21

PUEDE que hubiera tenido un momento de debilidad nocturno poscoital en toda regla, esas cosas pasan, pero para eso llegaba el nuevo día y podía ver las cosas con frialdad y sin dejarse llevar por las emociones.

Tras un intenso atracón sexual, en el que lo das todo, sientes que tu cabeza no está para procesos mentales lógicos, máxime cuando la persona con la que compartes esas intensas emociones significa para ti mucho más de lo que te gustaría.

Nada más despertarse, Dora supo lo que no tenía que hacer. Lo primero, no quedarse en la cama esperando que él creyera lo que no era.

Así pues, se levantó con cuidado y se ocupó de todas sus pertenencias, sintiéndose por momentos como una ladrona, mientras recogía su ropa.

Una y mil veces estaba a punto de arrepentirse, no obstante, cuando sentía esa especie de punzada indicándole que estaba obrando mal, se recordaba que siempre era mejor que Ian la considerase una cobarde y una traidora que permanecer a su lado, engañándolo, no sólo de pensamiento, día sí y día también. De tal forma que al cabo de unos meses ambos acabaran odiándose o, lo que es peor, ignorándose.

Había sido testigo de muchos casos en los que, tras la euforia inicial, habían ido pasando por la fase de desencanto hasta llegar a la de «vete a tomar por el culo» y ella no estaba dispuesta a sufrir las consecuencias de una decisión basada en un momento tonto; y la noche pasada, había tenido uno de esos momentos.

Se maquilló de forma superficial, no podía perder mucho tiempo en esos detalles, y, con los zapatos de tacón en la mano para no hacer ruido, apagó la luz del baño y salió a la habitación.

Cerró con cuidado la cremallera de la maleta y la arrastró hasta la puerta. Se había vestido rápidamente, con unos vaqueros ajustados, una camiseta y una americana entallada y ahora se disponía a subir a su Lexus y salir escopeteada de allí.

Se quedó mirando a Ian, que, por fortuna, seguía dormido en su cama.

—Encantador… —musitó, inspirando hondo para no dejarse llevar de nuevo por la nostalgia y acabar cometiendo una estupidez.

Se inclinó para ponerse los zapatos y marcharse.

Ya no tenía nada más que hacer o que decir.

Sintió una última tentación acercarse y darle un beso de despedida, pero eso suponía alertarlo.

—¿Adónde coño crees que vas? —preguntó él, incorporándose de golpe en la cama y con cara de pocos amigos al verla allí de pie, con el bolso bajo el brazo, arreglada y dispuesta a darle un plantón en toda regla.

Su voz la detuvo en el acto y maldijo por haber tenido aquella tonta debilidad de última hora.

Ella no deseaba un enfrentamiento, ni directo ni indirecto, sólo quería marcharse, como debería haber hecho al primer síntoma de peligro. Sin embargo, no servía de nada lamentarse, así que no le quedaba otra salida que tirar hacia adelante.

Ian se levantó, cogió unos pantalones de deporte y fue a la puerta para impedir que saliera. Una vez que estuvo medianamente seguro de que no podía escapar, se puso los pantalones.

—No voy a discutir contigo —le advirtió ella, aferrándose a su maleta y sujetando bien su bolso—. Así que ahorrémonos las palabras ofensivas, los argumentos innecesarios y las recriminaciones.

—¡Me cago en la puta! —estalló Ian, frustrado, mirándola de forma amenazadora ante su jodida frialdad.

—No voy a aguantar tus salidas de tono. ¡Aparta! —exigió Dora, tirando del picaporte para marcharse.

Ya no quedaban palabras que decir.

—¿Cómo puedes ser tan zorra? —preguntó él, arrebatándole la maleta y dejándola tirada en medio de la habitación.

—Sí, soy una zorra, eso ya lo sabías desde hace tiempo. Así que ahora no te hagas el sorprendido —le espetó, yendo hacia su maleta.

Pero cuando se agachó, él fue más rápido y le dio una patada a la pobre maleta de tal forma que se abrió, desparramando todo su contenido por el suelo.

Y no contento con ello, empezó a desperdigar por la habitación las diferentes prendas.

Dora contempló, con un nudo en la garganta, el significado de todo aquello.

—Nunca pensé que fueras tan ladina, tan cobarde y tan cabrona. Ahora empiezo a pensar que anoche fingías.

—No te confundas —se defendió ella, dándose cuenta de que entrar al trapo de sus insultos no era lo más inteligente.

