquilamente sentada en el restaurante, leyendo la prensa y ajena a todos los allí presentes.
Ian se acercó a ella sin dejar de mirarla y se detuvo junto a la mesa, de pie.
—Di que me estabas esperando a mí —murmuró, esperando a que levantara la vista y se fijara en él.
Dora sonrió de medio lado y, con un gesto educado, señaló la silla de enfrente.
Él se acomodó y le devolvió la sonrisa.
—Y bien, ¿has probado alguno de esos tratamientos de belleza que me has comentado? —preguntó de manera casual, por iniciar un tema de conversación inocuo.
—Ajá —respondió Dora sin explayarse.
No se sentía todo lo cómoda que debería y eso afectaba su capacidad de expresión.
Mientras la embadurnaban y frotaban a conciencia, exfoliándole la piel y dejándosela suave y perfumada, ella no había parado de dar vueltas al modo de despedirse de Ian, de tal forma que si en un futuro volvían a encontrarse pudieran hablar sin mayores problemas.
No le gustaba enemistarse con los que eran sus amantes, siempre procuraba cortar los lazos dejando buen sabor de boca.
—Ya veo —murmuró él, dando por hecho que ese día no estaba lo que se dice muy habladora, lo cual iba en contra de sus intereses, pues eso significaba también que se mostraría poco receptiva a la hora de escucharle.
Por supuesto, no iba a ser tan loco como para mencionar nada de lo que se le pasaba por la cabeza allí, en público, ya que eso suponía una gran desventaja, pues Dora podía levantarse y dejarlo con la palabra en la boca.
—Lo siento —se apresuró a decir ella, al ver la cara de él—. Estaba distraída. —Sí, ésa era una muy buena explicación.
—No importa.
Ambos pidieron su comida y luego se quedaron en silencio. Se notaba que entre los dos no había precisamente el buen ambiente que había dominado su relación. Saltaba a la vista que ninguno de ellos deseaba hablar más de la cuenta.
Se imponía la cautela.
A Ian no le apetecía que aquello derivara en un absurdo distanciamiento. Al día siguiente se marchaban y él deseaba fervientemente un punto seguido en su relación.
Tras la comida, Dora se mostró interesada, demasiado, en otro de los tratamientos, así que lo dejó solo sin nada que hacer, hasta que ella decidiera regresar a la habitación.
—Joder… —farfulló Ian, agarrando de malas maneras el periódico que se había llevado para intentar pasar el rato.
Podía recoger sus cosas y dejarse la bolsa de viaje preparada, sin embargo, lo descartó, pues daría la impresión de que deseaba marcharse cuanto antes; nada más lejos de la realidad.
Intentó leer la prensa y así abstraerse. Tenía los puntos básicos más o menos organizados y, la verdad, cada vez que hacía una lista mental de los asuntos que debía mencionar y los que no, llegaba a la conclusión de que, con toda probabilidad, terminaría haciendo el ridículo si hablaba con ella en plan conferencia.
Sumido en sus quebraderos de cabeza, agradeció el ruido de la puerta al entrar Dora. Por fin la tenía delante.
—Te veo estupenda —dijo sonriente, al verla entrar, y se quedaba corto. Podía haberla halagado más, sin embargo no quería parecer un pelota.
—Gracias —respondió ella amablemente—. Si no te importa, voy a recoger mis cosas.
Menudo jarro de agua fría.
Sin perder detalle de cómo iba y venía por la habitación, Ian se incorporó y se acercó a ella, deteniéndola.
—Deja eso. Tenemos que hablar.
Dora inspiró. Ésa era la frase que no quería escuchar.
—Ian, tengo que… —farfulló, sintiéndose algo miserable por no ir de frente.
—No —interrumpió él, girándola para situarla cara a cara—, no voy a dar rodeos para decírtelo, quiero seguir viéndote.
—¡De acuerdo! —exclamó ella rápidamente, intentando adecuar esa petición a sus intereses. Si se lo tomaba a la ligera, quizá pudiese salir más o menos bien.
No podía ser tan fácil, pensó él mientras Dora se alejaba para continuar con sus quehaceres. No podía haberse mostrado tan comprensiva porque sí.
—¿De acuerdo? —le preguntó, entrando en el baño tras ella—. No te estoy pidiendo una cita en un hotel para follar —le aclaró por si acaso—. Cuando digo volver a verte, me refiero a tener una relación contigo —explicó en un tono más brusco de lo necesario.
Dora, que ya intuía por dónde iban los tiros, inspiró profundamente.
—Ian… —le acarició la cara y buscó las palabras para no ofenderlo y, por supuesto, adoptó un tono cariñoso—, eres un encanto. —No dejó de acariciarle mientras hablaba—. Eres… increíble y, créeme, para mí significas mucho más de lo que puedas imaginar, pero sabes tan bien como yo que no somos las típicas personas que saben llevar una relación de pareja. Nos sentiríamos incómodos, fuera de lugar. Nos gusta demasiado nuestra libertad como para atarnos a alguien.