Ian entrecerró los ojos y, con los brazos en jarras, se le situó delante. Si pretendía intimidarla, iba listo.

—Fui sincero contigo, ¡joder! ¿Por qué sigues siendo tan cabezota? Pensaba que ya lo habíamos solucionado, en especial tras lo que sucedió anoche.

—¡Fue sólo sexo, Ian! —exclamó ella, intentando que viera lo evidente, para que razonara y se dejara de absurdas cuestiones—. Sexo —repitió—, no hace falta buscarle más significados porque no los hay.

—He follado con las suficientes mujeres como para saber la diferencia entre un polvo memorable y lo que pasó anoche —insistió él, sin dar su brazo a torcer.

—No voy a seguir escuchándote. Es mi decisión y me da igual si la entiendes o no —dijo Dora finalmente.

Nunca lo había visto tan cabreado. Podía entenderle, pero su reacción resultaba desmesurada.

—No voy a deserte feliz viaje —soltó con desprecio, dándole la espalda.

No quería ni mirarla a la cara. Primero debía serenarse o cometería alguna estupidez. Una más, en todo caso, porque lo de enamorarse de Dora se llevaba la palma.

—Si es así como quieres que nos despidamos… —dijo ella, alejándose de sus cosas.

No miró hacia atrás, abrió la puerta y salió de allí, cerrando tranquilamente. Sin portazos ni más palabras carentes de sentido.

Ian se sentó en la cama. Abatido era un término que no alcanzaba a describir su estado de ánimo. Con los brazos apoyados en las piernas, miró una y otra vez aquel desaguisado de ropa, cosméticos y zapatos que tenía desperdigados ante sí, prueba inequívoca de que había perdido los estribos. Hecho que rara vez sucedía, pues siempre se mostraba controlado y solía relativizar los problemas para darles un enfoque menos agresivo.

Hacía muchísimo tiempo que no perdía los papeles de esa forma.

Se incorporó, decidido a no caer en la autocompasión y terminar siendo un gruñón insoportable y para ello debía dar los pasos correctos.

En primer lugar, una buena y tonificante ducha.

Lo hizo inmediatamente. También se afeitó para, después, y ya que empezaba a considerarlo una rutina, darse la crema que ella le había recomendado.

Una vez en perfecto estado de revista, se ocupó de recoger los enseres de Dora, intentando no perder la paciencia, ya que, según sus cálculos, era imposible que en aquella maleta entrara todo.

Con más esfuerzo del previsto, terminó y, teniendo que dejar algunas cosas fuera, se dedicó a su bolsa de viaje. Aprovechó que en ésta sobraba sitio y metió dentro todo lo pendiente y con todo el equipaje salió de la habitación.

Podía seguir un guión de película romanticoide y mirar por última vez aquella estancia, con ojitos de perrito abandonado y decir alguna tontería del tipo: «He perdido una batalla, pero no la guerra». Y, para darle mayor efusividad, prometerse recuperar a la mujer que le quitaba el sueño.

Pero se dejó de chorradas y convencionalismos, pues una cosa tenía muy clara,: a Dora no la iba a recuperar.

Bajó cargado con todos los trastos hasta la recepción, dispuesto a liquidar la cuenta y salir de allí.

—Buenos días, la cuenta por favor —le pidió amablemente a la chica, devolviéndole la tarjeta magnética y buscando en su cartera la de crédito.

—Señor Nortland, su factura está abonada —le informó la mujer con una sonrisa—. Su esposa se ha ocupado de ello.

No iba ser tan tonto como para decir algo así como «¿Mi esposa?». O más estúpido como «¿Puede describirme a esa mujer?». O quedar como rematadamente gilipollas diciendo: «Yo no tengo esposa».

—Gracias —murmuró simplemente.

No iba pedir explicaciones, así que dio por bueno el «regalo» de su «esposa» y se dirigió a su BMW con los bártulos a cuestas.

Al arrancar el coche, su idea era ir a casa de su hermano, pues allí se encontraría a gusto, no obstante, a medida que iba recorriendo kilómetros cambió de parecer. Si se presentaba en casa de Matt, corría el riego de que éste le diera la tabarra y se cachondeara de él tras la conversación telefónica que habían mantenido.

Era un poco triste que con los cuarenta cumplidos estuviera por ahí dando tumbos y pidiendo consejo.