Ese discurso era el que Ian esperaba, porque durante mucho tiempo había sido él quien había utilizado esos argumentos para seguir adelante sin volver la vista atrás.
Le puso las manos en las caderas y la atrajo hacia sí. Hizo una mueca. El cuarto de baño no era lo que se dice de lo más glamuroso para abordar estos temas, pero no iba a moverse ni un milímetro.
—Déjate de chorradas. —No eran las palabras más propicias, aunque no pudo contenerse—. Sabes perfectamente que entre tú y yo no sólo es echar un polvo.
—No te confundas, yo tengo las cosas muy claras. No creo que te haya dado una impresión equivocada. Y si es así, lo siento —arguyó Dora e hizo amago de soltarse.
No quería tener ningún contacto con él para, de ese modo, ser más convincente; si no se soltaba, podía traicionarse a sí misma.
—Mientes, joder. Acéptalo. ¿Qué tiene de malo asumir la realidad?
—Perdona, tu realidad, no la mía —lo corrigió inmediatamente y de nuevo se sintió miserable—. Estás confundido, lo entiendo, pero sabes que en cuanto volvamos a casa seguirás con tu rutina y yo con la mía.
—Dora, por favor, a mí no me la das. No empieces a recitarme palabras que ni tú te crees. Es lo que te gustaría pensar, pero no es así. Tu comportamiento te delata.
Ella abrió los ojos como platos. ¡Menuda forma tenía de intentar convencerla!
—Tú no tienes ni puta idea de lo que siento o dejo de sentir.
—Por una jodida vez sé sincera.
Ella inspiró bruscamente. Tenía que haberse marchado de allí y evitar todo eso. Lo sabía y aun así se había confiado.
—¿Quieres sinceridad? —preguntó en tono belicoso.
—Sí. Por favor —contestó él, deseando escuchar lo que sería una larga lista de tonterías.
—Muy bien. No es personal, pero no quiero tener un «novio oficial» por muchas razones. Disfruto de mi vida tal como es y aun a riesgo de parecer pedante, diré que no tengo problemas para encontrar compañeros de cama con los que divertirme. Me gusta mi trabajo y no voy a renunciar a él, porque ni quiero ni tengo tiempo para atender las exigencias de un hombre que al llegar a casa me pregunte de dónde vengo o con quién he estado. —Eso último lo dijo con tono burlón.
Ian resopló.
—Pero ¿quién te ha pedido que renuncies a nada? ¿Cuándo he mencionado yo que abandones tu trabajo?
—¿Y mis amigos con derecho a roce? ¿Consentirías que siguiera teniendo citas?
—Eso es una solemne tontería y te aseguro que no tendrías necesidad de verte con ninguno de ellos —añadió, entrecerrando los ojos.
—Paso muchas noches fuera de casa, tengo que asistir a multitud de eventos, reuniones y fiestas en los que estoy rodeada de hombres, ¿podrías soportarlo?
—¿Por qué iba a desconfiar de ti? —inquirió.
Dora se sentía cada vez más frustrada. Ian seguía sin ver la realidad, persistía en una absurda idea de que todo era maravilloso y que el amor lo podía todo.
—Porque no rechazaría una oferta interesante —le respondió ella, dejándolo sin palabras.
Ese comentario, además de cruel, atentaba directamente contra su orgullo e Ian no se merecía una respuesta así. No obstante, o actuaba con contundencia o se vería arrastrada a un terreno que no se atrevía a pisar.
—Perfecto —claudicó él—, pero con una condición. A ser posible, me gustaría estar presente.
—¿Perdón? —Dora parpadeó. ¿De verdad había oído esas palabras?
—No soy un hombre posesivo, ni de esos celosos que van a acosarte a llamadas preguntándote cada minuto del día dónde estás.
—No hablas en serio… —murmuró, negando con la cabeza ante tan descabellada sugerencia. Ningún hombre aceptaría algo así. ¿Dónde estaba el truco?
—Muy en serio.
—¿Y qué pasa con tus viajes? —preguntó ella, pues si él aceptaba a sus «amigos», eso implicaba reciprocidad.
—Igualdad de condiciones —confirmó Ian, callándose de momento que durante sus intensas reflexiones había tomado una decisión importante: aceptar un puesto que le habían ofrecido de subdirector en un periódico y que en principio pensaba rechazar.
Esperó su reacción. Se había tirado un farol. Dudaba que a Dora le hiciera mucha gracia la posibilidad de estar en una de esas reuniones de trabajo, sabiendo que con bastante probabilidad su novio se estaba tirando a otra.
—Entonces, ¿para qué mantener una relación? ¿Por qué no encontrarnos de vez en cuando sin preguntas?
—Porque tú y yo sabemos que no sólo somos dos amigos con derecho a roce.