Por eso, nada mejor que refugiarse en casa de sus padres. Al fin y al cabo, éstos poco o nada sabían de sus desventuras amorosas y si necesitaba hablar con alguien siempre podría hacerlo con su padre, que a buen seguro aportaría una visión más divertida de todo el asunto.

Puede que no le ofreciera soluciones, pero desde luego lograría que se sintiera mejor, pues lejos de mantener una típica conversación entre padre e hijo, acabarían charlando de muchas cosas, aunque desde luego le daría buenos y sabios consejos, o al menos en eso confiaba, pues de Jason Nortland no siempre se podían esperar sugerencias convencionales.

Llegó a la casa familiar a última hora de la mañana y sorprendió a sus padres, que no lo esperaban.

Katrina, su madre, se mostró encantada de tener a su hijo mayor en casa y no hizo ninguna pregunta durante la comida sobre el motivo de tan inesperada visita, pese a que intuía que algo le sucedía, así que optó por no insistir y prefirió dejar al padre y al hijo juntos.

Ambos se retiraron al estudio donde Jason, ahora fanático de las redes sociales, su nueva afición tras enredar con el bricolaje, la jardinería, las maquetas de barcos y un sinfín de cosas más, tenía el ordenador permanentemente conectado.

—Papá, ¿desde cuándo tienes un iPad? —preguntó Ian, sorprendido al ver a su progenitor manejarlo con una soltura inusual.

—Me lo regaló tu hermano —respondió sonriente—. Al principio me costó un poco hacerme con el cacharro este, pero oye, que ahora no sé qué hacer sin él.

—¿Y qué opina mamá?

—A veces creo que está celosa —se rió al contestar—. Y bien, hijo, te conozco, tú no has venido a ver cómo trasteo con mi iPad. ¿Qué te ocurre?

Ian sonrió de medio lado, todo el mundo decía que eran iguales: desenfados, poco o nada proclives a tomarse las cosas en serio, sarcásticos y, sobre todo, tipos que rara vez se enfadaban o que al menos no lo hacían por nimiedades.

Así que hablar con su padre era como hacerlo consigo mismo.

—Dime una cosa, ¿crees que todos estamos hechos para el matrimonio? ¿Que sólo es cuestión de encontrar a la persona indicada?

—Tú mismo te has respondido —contestó Jason afablemente—. ¿Quieres volver a casarte? —inquirió con cierto sarcasmo.

—Ése es el problema precisamente —masculló.

—¡Acabáramos! Te han dado calabazas.

—Joder, papá, no hace falta ser tan explícito.

—De acuerdo, la chica te ha rechazado y tú no sabes qué hacer para reconquistarla —rectificó su padre.

—No exactamente, ya que Dora es…, bueno, indefinible para empezar, pero no tengo claro que una mujer así merezca el esfuerzo y el tiempo, cuando sé que haga lo que haga no cambiará de idea.

—¿Dora? ¿La rubia con la que te enredaste? —Su padre sonrió encantado—. Buenas piernas… buen trasero…

—¡Papá! Que lo más probable es que mamá esté escuchando tras la puerta.

—Bah, ya está acostumbrada. Sabe que piropeo a una escoba con faldas, pero que sólo me acuesto con ella.

Ian miró hacia otro lado, hay cosas que un hijo nunca debe escuchar.

—Esa misma —confirmó—. Esta vez me ha vuelto a enredar y yo… quizá he querido ver lo que no existe, pero ella me ha puesto los pies en la tierra.

—Interesante… —reflexionó Jason—. ¿Y? ¿Te vas a quedar ahí plantado? ¿Vas a dejar que se vaya de rositas? —Disparó todas las preguntas mientras negaba con la cabeza y daba a entender que si se portaba como un gallina no era hijo suyo.

—Papá, que ahora las cosas son diferentes…

—Chorradas —lo interrumpió—. Si te ha dejado hecho una mierda es que te importa, así que ya sabes, a por ella.

—Vaya lenguaje… —le recriminó Ian—, se nota que andas todo el día chateando.

El acusado puso cara de «¿y qué?».

—Céntrate, esa mujer no es una cualquiera, así que espabila, que como no andes listo viene otro y te la levanta delante de tus narices.

Ian dudaba de esa posibilidad, ya que Dora era dura de pelar, pero nunca se sabía y puede que el más tonto diera en la diana.

—¿Sabes?, creo que vas a tener razón… —murmuró, pensando en la forma de abordar la cuestión. Vale, quizá tenía que replanteárselo—. Pásame el teléfono, tengo que hacer un par de llamadas…